Mi madre murió cuando yo tenía 20 años y he aprendido una valiosa lección
Cuando lidiamos con el duelo emocional por el fallecimiento de un ser querido, todos los profesionales de la psicología estamos de acuerdo en un aspecto: no podemos invisibilizar el sufrimiento. Hablar sobre la muerte puede resultar incómodo, pero es tremendamente necesario. Ponerle nombre a las emociones que sentimos en esos duros momentos ayuda a gestionarlas y, sobre todo, a no sentirnos culpables.
Hay ciertos estados afectivos muy comunes durante el duelo emocional, pero no se suele hablar de ellos porque no están "bien vistos". Por ejemplo, la ira. Es habitual enfadarse con el fallecido, con nuestra familia o con nosotros mismos durante esos difíciles momentos. Este enfado no es racional, sino una forma de expresar el dolor y la ansiedad.
Además de la ira, también es habitual experimentar las tres A’s de la depresión: apatía, abulia y anhedonia.
- Apatía: no te apetece hacer nada, estás desmotivado y prefieres quedarte en la cama.
- Abulia: te cuesta obrar a voluntad y tomar decisiones.
- Anhedonia: las cosas que antes te proporcionaban placer o alegría, ya no lo hacen.
Pero sin duda, lo más característico del duelo emocional es pensar que va a durar toda la vida. Aunque a veces puede cronificarse, siempre se sale del pozo. Esto es lo que viene a contarnos hoy Ana con su historia de superación personal:
"En primer lugar me presento. Soy Ana, tengo 24 años y vivo en un pueblo de Soria en el que doy clase a niños de primaria. No vengo a hablar de la vida rural ni de lo bonito que es educar a niños, sino del momento más duro de toda mi vida: cuando murió mi madre.
En octubre de 2014 mi madre fue al médico porque le dolía una pierna. Le recetaron ibuprofeno y para casa. Siguió con dolores un par de semanas y en noviembre murió repentinamente. Tras la autopsia, vieron que se trataba de un coágulo que se había desplazado produciendo una embolia pulmonar.
Cuando se muere alguien ya de por sí es duro, pero cuando no te lo ves venir el palo es brutal. Mi madre era una mujer sana, no fumaba ni nada, y llevaba una vida normal con hábitos saludables. Lo último que nos esperábamos era que se nos fuese de repente.
Yo estaba en la universidad cuando me enteré de la noticia. Mi hermano mayor me llamó y me dijo que tenía que volver a casa, que nuestra madre se había puesto mala. Ya había muerto, pero no quiso decírmelo por teléfono. Compré un billete de bus sin saber lo que estaba a punto de vivir. En la estación estaban mi tía y mi hermano llorando a moco tendido. Les vi y lo primero que pensé es que a mi abuela le había pasado algo. Les pregunté que qué pasaba y no podían ni hablar. Cuando consiguieron coger aire y me contaron que mi madre había muerto por una embolia pulmonar, yo tuve un ataque de ansiedad de autobuses.
Los siguientes días fueron borrosos. Mi padre entró en una lucha legal con el hospital que duró meses. Ganamos el juicio, pero ninguna indemnización nos iba a devolver a mi madre. El dinero era lo de menos.
Mi padre cayó en depresión y todavía no se ha recuperado del todo. Mi hermano tuvo un hijo y eso alegró su vida, aunque en el fondo seguía y sigue sin entender lo que pasó con mi madre. Yo me sentí vacía.
Hablé con mis profesores de la universidad y entendieron mis circunstancias, no iban a tener en cuenta mis faltas de asistencia siempre que me presentase a los exámenes de enero. Mis amigos me pasaban los apuntes y yo estudiaba desde casa. Quería estar con mi padre en esos momentos. En febrero volví a la universidad y empecé a retomar la rutina.
Aunque aprobaba y académicamente no me iba mal, psicológicamente estaba devastada. No quería salir con nadie y me sentía como un zombi. Mi día a día era ir de casa a clase y de clase a casa.
Una profesora con la que tenía muy buena relación me recomendó ir a la unidad de atención psicológica de mi universidad. Estuve yendo varios meses al psicólogo de la universidad, pero en verano empecé a ir a un psicólogo privado.
Digo esto porque me parece muy importante pedir ayuda y sé que si no hubiese ido al psicólogo, yo estaría hundida ahora mismo. Mi padre no se dejó ayudar y sigue hecho polvo. No quiere hablar del tema de mi madre. Es como si pensase que "superar" su muerte es una traición, que tiene que sufrir para demostrar que la quería. Yo lo veo al revés. Tiene que volver a vivir porque es lo que ella habría querido.
Gracias a la terapia aprendí precisamente esto que acabo de decir… A no sentirme culpable por volver a reír. Seguir adelante no es olvidar el pasado, sino vivir el futuro. De todos modos, una muerte nunca se supera del todo. Yo recuerdo a mi madre cada día de mi vida, desde que me levanto hasta que me voy a la cama. Lo que pasa es que con el tiempo ese dolor desgarrador que me hacía llorar hasta dormirme se ha convertido en nostalgia. Recuerdo las cosas bonitas; cuando me llevó a ver el florecer del Valle del Jerte, cuando me daba el pico del pan de camino a casa de mi abuela y decía que se lo había comido ella para que no me echasen la bronca, cuando mi primer novio me dejó y ella no se separó de mi lado ni un segundo… Me quedo con eso, con los momentos bonitos, porque los malos no aportan nada.
La vida no es justa. No hay un destino que marque lo que va a pasar. Todo es azar y el azar es así. A veces nos da cosas buenas y otras veces cosas malas. Por eso debemos disfrutar de la alegría y no quedarnos parados en el dolor. Seguir adelante es de valientes, y si no eres capaz pues pide ayuda, porque lo bueno de tocar fondo es que después sólo puedes ir hacia arriba."