“Me he propuesto ser más claro y más serio, no dar lugar a equívocos”, dice Sergio del Molino (Madrid, 1979) cuando explica lo que le ha movido a escribir Contra la España vacía, un ensayo donde expresa “en voz alta” su temor ante las señales de quiebra de la comunidad política española.
“Contra la España vacía no refuta ni corrige mi libro anterior, sino que pretende rascar todas las capas de sobreentendidos que se le han ido pegando al sintagma del título”, escribe en su nuevo libro y aclara que no hace falta haber leído uno para entrar en el otro.
Hace cinco años desde que Sergio del Molino publicó La España vacía, un ensayo que exploraba “la red de afectos de ida y vuelta entre los campos despoblados y las ciudades hiper pobladas y revelaba la existencia innegable de una comunidad política”.
El libro se convirtió en un éxito inesperado: “Lo que más me abrumó fue la reacción sentimental de los lectores, el libro sacaba a la luz algo muy íntimo para ellos”. El término hizo fortuna, tuvo repercusiones políticas y derivó por caminos que escaparon a su creador. De la España vacía se pasó al término -“horrísono”, dice Del Molino- de la España vaciada.
“Nunca lo he entendido. Al subrayar que hay un responsable, simplifica y crea un escenario maniqueo de una realidad compleja. Nos lleva a una perspectiva victimista, de corto recorrido, muy localista que al final se ha convertido en el 'qué hay de lo mío'” dice. “La España vacía ya no era el germen de una forma de comprenderse unos a otros sino de extrañarse y despreciarse” escribe en su nuevo libro.
NIUS: La España vacía era un ensayo literario con un mensaje político sutil. Contra la España vacía es un ensayo claramente político. ¿Por qué has sentido la necesidad de escribirlo?
Sergio del Molino: Yo he contribuido mucho a que no se me tome en serio. Al difuminar con recursos literarios, al huir de lo coyuntural y lo explícito para evitar que mi literatura sonara panfletaria, he hecho que muchos lectores no percibieran la intención política de muchos de mis postulados. Me interesaba dejar claras algunas cuestiones que me tomo en serio. No dar lugar a equívocos. Que se vea claramente desde la primera lectura qué es lo que pienso sobre las cosas.
Un temor recorre tu libro. El temor a la quiebra de la comunidad política española asediada por el populismo y el nacionalismo.
Es la razón fundamental por la que lo escribo. Los que estamos preocupados por esa quiebra tenemos que compartir y expresar en voz alta esas preocupaciones. Ahora mismo el populismo y otras corrientes políticas y periodísticas están generando mucho ruido antiliberal o anti-demócrata. Llevan al silencio a mucha gente preocupada por la erosión de la democracia liberal. Todos los que podamos decir algo está bien que lo digamos porque así nos reconocemos en la niebla y vamos viendo que no estamos tan solos y que existe mucha gente que comparte esta preocupación.
Ante los discursos “emocionales”, “victimistas”, “hiperbólicos” del nacionalismo propones aplicar el humor “ya que no se puede objetar nada a un discurso sentimental que niega a los demás el derecho a cuestionarlo”.
Desde el momento en el que alguien se toma demasiado en serio y plantea exageraciones melodramáticas fuera de lugar, la respuesta que ridiculiza y parodia ese discurso es legítima y probablemente la única racional posible.
Ante un señor de Pedralbes que está verdaderamente convencido de que su tramo que paga de IRPF es exactamente lo mismo que las agresiones que sufre un negro de Alabama en los años 50 por el Ku Klux Klan, que piensa que no hay ninguna distinción entre la acción que ejerce el Estado español y la Suráfrica del Apartheid, ante eso, sólo cabe la risa. Si te lo tomas en serio, estás vendido. Entras en un terreno en el que la discusión es imposible. Hay que desarmar ese victimismo exagerado y la mejor herramienta que tenemos es el humor.
En la España vacía, en 2016, hablabas del vacío nacionalista español y mira lo que ha venido después. Los nacionalismos se retroalimentan, constatas. ¿Cómo ves la actual proliferación de banderas españolas?
La miro con mucha preocupación. Yo estaba muy feliz en un país de nacionalismo evanescente e incluso acomplejado. Hasta los partidos que representaban ese nacionalismo español no se atrevían a hacer una ostentación del mismo. Eso se ha roto.
Hay una hiper representación de la bandera y eso impide que se haga realidad la tesis fundamental que yo planteaba en La España vacía: una red de afectos entre el campo y la ciudad que sirviera para crear una mitología nacional basada en esos relatos familiares sólo funciona si hay un vacío de banderas, si no hay un nacionalismo fuerte que acapare todo eso. En el momento en que existe -y Vox es la representación más fuerte y lograda del nacionalismo español desde la muerte de Franco-, todo se complica mucho más, todo se hace más áspero y a quienes nos preocupa la comunidad política de España nos ponen cuesta arriba el poder enarbolar algunos símbolos necesarios para que esa comunidad exista.
Te manifiestas en contra de una parte de tu generación, la del 15-M y Podemos, y reivindicas la Transición y el régimen del 78 y la democracia liberal.
