Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) es uno de los filósofos con más proyección en el panorama nacional. Con su libro La democracia sentimental hizo una revisión sobre la crisis de la democracia sin necesidad de recurrir a enmiendas populistas. Ahora publica "Desde las ruinas del futuro", una reflexión sobre la pandemia y lo que ha supuesto de terremoto no solo para la sociedad occidental, sino para la humanidad en su conjunto.
Con la prudencia que lo caracteriza, Arias Maldonado huye de las tentaciones de acabar con todo y hacer tábula rasa y se muestra más partidario de llegar a pequeños consensos que nos permitan estar más preparados para futuros sucesos como el que hemos vivido. Porque como señala "los virus siempre han formado parte de nuestra vida".
Pregunta: ¿Esta pandemia nos ha quitado los disfraces y nos ha puesto desnudos ante el espejo para ver nuestras debilidades como sociedad?
Respuesta. Es que mientras el virus está en circulación, nos recuerda que somos mortales, como decían los romanos. Estamos expuestos a los accidentes del planeta porque somos terrenales. En función de la reflexión que hagan las personas que han vivido con esta debilidad tendremos unos resultados u otros. A finales de los 70, pensábamos que habíamos erradicado los virus, y luego vino el SIDA. Nos habíamos olvidado de las epidemias y ha llegado esta. El ser humano tiende a olvidar aquello que cuestiona su existencia. No podemos vivir acosados constantemente por nuestra mortalidad y fragilidad. Es una lección que seguramente olvidaremos cuando pase la pandemia, pero nos sirve para reforzar la idea de que tenemos que protegernos y defendernos ante los accidentes terrenales.
P. ¿Las democracias liberales occidentales se han mostrado menos capaces que los países asiáticos para combatir la pandemia?
R. La pandemia es el tercer aldabonazo que sufren las democracias occidentales en el siglo XXI. Primero fue el 11S, luego la crisis financiera de 2008 y ahora la pandemia. Todos estos sucesos nos vienen a recordar que la tesis de Fukuyama de fin de la historia y de prosperidad universal que íbamos a conseguir de forma gradual si seguíamos las pautas de la modernización occidental pues no son tan sencillas. Quizá no sea ni siquiera posible. El impacto que tendrá la pandemia en nuestro sistema está más determinado en cómo salgamos de la crisis posterior. no está resuelta. Si la crisis se salva de forma satisfactoria, volverá el entusiasmo, que la historia no está escrita. En España hemos entrado en un debate que muestra nuestra querencia por el decadentismo, la crisis demográfica, el pago de las pensiones… En Suecia y en Alemania no están hablando de eso. Es cierto que los países asiáticos han negociado mejor la pandemia quizá porque tenían la experiencia del Sars de 2003 y 2005. En Asia no padecen el pesimismo antropológico que tenemos en Europa. Nosotros estamos más cansados y más viejos con una población más avejentada y estamos a la espera de poder cuadrar las cuentas. También es cierto que en España no nos había dado tiempo a recuperarnos de la crisis de 2008 y volver al optimismo. Los historiadores seguramente lo vean como dos sucesos conectados.
P. ¿El problema de Occidente entonces ha sido la falta de experiencia?
R. Viendo lo que está pasando ahora en el resto de Europa, uno tiene la sensación de que las epidemias son imparables en última instancia. Hasta ahora no habíamos sido capaces de detener ninguna epidemia hasta que la enfermedad no encontraba nadie a quien contagiar. Si las vacunas funcionan como se prevé, será la primera vez en la historia de la humanidad que consigamos parar una epidemia con medios farmacológicos. Eso nos produciría también una dosis de optimismo. Pero en Francia, la epidemia de los años 60, se asumía que la gente se moría y ya está. Se atendía solo a quien se podía. Ahora no es así. El parón que hemos vivido en Occidente en ese sentido ha sido bastante dramático. Hemos sacrificado una parte de nuestro bienestar económico a cambio de salvar más vidas. Ha sido una cosa asombrosa.
