Fue monja de clausura, se arrepintió y reconstruyó una nueva vida con 32 años: "Nunca había visto un ordenador"

  • Conocemos cómo es la realidad de una monja de clausura de la mano de Florencia Luce

  • Esta argentina que abandonó la vida contemplativa con 32 años se reinventó como escritora de la mano de 'El canto de las horas'

  • Una novela en la que ficciona (y a la vez narra "sin mentiras") su experiencia como religiosa desde los 20 hasta los 32 años

Florencia Luce (Buenos Aires, 1961) ya se sabe de memoria cuál va a ser la reacción del que tiene en frente cuando se le ocurre contar que fue monja de clausura. Primero viene la cara de asombro. Luego un "¿por qué?" Y después, casi de golpe, todo lo demás. "¿Te pasó algo para querer entrar en un convento?", le suelen plantear con incredulidad. "¿Cómo fue tu vida ahí dentro?", tienden a preguntarle. Pero si hay algo que genera interés (y bastante morbo) es qué sucedió detrás de esas "rejas" para querer salir de allí. Y esto es algo que no siempre es fácil de responder.

Doce años, desde los 20 hasta los 32, fue el tiempo que esta argentina reconvertida a escritora dedicó a la vida religiosa. Más de 4.300 días que ha tratado de condensar en 'El canto de las horas', una novela en la que ficciona su experiencia personal para contar "sin mentiras" lo crudo, para bien y para mal, de dedicar tu juventud a una fe que a veces es inexistente.

Pregunta: ¿Cuál es la pregunta que más se repite cuando una cuenta que has pasado doce años en un convento de clausura?

Respuesta: En general hay una reacción de incredulidad y asombro. Cuesta mucho a la gente asociar mi persona actual con una monja de clausura. Creo que hay una suerte de mitificación de lo que es ser monja, como si no fuera una persona de carne y hueso, con sentimientos, intereses, debilidades.

P: ¿Por qué crees que genera tanto interés (para algunos quizás hasta morbo) conocer cómo es un convento de clausura desde dentro?

R: Es una vida misteriosa. Al ser tan diferente y cerrada, se la desconoce, y de algún modo se torna secreta. Se ve a las monjas entrar y salir, rezar y cantar, silenciosas y sonrientes, pero luego se cierra la puerta, o la reja, y no se sabe más nada. No hay casi nada de literatura contemporánea al respecto. Hoy en día hay algo de información porque los monasterios tienen videos promocionales con el fin de atraer vocaciones. Pero lo que se muestra es siempre parcial. Lo desconocido desata la curiosidad y la imaginación. 

Creo que hay una suerte de mitificación de lo que es ser monja, como si no fuera una persona de carne y hueso, con sentimientos, intereses, debilidades

P: ¿Qué te animó a convertir tu historia personal en una novela?

R: Mi intención inicial fue más bien como necesidad de pensar qué me había pasado a mí. Reflexionar y buscar respuestas a tantos porqués. Poco a poco fue tomando forma de novela, y en ese punto me pareció que era importante dar a conocer esa vida. Quiero mostrar una historia que normaliza de algún modo a las monjas, que las vuelva humanas. Mi opinión personal es que no es una vida secreta, que no hay nada que esconder.

P: Aunque el libro es tu vida ficcionada, siempre has querido dejar claro que mentiras "no hay ninguna".

R: La historia de 'El canto de las horas' es ficción desde el momento en que hay escenas y personajes creados, y recreados. Desde el momento en que pasa por el tamiz de mi memoria, y punto de vista, no podría presentarlo como histórico ni como autobiográfico. Cuando digo que no miento es porque todo lo que presento tiene un sentimiento auténtico detrás, y porque todo lo que pasa allí podría ocurrir en una u otra casa monástica.

P: ¿Podrías desmontarme tres mentiras en torno a lo que es la vida de una monja contemplativa que te ha tocado escuchar?

R: Que en el monasterio se vive una paz celestial, que las monjas de clausura son pura alegría y que si las monjas están allí es porque tienen vocación.