Me reivindico hijo de la democracia. Nos gusta mucho ser hijos de los que perdieron la Guerra Civil, no de todos, sólo de los que perdieron. Por lo visto la Guerra Civil no la ganó nadie y luego no tuvieron nietos. Pero no nos gusta ser hijos de la democracia. Yo nací en el año 79. Antes había una conciencia como atenuada y muy poco enfática de haber logrado una democracia donde era muy improbable que existiera una. Todo eso ha desaparecido. El 15-M lo borró por completo. Unos discursos muy minoritarios que desde la misma Transición ya la refutaban al considerarla una engañifa y un fraude se volvieron dominantes dentro de mi generación. Hasta el punto de que a los que nos consideramos hijos de la democracia nos hacen parecer gazmoños, conservadores, fachas, todo lo que tu quieras.
Elogias a personas que “han aceptado las cosas tal cual son, que se sienten bien en sus zapatos, porque han firmado una tregua con el mundo, aunque no renuncien a narrarlo e influir en él”. ¿Es esto conformismo?
No, en absoluto es conformismo. Es realismo y posibilismo. Es saber dónde estás, reconocer el suelo que pisas, no hacerte falsas ilusiones, no ser adanista y no fantasear con que puedes cambiar totalmente la realidad que te rodea porque sabes que ni siquiera las grandes revoluciones han podido hacer eso. Reconocer quiénes somos, dónde estamos, y a partir de ahí jugar con los materiales que tenemos, reconocer que tenemos una capacidad limitada de acción, que tenemos una convivencia y una serie de recursos con los que tenemos que jugar. Eso no quiere decir que haya que dejarlo todo tal cual quieto y no tocarlo, sino saber qué tienes que tocar.
Frente al populismo y el nacionalismo, propones el patriotismo constitucional.
El patriotismo constitucional de Habermas es una reformulación del contrato social. Lo que pretende es articular un sentimiento de pertenencia a una comunidad sencillamente por cuestiones jurídicas. Creamos unas fronteras, creamos un Estado con unos límites y a partir de ahí todo aquel que acepte la convivencia, la democracia y una serie de normas elementales tiene pleno derecho a pertenecer y a participar en él. Nadie es más español que nadie. Nos podemos sentir muy españoles, pero no vamos a ser más españoles que alguien que no se sienta español porque es una condición jurídica.
Pero también admites que el patriotismo constitucional es una bandera demasiado fría y racional en estos tiempos dominados por la emoción en política.
Ese es el problema. El patriotismo constitucional se ha demostrado muy útil, pero hace a las sociedades muy vulnerables contra la marea nacionalista. Porque la marea nacionalista moviliza los sentimientos de pertenencia, los sentimientos tribales con mucha fiereza y hace que las sociedades regidas por el patriotismo constitucional se tambaleen a la mínima de cambio. Lo que propongo es que, a ese patriotismo constitucional que inspiró todo el consenso del 78 y que ha funcionado mal que bien en España en estos 40 años, se le de una capa de barniz sentimental, que busquemos alguna forma de apelar a la parte más irracional de la ciudadanía porque sabemos que el contrato social por sí sólo no sirve.
¿De dónde sacamos ese barniz sentimental?
Bueno, yo en 2016 en La España vacía proponía esa sentimentalidad a partir de la historia de la despoblación española. Proponía una serie de caminos de ida y vuelta y de relaciones muy intensas y muy íntimas entre el campo y la ciudad y entre millones de españoles que habían experimentado un gran trauma como era el desarraigo de la cultura campesina. Ahí había elementos de encuentro, de vidas que se reconocen unas en otras. Hoy no sé si es posible…
Y además ese sentimiento se irá diluyendo con las generaciones.
Claro, pero es que ese pacto hay que renovarlo. Cada generación debe tener su propia mitología. No podemos estar siempre mirando un mito fundacional como en las patrias del siglo XIX. Cada generación tiene que encontrar una razón que la una entre sí para actualizar ese sentimiento de pertenencia.
Un sentimiento al que hay que dotar de trascendencia, dices.
Si no hay un sentido religioso de la trascendencia, la comunidad se deshilacha. Pongo a los kibutz como ejemplo de vida comunitaria. Si es el único ejemplo de vida comunitaria que ha funcionado bien, se debe a la religión, se debe a que esta formado por creyentes. Otros ejemplos de vida comunitaria acaban deshaciéndose porque están basados en la razón o en otras convicciones que fácilmente se diluyen.
¿Cómo se consigue eso en nuestras sociedades descreídas?
Ese es el gran enigma. No lo sabemos, pero tenemos que averiguarlo. Las sociedades seculares desde el siglo XIX en Occidente han ido perdiendo el sentido religioso -la trascendencia- no sólo en la esfera religiosa sino en la esfera pública. La patria era una religión. Las naciones para los nacionalistas son una religión. El patriotismo constitucional no tiene eso, no exige ese grado de compromiso a nadie, pero sin ese sentido de la trascendencia al final las comunidades políticas se acaban disolviendo. Entonces, el reto es encontrar un modo de inocular trascendencia sin volvernos beatos, religiosos y sin volvernos fanáticos.