P. Pese a que las respuestas políticas han estado encaminadas a la contención del daño sanitario, sí se ha planteado el dilema entre salud y economía cada vez que se anunciaban medidas restrictivas
R. Es cierto que al final, todos hemos adoptado la vía sueca en una medida u otra. Al principio se decía “hay que aplanar la curva”, pero eso fue evolucionando. No era solo tratar de evitar que no se colapsasen los hospitales, sino de erradicar el virus, por eso tuvimos el confinamiento tan severo en primavera. Pero el confinamiento conllevaba medidas muy severas que solo eran permisibles por un tiempo, porque provocaba más daños de los que evitaba. Por eso al final, todos hemos evolucionado hacia el modelo sueco que era convivir con el virus. Pero lo que se ve es que no hay un modelo infalible. Y este debate ya estaba hace 100 años con la anterior pandemia, igual que el debate de las máscaras. Esta es una de las enseñanzas que debemos asumir. Nuestra capacidad para luchar contra los virus sigue siendo la misma, a excepción de las vacunas y de las técnicas de rastreo de big data.
P. Esas técnicas de rastreo han funcionado muy bien en Asia y en Europa han generado más rechazo porque se consideraba una intromisión en las libertades individuales. Las sociedades orientales han sobrellevado mejor la pandemia y han demostrado más disciplina a la hora de combatirla. ¿Corre riesgo el liberalismo democrático de parecer ineficaz ante las pandemias y de que volvamos una regresión en libertades para ganar en seguridad?
R. Es cierto que ha habido resistencias al confinamiento y a algunas cuestiones, pero en líneas generales el confinamiento se cumplió de forma modélica. Siempre hay gente que mantiene resistencias que protestan contra lo que consideran un ataque hacia su libertad pero sin llegar a proponer nunca una alternativa viable. Pero la realidad es que en un contexto de epidemia, los libertarios no tienen alternativas.
Desde el punto de vista de las libertades, es cierto que la cultura asiática es menos individualista y más comunitaria y la idea de que el individuo se sacrifica por la comunidad está mucho más arraigada. Esto que tiene una lectura positiva en una pandemia, tiene su lado negativo cuando el emperador Hirohito te dice “tírate con tu avión contra un portaviones”. Aquí ha faltado pedagogía pública. Que los líderes políticos sean coherentes y creíbles.
P. Pero con los líderes políticos hemos sido mucho más exigentes. No perdonábamos que nos dijeran una cosa y luego se desdijeran y sin embargo, cuando hablaba un científico y nos decía “no conocemos al virus y lo estamos investigando” nos parecía normal
R. Es muy difícil porque una pandemia es un aprendizaje colectivo realizado bajo presión porque la gente se muere. Al político hay que pedirle que aplique siempre, en la medida de lo posible, el principio de prudencia. Que en caso de duda opte por la solución más restrictiva y ahí es donde llega el conflicto porque tienes la salud por una parte y la economía por otra. Eso implica que el político creíble comunique esas dudas a la población. Que haya un líder que sea convincente y no parezca arrogante es una gran baza en la comunicación política. Es cierto que le pedimos al político unas certidumbres que no puede tener. Pero el problema está en que el político no está pensando solo en términos de salud pública, sino que tiene presente la imagen que está proyectando y cómo esa percepción va a influir en las siguientes elecciones. Cuando eso se nota, el líder político pierde credibilidad. No siendo España un país en el que los grandes líderes políticos abunden.
P. Habla de argumento deontológico de cuño kantiano sobre que las vidas humanas todas tienen el mismo valor, sin embargo, hemos conocido órdenes políticas como el caso de la Comunidad de Madrid que vetaban el acceso a los hospitales a los ancianos de residencias en los momentos de mayor colapso
R. La situación de las residencias de ancianos ha sido terrible. Ese principio deontológico no ha sido viable. Ancianos que no han podido recibir atención y han estado solos. Y luego situaciones de triaje que no han salido mucho a la luz pública de que no hemos sido capaces de ofrecer respuesta a las necesidades que había, así que por mucho que hayamos intentado regirnos por el principio de que todas las vidas valen lo mismo, luego no hemos tenido recursos materiales para cumplir nuestra palabra.