P: ¿Es más lo que te sumó que el arrepentimiento por el tiempo perdido?

R: Con la mano en el corazón, y con dolor, debo decir que es mayor el arrepentimiento. No por haber entrado, ya que creo que debía hacerlo, pero sí por haberme quedado 12 años. De los 20 años a los 32, es demasiado. Es evidente que soy como soy por esos años vividos allí. Aprendí y crecí en muchos aspectos gracias a esos años, pero no todo lo vivido me marcó en positivo. La vida contemplativa puede ser bellísima, pero está compuesta por personas que están recorriendo un camino espiritual, que no han llegado aún. Pienso que es una vocación para muy pocos.

P: Ahora que tienes el feedback de los lectores, ¿qué es lo que más les indigna de tu historia?

R: Las manifestaciones del voto de obediencia. Los momentos en que se ve injusticia o hipocresía, esos son los que más indignan.

P: “Vos tenés dieciocho, veinte años, y ellos ¿cómo saben que la fe que tenés es muy sólida?”, dijiste hace un tiempo. ¿Te sentiste presionada a la hora de entrar?

R: Presionada no. Pero sí mal aconsejada, mal guiada. Yo era joven e idealista. Me dejaba convencer con facilidad. Admiraba a aquellos que tenían una vida espiritual. Hice lo que me sugirieron, sin cuestionamiento.

El clic (que me hizo dejar el convento) se dio cuando sentí, con muchísima claridad, que estaba empezando a enfermarme. No física, sino emocionalmente

P: Cien mil horas dentro de un monasterio son muchas. ¿Cómo se gestiona desde dentro el arrepentimiento, la incertidumbre, el querer salir corriendo y no poder?

R: ¡No había contado las horas! Cien mil. ¡Qué fuerte! La respuesta a tu pregunta está relatada fielmente en la novela. Hay muchas cosas en la vida monástica que me gustaban. Son aspectos de esa vida que iban muy bien conmigo. Al mismo tiempo se daban cosas que no. Entonces, al igual que en un matrimonio, uno va tratando de balancear lo bueno y lo no tan bueno. ¿Qué va teniendo más peso? Por otro lado, hay dos polos importantes que influyen: uno es la culpa de romper con una promesa hecha ante Dios y la Iglesia, y el otro es el amor por la comunidad monástica. Las monjas pasan a ser tu familia. Ahí entra el afecto. Era muy difícil para mí dar el paso. Es mucho más difícil tomar la decisión de salir que la de entrar. 

P: ¿Cuál fue ese clic en el cerebro que te hizo decir: "hasta aquí, tengo que abandonar la vida religiosa"?

R: El clic se dio cuando sentí, con muchísima claridad, que estaba empezando a enfermarme. No física, sino emocionalmente. Inseguridades afectivas, obsesiones, querer ser tenida en cuenta, competencias. Si bien eran sentimientos típicos, hubo un momento en que vi que todo eso se estaba potenciando en mí y que estaba muy lejos de la vida que yo había profesado. No podía tolerar mis propias contradicciones.

P: Lo que más me interesa de tu historia es, sin duda, el después. ¿Por dónde empieza una a reconstruir una nueva vida con treinta y tres años después de tantísimo tiempo encerrada?

R: Yo empecé por mi familia y mis amigos. Necesitaba reencontrarlos, hablar, contarles y que me cuenten ellos. Todos teníamos otra madurez y habíamos pasado por experiencias muy diferentes. Por supuesto que enseguida tuve que insertarme en el mundo laboral. A partir de ahí todo se fue dando de a poco, no sin dificultad. Pero tenía mucho por conocer y disfrutar. Fue como descubrir un mundo nuevo. Me sentí muy libre y eso me gustó. 

P: ¿Cómo fue ese primer día sin hábitos?

R: Lo pasé con mis hermanos y mis padres. Hablamos sin parar. Lloramos mucho, y nos reímos también. Estaban sorprendidos y muy felices. Me recibieron con brazos abiertos. Gracias a ellos me pude reinsertar sin grandes dificultades.

