El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) está de paso en Madrid -y la selección española, a punto de jugar un partido decisivo en la Eurocopa- cuando recibe a NIUS. Es un apasionado del fútbol; para él supone, entre otras cosas, "la recuperación semanal de la infancia", dice citando a Javier Marías. "Envidio a la gente que no le interesa porque tiene más tiempo que yo. Pierdo muchas horas en esto", afirma. Y cuando la periodista le recuerda aquel "Cerrado por fútbol" que Eduardo Galeano colgaba en la puerta de su casa, concede entre risas: "Sí, yo necesito un cartel así".
Pese a lo que diga, él no parece perder el tiempo. Fue uno de los primeros colombianos en contagiarse de coronavirus; pero, tras superarlo, se sumergió a fondo en la escritura y salió de la cuarentena con su último, y aclamado, libro: Volver la vista atrás. Una novela sobre la extraordinaria vida del cineasta colombiano Sergio Cabrera (director de La estrategia del caracol) y su familia, marcada por las heridas de un radical compromiso político.
Es, entre otras muchas cosas, la historia de unos padres (él, Fausto, español exiliado en la guerra civil) que dejan solos a sus niños -Sergio y Marianella- en la China comunista de Mao para que aprendan a hacer la revolución. Y para que de vuelta a Colombia, y siendo aún adolescentes, se metan en la guerrilla. Una historia de múltiples aristas y vidas excepcionales convertidas en metáfora de un tiempo histórico.
En la semana en la que el Partido Comunista de China cumple 100 años, hablamos con el autor del paso de esos niños por la Guardia Roja en tiempos de la Revolución Cultural. O de una Colombia desmoralizada y con récord de muertes por covid. Pasado y presente se entremezclan. También en las páginas de Volver la vista atrás, en las que -junto a las cicatrices de una ideología llevada al extremo- se deslizan las arenas movedizas de sentimientos universales: la culpa, el fracaso, las relaciones entre padres e hijos, el amor de pareja, el silencio o la memoria.
Pregunta: ¿Cómo ha sido -tras siete años de conversaciones y 30 horas de grabación- escribir esa historia real escuchada por uno de sus protagonistas?
Respuesta: Era algo que nunca había hecho -escribir sobre una persona que está viva y que es un amigo- y representó muchos riesgos. Mi método fue muy lento, con muchos años de conversaciones, hasta que encontré el tono. Mi decisión fue desaparecer del libro. Y, a partir de ese momento, todo lo que había investigado tomó la forma de un gran relato de aventuras en el que mi trabajo fue meterme en la conciencia de los personajes y, de alguna manera, habitarlos. A partir de ahí, la novela fue surgiendo prácticamente sola.
P.: ¿Fue difícil aparcar los juicios de valor?
R: El afán de juzgar nos acompaña durante la vida diaria, particularmente ahora que vivimos en una época en la que todos nos comportamos como jueces y vamos con el dedo estirado, listos para juzgar a los demás y dividir al mundo en culpables e inocentes. Creo que eso es lo que hacen las redes sociales; proporcionarnos a todos un púlpito de jueces. Y el género de la novela para mí es lo contrario. Es un espacio donde, como dice Kundera, "suspendemos el juicio moral". No vamos a juzgar, condenar o absolver, sino a hacer el esfuerzo por entender. Y eso fue lo que yo hice. Me ayudó a no estropear el punto de vista de los personajes.
P: Vidas como esas "te cuentan una historia más grande".
R: Sí, eso fue lo fascinante de encontrarme con esta historia. Me di cuenta de que estaba hablando con un libro mío que no se había escrito. Sergio Cabrera era un libro mío, como si se hubiera hecho carne antes de escribirlo. En todas mis obras he perseguido lo mismo: ese territorio donde las vidas individuales chocan con la gran historia, con la vida política. Contar lo que pasa en ese espacio siempre me ha interesado. Sergio y Marianella no solo son una metáfora de la historia del siglo XX, además son un acto de memoria. El hecho de recordar algo que ellos hubieran preferido olvidar para que yo le diera permanencia en un libro me parece un acto de valor.
