Leticia G. Domínguez, escritora: "En pareja señalamos actitudes tóxicas que normalizamos en la familia"

  • Hablamos con Leticia G. Domínguez sobre su libro 'Papá nos quiere'

  • Una obra en la que narra el proceso de una mujer a la que las actitudes tóxicas de su familia le han borrado su identidad

  • Gracias a unas redes de apoyo sanas y a la terapia consigue librarse de ese control y encontrar su lugar

Aunque están plagadas de defectos, las familias suelen ser un apoyo incondicional. Pero, ¿qué pasa cuando son lo contrario? ¿Cuando en vez de ser cobijo, son violencia? ¿Cuándo en vez de querer y proteger, son la causa de muchos de nuestros males? Esto es el trasfondo de la novela de Leticia G. Domínguez Papá nos quiere (Caballo de Troya). Una obra en la que la protagonista, ya adulta y guiada por un terapeuta, indaga en su pasado y revive su infancia.

Una búsqueda de una identidad que ha perdido en un entorno familiar asfixiante, en el que se le impone qué es y cómo debe ser una mujer. Sin embargo, gracias a las redes que crea lejos de la familia y a la terapia, consigue liberarse y encontrar su lugar. En Yasss hemos hablado con ella sobre este tipo de familias, el peso que tienen sobre nosotros unos progenitores así, si son generalizados y sobre cómo identificarlos.

La protagonista pierde su identidad por culpa de sus progenitores. ¿Qué peso tiene los padres y las madres sobre nosotros?

Cuando somos pequeños, los padres dan la medida de todas las cosas. Es en el ámbito familiar en el que aprendemos los sentimientos, qué es el amor, qué significa el ser humano, si es alguien en quien confiar o temer, también pueden ser un escudo protector ante los problemas sociales o amplificarlos, y un largo etcétera.

En el caso de la protagonista de tu libro, los problemas se ven amplificados. Algo que ocurre por una educación muy conservadora que les lleva a maltratarla psicológicamente.

El concepto de la familia de sus padres es como una especie de secta en la que hay que ser absolutamente leal. Es decir, hay que pensar como ellos, encarnar sus valores y seguir la misma ideología. En este contexto, la idea de lo que tiene ser mujer es un ser dócil, sumiso, totalmente desconectado de su sexualidad y de su libertad. Ese es el camino que le hacen seguir y para ello utilizan la violencia psicológica. Es verdad que en mi libro muestro una familia conservadora, pero podría haber sido una muy liberal que tuviera una misión pensada para sus hijos de la que no pudieran salir. Creo que esta actitud de imponer un camino es muy transversal en muchas las familias.

¿Está generalizado esto?

No es tan generalizado, pero sí que creo que en otros ámbitos como el de la pareja señalamos ciertas actitudes tóxicas que normalizamos en el familiar. Me refiero a actitudes como el excesivo control, la imposición de ser uno el reflejo del otro, la dominación y un largo etcétera. Todos estos son temas que todavía no hemos abordado en este ámbito.

¿Crees que es normal que los padres sientan que sus hijos son su propiedad?

No sé cuánto ocurre esta situación. Creo que está cambiando mucho en la gente joven. Venimos de generaciones y generaciones en las que esa idea era común. Lo podemos ver en el libro Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Marín Gaite, en el que cuenta cómo toda la vida y el futuro sentimental de las hijas la decidían los padres. Si vamos más atrás, en El sí de las niñas, la idea de amor a la familia está totalmente fusionada con la de lealtad a la familia. Esto demuestra que venimos de una tradición muy larga.

Un sentimiento de pertenencia que es bidireccional. También se da de los hijos a los padres. Algo que le ocurre a la protagonista y que refleja muy bien el título del libro, Papá nos quiere, que se repite una y otra vez.

Efectivamente. Creo que ese deseo de pertenencia, incluso las expectativas de los padres sobre los hijos, es bidireccional. Ella repite todo el rato la frase de ‘papá nos quiere’ porque para sobrevivir tiene que ser aceptada por su familia. Es una niña sin herramientas. Ella se autoengaña así para intentar ser insertada en el grupo familiar. Algo que pasa también en la sociedad, en nuestros trabajos y muchas otras esferas. El problema es cuando esto trae la pérdida de identidad.

¿Cómo podemos identificar esta situación y salir de ahí?

En la novela hago dos propuestas. La primera es que la protagonista busca vínculos más o menos sanos que la ayudan a salir de ahí. Pero esto también tiene la contrapartida de que no sean sanos y no sepamos identificarlos. La otra propuesta es el espacio de la terapia. Lo que está claro es que cuanto más reconozca la sociedad los problemas, más fácil es que uno los vea. Antes sucedía con la pareja: todo el mundo callaba porque tenía que tener un matrimonio ideal, por muy tóxico que fuera. Este cambio se tiene que dar también en la familia.

La protagonista, al narrar lo sucedido desde la adultez, puede ver todos los problemas que le ha acarreado tener una infancia así. ¿Cuáles pueden ser estos?

Me documenté mucho sobre las repercusiones de los traumas infantiles en la adultez. Algo que siento que muchas veces trivializamos. Varios de los libros que leí son de Alice Miller, una psicoterapeuta que tiene dos que me influenciaron bastante. En uno de ellos intercambiaba cartas con los pacientes y en ellos percibí un patrón más o menos común: una autoestima muy destruida que lleva a una incapacidad para enfrentarse a la vida adulta; gente muy infantilizada; que tienen un fuerte deseo de tomar las riendas de sus vidas más allá de sus padres; y una mala relación con el cuerpo. Todos estos problemas están muy vinculados a estos traumas.

En el libro también muestras la importancia de las palabras, qué vocabulario le dejan utilizar. En su educación conservadora hay algunas como sexo, fiesta o alcohol que es normal que no tengan lugar, pero sorprende que no quepa la palabra amor.

Sus padres, aunque no se dice, tienen un patrón narcisista de la personalidad. Quieren absorber la vida de sus hijos y ser el centro, lo que es parte del problema. Por eso no quieren que crezca ni que se vaya de casa. Y por eso no le dejan utilizar la palabra amor. Además, si no tenemos palabras, es más difícil discernir lo que sentimos. Es una forma más de castrar la libertad.