P: ¿Te sentías una extraña? ¿Era como si el tiempo hubiese estado parado durante doce años?

R: En algunas cosas. Por ejemplo, cuando hablaban de música, o películas y libros, o también de política, en alguna medida. Doce años sin la música que escuchaban mis pares era una sensación rara, tanto para ellos como para mí. Y al mismo tiempo, sí, mi impresión era que el tiempo no había pasado y que yo tenía aún 20 años. Como si el tiempo hubiera pasado para los demás y en el mundo, pero no para mí. En cuanto a la supervivencia, quizás me refería a que debía adaptarme a lo nuevo muy rápidamente, buscar un trabajo a los 32 años, sin estar calificada en nada. Por ejemplo, yo no sabía nada de computación. Nunca había siquiera visto una computadora. Tuve que aprender todo.

P: Ahora Florencia Luce es una escritora de éxito, con una vida que nada tiene que ver con la anterior. ¿A qué te has agarrado para ‘reiniciarte’?

R: Yo diría que lo que más me atrapó y probablemente salvó fue la lectura. Quizás no parezca algo tan importante, pero hay que pensar que durante 12 años no leí ni una novela. Eso fue algo que durante mi vida monástica no lo sentí como falta, pero al salir me resultó una necesidad que se me tornó casi como una adicción. Y creo que a partir de ahí pude “recrearme”. Sentí que la búsqueda espiritual y de conocimientos diversos podía encontrarla en la literatura. Ahí está la historia, la psicología, la filosofía, el amor y el dolor, en fin, todo. Creo que allí se dio mi transición entre la vida monástica y el mundo de afuera de la clausura. En el monasterio maduré, sin duda, y cambié mucho. Me cuesta verme como la misma persona, pero sí, lo soy, aunque con grandes cambios. 

(Cuando salí del convento) mi impresión era que el tiempo no había pasado y que yo tenía aún 20 años. Como si el tiempo hubiera pasado para los demás y en el mundo, pero no para mí

P: En lo personal estás casada, tienes una hija, vives en Estados Unidos. Supongo que también adaptarte a estos cambios fue complicado. 

R: Sí, emigrar no es fácil. Pero sí es más fácil que la vida monástica, al menos para mí. Hay un tema con la contención de la familia y de las amistades que no la tuve en la vida monástica y que ayuda mucho en la adaptación a nuevas o no tan nuevas situaciones. La comunidad monástica es una familia, como mencioné antes, pero es una vida de verticalidad y hay muchas cuestiones personales que solo deben ser habladas con la madre superiora o madre espiritual. Hoy valoro muchísimo la comunicación interpersonal, el poder contar con el otro cuando necesitamos quién nos escuche o dé una mano.

P: En el libro cuentas esa comparación a la que se recurre en la iglesia católica de ‘casarse con Dios’. Incluso dices que has estado casada dos veces. ¿Cómo es enamorarse después de una experiencia tan intensa?

R: Creo que eso me lo dijo alguien a mí. No lo veo tanto como estar casada dos veces. Si fuera así, ¡mi primer esposo era uno que no me contestaba nunca! Lo cierto es que en ese “desposorio” yo sentía que estaba muy enamorada. Pero era un enamoramiento hacia algo que no tenía cara, ni forma, sino que era una proyección, una idea. Y era una idea de perfección absoluta. Es muy difícil de explicarlo, pero no tiene nada que ver con el enamoramiento de una persona.

P: ¿La literatura te ha ayudado a construirte esta nueva identidad?

R: Absolutamente. La literatura es mi tabla de salvación. Las lecturas me enseñan, me ayudan a conocerme a mí misma, a comprender mis actos y los de los demás, y a tener planes hacia el futuro. Reflexionar y poner por escrito las vivencias conflictivas es algo sanador. La escritura de 'El canto de las horas' fue de algún modo un dar vuelta la página de esa etapa, y sin embargo sigo interesada en el tema. Es un tema fascinante y hay mucho por explorar. Hoy sigo escribiendo, sobre otras cosas, pero me cuesta decir “qué bueno esto que escribí”. No, todavía no llegué a eso.

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