Con frecuencia, tanto en primaria como en secundaria, la motivación de los estudiantes se basa en diversas recompensas que ofrecemos por el trabajo realizado. Es decir, estudian para sacar buenas notas u obtener diferentes premios por su implicación en el estudio.
Se trata de una dinámica conductista, un modelo que tiene su origen a principios del siglo XX. Este modelo se centraba únicamente en la conducta observable, obviando los procesos mentales que estén asociados a la experiencia.
En las investigaciones que dieron origen al conductismo se observó cómo las personas tendían a repetir conductas cuando, tras realizarlas, recibían algo agradable: un premio, unas palabras de reconocimiento, un sobresaliente, etc. Esto es lo que se llama un refuerzo o recompensa.
Por el contrario, las personas tienden a disminuir la frecuencia de aparición de conductas cuando éstas se asociaban a algo no agradable o deseable por la persona: quedarse sin algo que le gusta, una regañina, etc. Esto es lo que llamamos castigo.
Siguiendo estas observaciones, la lógica del educador es sencilla: si quiero que estudien recompenso esa conducta y, cuanto más lo haga, mejores y más aplicados estudiantes tendremos. Pero la realidad es más compleja.
A partir de investigación de enfoques muy dispares (como la neurociencia, la pedagogía o el psicoanálisis), hoy sabemos que la experiencia no se reduce a la conducta observable y que esta tiene un carácter más complejo.
No hace falta recurrir a enrevesados modelos teóricos para explicar esto. Desde la propia experiencia de cada quien podemos comprender rápidamente que completar con éxito una actividad no significa que lo único que se esté aprendiendo sea a resolver esa tarea. Esa experiencia rebosa de significados que desbordan la propia acción realizada.
Por ejemplo, si a una adolescente con buenas notas la adulamos insistentemente o la premiamos con regalos puede que siga realizando la tarea y hasta mejore sus calificaciones. Pero se está creando en esa relación un caldo de cultivo que puede propiciar que la chica comience a asumir presión por satisfacer a los demás, que necesite seguir escuchando cada vez más halagos y termine haciendo girar su vida en torno a las expectativas de los demás.
Casos como este son frecuentes en las escuelas hasta el punto en que la investigación señala que estudiantes de éxito escolar muestran un índice de ansiedad mayor ante el fracaso escolar.
Por tanto, debemos orientar hacia el estudio por otras vías. En concreto, lo que nos dice la investigación es que, cuando un adolescente es capaz de pensar sobre sí y su futuro, la escuela aparece en esa reflexión y se convierte en un agente necesario para los logros que el joven se ha propuesto.
Es decir, nos encontramos con la necesidad de que el alumnado construya una relación de sentido con las distintas áreas de conocimiento y con la escuela. Se trata de que la experiencia formativa tenga sentido por sí misma, y no sean necesarias refuerzos externos a la propia tarea.
Por ejemplo, en una investigación reciente en una escuela conocí el caso de un niño con un bajo rendimiento académico. Cuando se comenzó a crear en la escuela un huerto escolar el chico comenzó a trabajar cuidadosa y disciplinadamente en él.
Con el tiempo fue viendo que su trabajo daba resultados e iba dejando el huerto escolar más cuidado y la siembra comenzaba a dar frutos. El chico se imaginó trabajando de jardinero cuando llegase a adulto, se informó del itinerario académico que debía hacer y, consecuentemente, comenzó a estudiar para poder llegar a cursar un grado de formación profesional.
De esta manera, el trabajo escolar se hace con sentido, no son necesarias recompensas externas. El adulto no tiene que edulcorar las tareas escolares con recompensas, pues es el propio estudiante quien, siguiendo su propio deseo, ha encontrado un sentido a su paso por la escuela.
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Esto toma aún más sentido cuando sabemos que, en los últimos años, se ha incrementado preocupantemente el malestar entre los jóvenes, y como consecuencia de ello encontramos un aumento notable en los casos de depresión, ansiedad, autolesiones y conductas suicidas.
Esta situación no hace sino señalarnos el desconcierto de la juventud y la necesidad de acercarse a unos conocimientos que tengan sentido para ellos y les permitan redirigir sus malestares.
En este contexto, se hace necesario crear los espacios y momentos necesarios para la construcción de un autoconcepto positivo y de un proyecto vital. Esto se puede abordar de formas diversas:
En definitiva, se trata de crear los espacios en que el alumnado pueda preguntarse: ¿Quién soy yo? ¿Cómo me gustaría llegar a ser? ¿Qué cualidades tengo y cuáles puedo potenciar? Y en ese proceso la escuela irá apareciendo y tomando protagonismo.
Desde esta mirada la escuela se convierte en el lugar en el que “llegar a ser” y, también, en el hogar del saber y del estudio. Así, en lugar de parchear la experiencia de la formación con recompensas artificiales, podemos intentar que el estudio ayude a reconciliarse con el deseo propio y al reencuentro del estudiante consigo mismo.
Artículo escrito por Diego Martín Alonso (Profesor de Didáctica y Organización Escolar, Universidad de Málaga)