P: ¿Y una catarsis en cierto modo? Además de una responsabilidad para usted...
R: Sí, yo creo que lo solventamos haciendo una especie de acuerdo implícito en el que yo iba a escribir con toda la libertad y él la tendría después para eliminar lo que quisiera. No lo hizo; más bien el manuscrito le sugirió más cosas, despertó memorias ocultas. Fue conmovedor para mí. Me di cuenta de que lo que estaba haciendo Sergio era decirle a su padre en mis páginas todo lo que no había podido, o no había querido, o no había sido capaz de decirle en su momento.
P: Ha contado que, con el libro, los dos hermanos se enteraron de cosas que no sabían sobre el otro.
Los dos fueron descubriendo cosas del otro que no conocían porque nunca habían hablado de eso después de los hechos. Fueron tan traumáticos, tan dolorosos, que en la familia hubo una especie de compromiso de no hablar de eso, un pacto de silencio. Y solo con este libro empezaron a salir cosas, a formarse nuevas conversaciones entre ellos sobre esos años.
P: Dice usted que le obsesiona cómo los acontecimientos de la historia y la política marcan vidas.
R: Desde mi primera novela (Los informantes) estoy persiguiendo eso. Y aquí ocurría de una manera tan tangible que me permitía no solo hablar del impacto de la historia y la política, sino de las ideologías. Ver de primera mano cómo eso modificó la vida de unas personas que yo conozco, llegando a la frontera del fanatismo, y cómo sobrevivieron a eso... Cómo se liberaron de esos pesos que afectaron sus vidas, pero que no las destruyeron como sí destruyeron muchas otras.
P: Su compatriota Héctor Abad Faciolince dice que a veces la historia de tu país te toca irremediablemente (en su caso, con el asesinato de su padre) y que cuando menos te toca es porque entonces es que estás viviendo tu vida.
R: Sí, claro, cuanto menos mejor. Pero somos una generación -a Héctor y a mí nos separan 15 años- que ha vivido el medio siglo de guerra de guerrillas, el paramilitarismo, el narcotráfico. Mi Bogotá de adolescencia es la de las bombas y el narcoterrorismo y el Medellín de Héctor también es así. Uno no atraviesa estos momentos históricos políticos inmune, no es posible, de alguna manera te toca la violencia.
R: "Había dedicado tantos años a prepararse para algo que no había tenido lugar". La frase refleja ese recorrido desde la entrega total por la creencia en un mundo mejor al desencanto y a cómo encauzarlo.
R: Hay que imaginar, y tal vez es difícil para nosotros, hasta qué punto identificaban el destino de su vida con el destino de la revolución y les parecía que esas ideas que perseguían por las armas eran dignas de que ellos sacrificaran la vida. Eso fue difícil de escribir y ahí la novela corre muchos riesgos; ahí se juega su suerte porque había que crear eso, que el lector entendiera la inversión moral y emocional que significaba, el momento en que estos muchachos de origen burgués -que hubieran podido tener todas las comodidades- deciden que hay un mundo mejor y que la revolución armada y violenta es la manera de conseguirlo y se lanzan a eso. Ahí hay tantas ambigüedades humanas, tantas contradicciones fascinantes, tantas ideas que sobre el papel son tan bellas y que son tan nocivas y dolorosas cuando las intentas llevar a la práctica que yo creo que la novela, un género que se mueve muy bien en la ambigüedad, es el mejor vehículo para explicar eso.
P: Lo difícil que es desprenderse de los ideales, pese a que el sistema te haya destrozado, lo refleja bien el personaje del inglés David Crook, encarcelado varios años en Pekín.
R: Es un rasgo tan interesante de lo que somos como seres humanos, la capacidad para autoengañarnos, para quedarnos ciegos ante los hechos, las realidades comprobadas, si descubrimos que van en contra de la fantasía que tenemos.
