A pocas horas de que comenzase el verano, saltó la noticia de que una teleoperadora había fallecido en su lugar de trabajo en Madrid. El puesto físico de trabajo de un teleoperador (ubicados en salas conocidos como 'call center' o centros de llamadas) es un lugar más bien escaso, con el espacio justo para disponer de una pantalla de ordenador, unos auriculares, una libreta y no muchas más cosas. Es un espacio despersonalizado. Como las camas calientes, cuando acaba un turno, otra persona se sienta en la misma silla y trabaja con la misma pantalla de ordenador, el mismo teléfono. En este caso, haciendo llamadas para vender algo: una nueva tarifa energética, un nuevo paquete de televisión, un producto financiero recién salido del horno bancario. Inma estaba inmersa en sus llamadas cuando la muerte la sorprendió en el ‘call center’. Se sintió mal un instante y allí se quedó, sobre la mesa, muerta de un infarto fulminante.
La noticia no fue que muriese Inma, sino que, con el cuerpo apenas protegido para evitar ser visto, el resto de sus compañeros tuvieran que seguir trabajando en la campaña de telemarketing que tenían entre manos. Así estuvieron casi tres horas, hasta que el cuerpo de Inma fue retirado. Al día siguiente, un pequeño altar con unos ramitos de flores, una vela blanca y un par de fotos de la mujer se desplegó sobre la mesa de madera que ella había ocupado. “Hasta siempre, Inma”, escribió alguien que también pintó un corazón en rojo.
El trabajo de los teleoperadores es un trabajo intenso y mal pagado, que requiere habilidades comunicativas y psicológicas muy especiales. La organización no es sencilla, aunque en esencia responde a un modelo estajanovista: hay que llamar a destajo para vender un producto y conseguir que la conversación sea exitosa, algo que se logra pocas veces. En la mayoría de las ocasiones, la gente recibe la llamada con molestia, con desgana, y cuelga. Hay que tener una enorme fortaleza mental para aguantar un desprecio tras otro.
La realidad es que estas campañas intensivas de telemarketing reciben el ominoso nombre de “spam” telefónico. El ‘spam’ es un término inglés que definió hace unos años el envío masivo, mediante programas informáticos, de correos electrónicos no deseados. Lo mismo pasa con las llamadas: no son deseadas, la persona que las recibe no las espera, no las quiere, y se producen a cualquier hora, por la mañana, a la hora de comer, casi al filo de la cena por la noche.
El estrés social provocado por este tipo de ‘spam’ telefónico llevó al gobierno a elaborar una nueva Ley General de Telecomunicación que, en su artículo 66, establece el derecho a "no recibir llamadas no deseadas con fines de comunicación comercial, salvo que exista consentimiento previo del propio usuario para recibir este tipo de comunicaciones comerciales".
En teoría, la nueva normativa, tras un año de adaptación, comenzó a aplicarse el pasado 29 de junio, sólo diez días después de la muerte de Inma en el su centro de llamadas. Si bien es verdad que las llamadas han decrecido, siguen produciéndose al amparo de alguna de las excepciones recogidas por la ley. La entrada en vigor de la norma que nos ha librado en parte de los teleoperadores y la muerte de una trabajadora ante la pantalla del ordenador son los argumentos que se entremezclan en el capítulo de hoy de ‘A ver si me he enterado’, conducido por Miguel Ángel Oliver.
“En realidad, mi puesto de trabajo no es muy diferente al tuyo, a una redacción de periodistas”, dice Wilmer Ruiz en su conversación con NIUS. Son extremadamente amables y molestos, una mezcla de sabores, como dulce y amargo. “Es nuestra tarea, tenemos que conseguir mantener la conversación y para eso desarrollamos todo tipo de tretas y utilizamos eufemismos. Nuestro objetivo es vender”, nos cuenta Wilmer, un trabajador que ha pasado por distintas empresas de telemarketing y que relata que el sueldo de un operador, pese a lo que digan las estadísticas, no es muy superior a los mil, mil doscientos euros. “Una vez llamé para vender una nueva tarifa telefónica y me encontré con que el propietario de la línea acababa de morir. Me cogió su hermano en el tanatorio, mientras lo velaban. Conseguí mantener la conversación casi dos minutos”.
La insistencia de los teleoperadores parece, a la luz de este episodio, despiadada. Sin embargo, penetran en nuestros oídos con una amabilidad impostada, fruto de horas y horas de entrenamiento. Son conscientes de la molestia que ocasionan, pero es su trabajo. A todo ritmo, con llamadas que el sistema encadena una tras otra, durante horas. Así se trabaja en una centralita de llamadas comerciales. Vean y escuchen a Wilmer.