P. En el libro expone el riesgo como un factor con el que nos hemos olvidado de convivir pero que no podemos erradicar. ¿Qué aprendizaje deberíamos hacer como sociedad para tener los riesgos más presentes?
R. La modernidad es un proceso paradójico. Por un lado hemos tenido éxito para gestionar los riesgos, pero hemos creado nuevos riesgos. Y ahí el cambio climático es un ejemplo evidente. Estos nuevos riesgos están ligados a la idea de progreso y a la consecución de nuevas cotas de bienestar. Por eso la sociedad se maleduca y se olvida de los grandes riesgos. A finales del S. XIX y principios del S. XX comienza el gran proceso de higienización de la primera sociedad industrial. Es un proceso que no ha terminado todavía, porque sigue habiendo territorios sucios en ese sentido, como China. En España hasta hace relativamente poco, la ría de Bilbao, por ejemplo, estaba sucia. Eso se traduce en que incluso en España, la esperanza de vida de la clase trabajadora es bastante menor que la de las clases medias y acomodadas y es un problema no resuelto. Pero también es cierto que olvidamos pronto. Hablamos del siglo XXI como un accidentado, pero hasta el momento no ha tenido nada que ver con el violento siglo XX. Que no solo conoció guerras y genocidios, sino que las epidemias eran más recurrentes. Una persona octogenaria recuerda el alivio que suponía para las familias que sus hijos no se infectasen de polio. Eso es una experiencia que las generaciones posteriores no hemos vivido. Por eso la paradoja de la gestión del riesgo se aprecia muy bien en esta crisis. Cuando se previene un riesgo de forma exitosa, no produce efectos anímicos porque pasa a ser imaginado. Nadie se apunta esa medalla y entendemos que es el funcionamiento exitoso del sistema. En cambio, cuando ese riesgo se materializa, sus efectos se vuelven mucho mayores porque nos falta esa costumbre. Es que somos una sociedad exitosa en el control de sus riesgos, pero eso nos obliga a aceptar, que la perspectiva de riesgo cero no existe y tenemos que trabajar para prevenir esos riesgos asumiendo que algunos se materializaran y sus efectos serán mucho más traumáticos. Es lo que yo denomino la Ilustración Pesimista.
P. ¿Cómo puede conjugar el capitalismo la inversión para minimizar más aún los riesgos, cuando estamos ante eventos poco probables?
R. Es cierto que prevenir en riesgos improbables es muy caro, pero si echamos la vista atrás, vemos que las pandemias y los virus no son tan raros. Invertir en un sistema de salud pública es rentable desde el punto de vista colectivo. Para eso necesitamos que la sociedad entienda que es rentable invertir en recursos contra las pandemias y contra el cambio climático, que ya estamos empezando a ver que es más caro no hacer nada.
P. ¿Cree que la globalización ha fallado al ser una de las mayores posibilitadoras de los efectos de esta pandemia?
R. Todas las pandemias se han aprovechado de la facilidad de los viajeros. La pandemia de la peste negra en el siglo XIV tiene mucho que ver con las rutas de la seda entre oriente e Italia. En el S. XX se da el comienzo de la globalización, entendido como nuestra concepción del mundo como un globo. Una de las tesis sobre el origen de la gripe del 18 y el 19 es que la trajeron unos trabajadores chinos que estaban en Europa circunstancialmente ante la falta de mano de obra por la guerra. La epidemia de los años 60, también se origina en Hong Kong, que era la única ciudad asiática abierta al mundo occidental. Que haya tanto movimiento explica que una enfermedad local se pueda convertir en una enfermedad mundial. Pero a mí no me parece un argumento suficiente como para anular la globalización. También ha permitido que la información fluyera más rápido y que se haya podido atajar mucho antes. Además, no se ha producido una respuesta xenófoba que considerase esta enfermedad como un virus chino. Al revés, ha permeado más el sentimiento de pertenencia común a una humanidad global. Es cierto que hay desigualdades previas que nos hacen más o menos vulnerables y que tienen que ver con el acceso a la sanidad en este caso, pero que nos demuestra que estamos todos igual de indefensos.
