Es muy fuerte pensar cómo, en poco más de una semana, nuestra forma de vida ha cambiado de forma radical. Adiós a salir de casa, a coger el transporte público, a ver a nuestros compañeros de curro o de la universidad, a ir al gimnasio o a correr, a pasear o al bar para ver a los colegas. Adiós a las comidas familiares, a los abrazos de las madres y a los besos (con o sin lengua). Adiós a despedirnos de nuestros seres queridos si mueren (hasta siempre, tío Rafa). Adiós a la calle y al contacto directo con la gente. Ahora todas nuestras rutinas y nuestro ocio se concentran dentro de cuatro paredes y dando gracias que tenemos techo y comida, que seguro que hay gente que no tiene esa suerte.
No nos queda otra mientras dure este estado de alarma que parece que no tiene fin. Además, es nuestra responsabilidad como ciudadanos quedarnos en casa para evitar contagiarnos (recordemos que el coronavirus no entiende de edad y que nos afecta a todos, también a los jóvenes) y colapsar el sistema sanitario. La única forma en la que podemos ayudar a frenar la curva de contagios del coronavirus y a que esta situación termine cuanto antes es muy simple: no salir de casa. Una teoría bien fácil que nos está costando un poco más a unos que a otros.
En mi caso, empecé a teletrabajar el viernes 13. Al día siguiente, Pedro Sánchez declaraba el estado de alarma y a mí me pillaba sola con mis dos gatos. Tras anunciar el confinamiento, aunque flipé bastante con la situación en general, asumí bastante bien que durante 15 días me iba a tener que quedar en casa sin salir: total, llevo cuatro años viviendo sola y lo cierto es que lo gestiono bastante bien.
El problema ha llegado cuando he pasado más de una semana viviendo esta cuarentena sola, sin contacto humano directo y en un minipiso que da a dos patios interiores.
Mi casa debe medir unos 40 metros cuadrados metro arriba, metro abajo como mucho. Vivo en el antiguo piso del portero de la comunidad que, con mi alquiler, paga sus derramas. Es un piso silencioso situado en la zona de Bellas Vistas (Madrid) y por el que pago una mensualidad bastante asequible que me permite vivir sola con dos gatos.
"Para ti sola qué más quieres", suele decirme la gente cuando viene a visitarme. La verdad es que mi piso es bastante coqueto. Lo tengo muy apañado y tengo la suerte de que además esté bien distribuido: tiene su cocina por un lado, el baño por otro, un saloncito y el dormitorio separados. Además, aunque da a dos patios interiores y a los tejados del edificio, tiene muchísima luz, algo que por lo menos me está ayudando bastante porque ya sin luz, igual ya me habría dado algo.
Podría decirse que en lugar de tener 'una habitación propia', como diría Virginia Wolf, yo tengo un minipiso propio desde el que poder trabajar y vivir la cuarentena. Una cuarentena que, a veces, se me está haciendo un poco cuesta arriba aunque las videollamadas diarias (suelo tener unas 4 mínimo al día entre trabajo, familia y amigas) me alegran infinito y consiguen proporcionarme esa dosis de vida social que tanto echo de menos.
He tenido días duros: el no ver directamente la calle, aunque estos días esté vacía, y el pasar tanto tiempo sin ver a nadie, a veces me está generando picos de ansiedad y mal humor. Además, el estar tanto rato dentro de un espacio tan pequeño tampoco ayuda: normalmente solo suelo estar en casa para cenar y dormir y no estoy acostumbrada a tener que hacer vida al 100% dentro de tan pocos metros.
Mi día a día lo paso en el salón/comedor. Trabajo sobre la mesa del comedor y con una silla que, probablemente, no es la mejor del mundo para pasar 8 horas al día dándole a la tecla. Todas las noches me acaba doliendo la espalda.
A la hora de comer o cenar, intento "cambiar" de espacio y me siento en el sofá a ver la tele. Por unos momentos parece que consigo burlar a mis sentidos... Después, cuando termino de trabajar llega la locura de las videollamadas (que también las hago en el salón porque hay mejor luz) y la ronda de ejercicios que, ¿adivináis? ¡Sí: también tiene lugar en el salón porque es el espacio más grande de la casa! A veces, tengo la sensación de que me falta el aire. El salón de mi casa ahora mismo se ha convertido en el epicentro forzoso de mi vida.
Y es que no, no es lo mismo pasar la cuarentena en un chaletazo con jardín, como estamos viendo estos días en las redes sociales de los futbolistas, que en un piso interior. No es lo mismo tener un balcón al que poder asomarse todos los días aunque sea cinco minutitos para hacer "la fotosíntesis", aplaudir y ver la calle, que asomarse a las ventanas de un patio de luces donde lo más emocionante que veo cada día son cocinas iluminadas por fluorescentes. No es lo mismo pasar la cuarentena con una terraza que sin ella y no, evidentemente no es lo mismo pasarla gente con la que puedes interactuar y desconectar un poco, que en un minipiso donde no hablo con directamente y sin necesidad de encender el móvil o el ordenador.
Juro que jamás me había hecho tanta ilusión ir a tirar los vidrios, los cartones o ir a hacer la compra, ¡con la pereza que me ha dado siempre! Me pongo contenta hasta de cruzarme con gente que no conozco y a veces, incluso me pregunto si serán ellos mis vecinos que aplauden a las 20:00 horas a nuestros sanitarios, a los enfermos o a los muertos. O si son esos que los fines de semana me ponen a Mónica Naranjo o Tusa.
Aún sí, intento autoconvencerme de que tengo suerte al tener un espacio propio para mí, de poder pagarme la calefacción estos días de frío, de tener la nevera llena, de poder mantener mi puesto de trabajo y de estar entretenida mínimo unas 8 horas al días.
Me repito muchas veces que esto es algo "excepcional" y "temporal" y me permito enfadarme aunque no dejo que los pensamientos negativos me acaben dominando. Si eso pasa, me pongo a hacer deporte o a hablar con la gente y eso consigue "devolverme" a la vida.
Sé que no me puedo quejar si me comparo con la gente que ha perdido su curro, que no sabe cómo pagará el alquiler el mes que viene, que está pasando frío y teme calentarse porque no sabe cómo pagará las próximas facturas o que viven hacinados compartiendo piso. Pero bueno, al igual que Ana Iris Simón, yo estos días también he reflexionado sobre la importancia de una casa estos días y para qué engañarnos: el tamaño, en esta situación, también importa.