"No quiero que llegue Navidad porque echo de menos a mi padre": consejos para superar el síndrome de la silla vacía
La Navidad es una época en la que se pasa más tiempo en familia
Es inevitable añorar a nuestros abuelos, nuestros padres o cualquier persona que ya no está
Aunque las Navidades parezcan una época de felicidad, tiempo en familia e ilusión, algunos viven estas fechas con ansiedad. ¿Es el espíritu navideño un timo? Para muchas personas sí, al menos aquellas cansadas de las discusiones con ese cuñado insoportable, la inevitable reflexión sobre sus éxitos y fracasos a lo largo del año y el constante recordatorio de las personas que ya no están. Esto es lo que le sucede a Andrea. Su padre falleció este año por un inesperado accidente cardíaco y estas serán las primeras navidades sin él en casa. Hoy conoceremos a fondo el síndrome de la silla vacía de la mano de su testimonio.
El caso de Andrea (22 años)
El 18 de noviembre se cumplieron ocho meses desde la muerte de mi padre. En realidad, los ocho meses más duros de mi vida. Durante este tiempo he sentido como si me cayese de un precipicio y cada día llegase más y más profundo.
Cuando mis amigos me preguntaban qué tal lo llevaba, yo sólo podía pensar en los parques de atracciones. ¿Conoces esa sensación cuando te subes a una montaña rusa o una caída libre, y de repente te da un vuelco al estómago? Son 3 segundos y después empiezas a disfrutar, pero durante ese pequeño periodo de tiempo te arrepientes de haberte subido y sabes que es imposible parar la atracción. Así me he sentido yo durante estos ocho meses.
Mi padre murió por un accidente cardíaco. No fumaba, comía sano y le encantaba hacer senderismo, pero según los médicos “estas cosas pasan”. De aquel 18 de marzo sólo recuerdo que mi tío cogió el coche y vino a buscarme a la universidad, que estaba en otra ciudad. Me llamó y me dijo que saliese de clase, que estaba esperándome. Sabía que algo iba mal. ¿Sino por qué mi tío iba a conducir 115 kilómetros? Entré en el coche y me lo contó y durante la hora y media de viaje yo no paré de llorar. Del tanatorio, el entierro y las tres semanas que me pasé en casa con mi madre y mi hermano pequeño me cuesta recordar cosas.
Tuve que volver a la ciudad donde estudiaba porque se acercaban los exámenes y no podía acumular tantas faltas. Los profesores fueron muy comprensivos, pero tampoco podían aprobarme sin pisar por la facultad. Aunque suene egoísta, me vino bien. En casa cada vez que salía con mi madre a hacer la compra, a acompañar a mi hermano a algún sitio o simplemente a dar un paseo me encontraba a alguien que o me daba el pésame, o me preguntaba por mis padres porque todavía no sabía nada. En la universidad estaba distraída.
En verano volví a mi ciudad y la realidad me trastocó todo. Tenía ataques de ansiedad día sí día no y me daba pánico la salud de mi familia. Después de lo de mi padre, pensaba que a mi madre, a mi hermano o a cualquier ser querido le iba a pasar lo mismo. También empecé a obsesionarme conmigo misma. Si notaba algo raro o iba a urgencias o pedía cita con el médico. Lunares que llevaban ahí toda la vida, un dolor normal en la espalda por la postura con el ordenador, sentir que me cansaba más que de costumbre al subir las escaleras… Todo esto me aterraba.