P: A veces "el regalo de la normalidad era mejor que dejarle una fortuna". Cuando Sergio se encuentra con su hijo Raúl, la comparación con lo que ambos han vivido a los 18 años es demoledora.
R: Con 18 años Sergio estaba haciendo el curso militar del Ejército comunista chino y preparándose para la revolución en Colombia; mientras que Raúl es un chico español que está en el colegio y va a visitar a su padre a Barcelona. Un chico tranquilo, con una vida convencional, y hasta -sobre todo comparada con la de su padre- aburrida. Y pensé: esto es el regalo mayor; y creo que Sergio está de acuerdo.
P: ¿Cada uno sobrevive al pasado como puede, no?
R: Hay una diversidad de maneras de lidiar con el pasado que para mí son muy coherentes con la personalidad de los dos hermanos. Marianella siempre hizo grandes esfuerzos por olvidar. Sergio tuvo siempre una relación más ambigua, consciente de que lo que había hecho exigía valor y salía de lugares buenos de su conciencia (como el deseo de un mundo mejor); pero al mismo tiempo es consciente del daño que esos movimientos causaron y también a su propia familia.
P: Es también una historia de familia con preguntas muy dolorosas: "¿En qué momento unos padres creen que la revolución puede educar mejor que ellos?".
R: Creo que es una de las grandes preguntas que atraviesa el libro, la fe que tenía esa generación en la revolución como figura y la convicción de que había una fuerza superior a ellos que sabía más. Y es la razón por la que se atreven a dejar a niños de 14 y 12 años o de 15 y 13 años solos en la China de Mao.
P: Es una familia con una vida extraordinaria, pero cuando habla de esos "dolorosos silencios en la mesa" también cualquiera, con una vida mucho más anodina, puede identificarse.
R: Es verdad. Un esfuerzo que forma parte de la escritura es encontrar en la historia más extraordinaria la comunicación que tiene con todos nosotros, los que no hemos sido don Quijote y Sancho. Esta es una novela sobre unas vidas absolutamente inusuales, pero yo creo que lo que le importa al lector son las relaciones que todos tenemos. Finalmente, es un gran conflicto entre padres e hijos. Una novela sobre las relaciones entre hermanos, sobre el amor -con una gran crisis matrimonial- y que tiene que ver con un gran malestar mucho más complejo. Son personajes cuyas emociones son las nuestras. Mi esperanza es que les hable a los lectores mucho más allá del interés que puedan tener en los conflictos políticos que se cuentan.
P: El título, Volver la vista atrás, es por el poema de Machado Caminante no hay camino...
R: Es un verso sobre el momento en que te das la vuelta y miras de dónde vienes, luego cada uno hará con eso lo que pueda. Esos versos acompañaron a Fausto Cabrera en su exilio. Era una familia que se sentía expulsada de España, que desde el momento en que pisó la República Dominicana, luego Venezuela, luego Colombia... nunca dejó de pensar en el momento en que le fuera permitido volver a España. Miraban hacia atrás constantemente para ver ese sendero.
P: Un momento del libro se sitúa en 2016, cuando Colombia dice no en referendo a los acuerdos de paz. ¿Cómo ve a su país ahora?
R: Con mucho pesimismo. No hay que olvidar que el Gobierno del actual presidente, Iván Duque, llegó al poder sobre la promesa de oponerse a los acuerdos. Fue elegido por una mayoría muy pequeña que nunca sostuvo los acuerdos, en parte por razones legítimas, aunque para mí muy discutibles, y en parte por la inmensa campaña de engaños que hizo la oposición a esos acuerdos. Una campaña de mentiras y distorsiones muy organizada. El presidente llegó sobre ese caballo de batalla y lo que ha hecho es con una mano implementar ciertos aspectos de los acuerdos de paz y con la otra dejar otros de lado, obstaculizarlos con consecuencias nefastas. Y, sobre todo, frustrando las esperanzas de una parte muy grande del país, que veía en los acuerdos de paz después de 50 o 60 años de guerra una manera de cerrar una página muy dolorosa.