P. ¿Hasta qué punto es legítimo que la ciencia y la política prohíban determinadas prácticas culturales solo porque puedan suponer un riesgo alimentario? En occidente nos resulta repulsivo el consumo de algunos animales que se hace de forma habitual en Asia, y sin embargo, nos comemos el cerdo que es un animal tabú para otras culturas.
R. Es complejo de resolver. Pero sí parece que las políticas alimentarias chinas son mejorables. Allí la costumbre ancestral de mercados donde se venden animales vivos para el consumo está arraigada. Tiene que ver con determinadas condiciones materiales, porque si no tienes una nevera, no puedes comprar comida y llevártela para dentro de dos o tres días. Si esta pandemia hubiera tenido su origen con la industria alimentaria y las prácticas de maltrato a los animales y de explotación de recursos, la cuestión hubiera sido diferente.
P. ¿Puede ser una solución la introducción de alimentos sintetizados en laboratorio a partir de células madre?
R. Es un camino importante y el tema del maltrato animal cada vez va a tener más presencia. La noticia de que Dinamarca, un país tan modélico para muchas cosas, sacrificó a 17 millones de visones que estaban enjaulados, nos conmovió. Lo que pasa es que la Humanidad va lenta. Pensemos que hace 60 años se hacían lobotomías a la gente. Hace poco se fumaba en los aviones, en las aulas… La Humanidad se refina de forma lenta y aunque a veces nos gustaría que fuera más rápido no conviene forzarlo porque hay algo orgánico en ese movimiento.
P. El libro concluye con el deseo kantiano de que surja un nuevo agente capaz de hacer frente a desafíos como esta pandemia de forma global o el cambio climático. Esto suena un poco a cuando Sarkozy habló de la necesidad de refundar el capitalismo y luego no pasó nada. ¿Nos pueden los deseos de cambio que luego no somos capaces de ejecutar?
R. Yo soy bastante escéptico. No planteo una enmienda a la totalidad pero puestos a extraer conclusiones en el plano normativo no veo necesario tirar el niño con la bañera ni rechazar toda la Ilustración y lo que nos ha supuesto, como propone Foucalt. Se trata más bien de enmendar el optimismo de la Ilustración, porque ya no estamos en 1750, sino en 2020 y sabemos que hay cosas que han funcionado y otras que no. No es que los primeros ilustrados fueran ingenuos. Sabían que había pestes, terremotos, inundaciones… pero Kant pone en marcha un proceso que él es consciente de que tardará mucho en producir una sociedad ilustrada. Ahora estamos en ella y ya tenemos capacidad para evaluar lo que la sociedad ha dado de sí. Podemos extraer conclusiones y sabemos que la experiencia es más positiva que negativa. Hay dos respuestas negativas. La primera que propone sustituirlo todo por otra cosa, que yo rechazo. La segunda, el postmodernismo, adopta una postura cínica que tampoco me convence. Por eso yo propongo una postura de Ilustración Pesimista. Esta pandemia y el Cambio Climático han generado una conciencia global. No se trata de llegar a un orden armónico global, sino que aceptemos una noción común de humanidad, que tradicionalmente hemos rechazado porque siempre entendíamos que cualquier apelación a lo biológico, nos ponía en la pista de lanzamiento del nazismo, pero no es este caso. Esto debe dar unos rendimientos políticos mínimos: reforzar la organización mundial de la salud, convencernos de empezar a combatir el cambio climático y vigilar la seguridad alimentaria. El problema es la gestión política de las expectativas. El lenguaje político parece a veces que es infantil porque nos habla de las promesas como si el progreso fuera total y parece que si el progreso no es pleno no es progreso. Esto es una concepción inmadura. Y el progreso es ambivalente y gradual. A veces hay marchas atrás. Pero comunicar eso en una democracia electoral ya me dirás cómo lo hacemos.