Andrea y Paula pagan 550 euros de alquiler carísimo para un piso que se cae a trozos. El techo del salón está destrozado. Llevan 3 años conviviendo con una grieta gigante en el techo, que una tarde se vino abajo. Tuvieron que levantarse corriendo del sofá para que no se les cayera encima.
La reacción del propietario fue quitarle importancia. Ironizó incluso diciendo que la escayola “sólo” podría haberles causado un chichón. Les han retirado los escombros pero, de momento, nada más.
El de estas chicas es el típico piso de estudiantes en Santiago, cada vez más antiguos pero también más caros. Ocurre en muchas ciudades españolas, sobre todo universitarias. También en Barcelona. Los pisos son viejos, caros y poco habitables. Como ejemplo, un inquilino que paga 675 euros mensuales por un local que, al no tener ventilación ni campana extractora en la cocina, le obliga a comer fuera.
Pero muchos más casos. Otro arrendatario vive en 32 metros cuadrados. Un cuarto sin ascensor por el que llegó a pagar hasta 700 euros. La situación se resume en una palabra: necesidad. Porque cuando no hay otra opción, siempre hay alguien que lo paga.