P: Una crisis acentuada por la pandemia.
R: La crisis tan profunda en la que está sumido el país para mí es inseparable de eso, de la frustración por el incumplimiento parcial de los acuerdos de paz. También, por la incompetencia del Gobierno para lidiar con la pandemia. Hoy en día somos uno de los diez países en el mundo que cuentan más de 100.000 muertos. 650 personas están muriendo a diario. La desidia tiene al país hundido y también emocionalmente. No solo está tan enfrentado consigo mismo como lo ha estado siempre, sino que además pasa por un momento de, para decirlo con cariño, muy baja autoestima.
P: "La escritura dio orden y propósito a los días caóticos de la cuarentena. Ordenar un pasado ajeno fue la manera más eficaz de lidiar con el desorden de mi presente", escribió usted.
R: Solo tenía 20 páginas cuando me contagié del virus, fui uno de los primeros casos de Colombia y fueron momentos de mucha ansiedad. Cuando me fui recuperando, este libro fue una especie de regalo porque le dio orden, le dio estructura a mis preocupaciones, a mis ansiedades. Me permitió pensar en otra cosa que no fuera el propio cuerpo y organizar la vida pasada de alguien. Era también una manera de neutralizar la profunda preocupación que todos sentíamos por lo que estaba pasando en el mundo. Yo le debo a este libro una especie de salud mental que pude conservar en momentos en que hubiera podido ser difícil hacerlo.
P: Hay gente que dice lo contrario, que no era capaz de escribir nada.
R: Sí, no me sorprende. Pero a mí me cayó encima una soledad muy especial, con una concentración muy intensa; también debido a que después de mi enfermedad me salí un poco del mundo y logré en nueve meses escribir un libro que en otras circunstancias me habría tomado dos años.
P: ¿Y ahora qué?
R: Yo siempre tardo mucho en ponerme a escribir un libro, van dando muchas vueltas antes de que escriba la primera página. Ahora tengo algunos que andan en mi cabeza desde hace cinco, siete o nueve años. Tengo que decidir cuál es el más urgente.
P: ¿Cómo afronta la vida tras la cuarentena? ¿Han vuelto el ruido y las distracciones?
R: Creo que a algunos la cuarentena nos dejó lecciones en términos de depurar la vida, de darnos cuenta de hasta dónde perdíamos el tiempo en cosas que no nos interesan y con gente que realmente no nos interesa. Y creo que la cuarentena adelgazó esas obligaciones y puso las cosas en su sitio. A algunos nos devolvió a lo esencial. Y yo lo que espero es poder conservar eso, seguir siendo dueño de esos espacios de soledad y de silencio, de los amigos de verdad y de las relaciones que más cuentan en contra de la invasión del mundo.
P: Ha vivido muchos años fuera de su país en París o Barcelona… ¿Qué se llevó de su tiempo aquí?
R: Uy, ¡caramba! Las deudas que yo siento que tengo con España son inmensas. Entre ellas, amigos que estarán ahí siempre. Los siete primeros años de mis hijas, que eso forma parte siempre del paisaje emocional de una persona. Y me llevo una relación con mi oficio que realmente nació en Barcelona, allí escribí el primer libro por el que siento orgullo (Los amantes de todos los santos). Mi agente está en Barcelona, mi editora, en Madrid. Muchos de los colegas escritores que más aprecio están en España. Y siento que por razones misteriosas mis libros son bien leídos aquí.
P: ¿En esta Eurocopa entonces va con España?
R: ¡Pero claro! Otra de las cosas que me llevé de aquí fue una relación con la selección española mucho más intensa. La siento como propia. Recuerdo la final de la Eurocopa del 2008 (cuando España se proclamó campeona contra Alemania); la vi en compañía de tres escritores (un irlandés, una inglesa y una italiana). Aquel gol de Fernando Torres... No podían creer que yo gritara tanto por un país que no era el mío (risas).