Confesiones de un eminente neurocirujano ante su enfermedad mortal: “Dejemos buenos recuerdos”

Henry Marsh, un reconocido neurocirujano británico, cumple en un mes 73 años pero se mantiene en forma. Confiesa que ya no le importa tanto que otros runners le adelanten (algo trágico para la mayoría de los corredores). No echa de menos su juventud: una edad desaforada, irracional, llena de emociones descontroladas. Cree que ha tenido una buena vida y su único objetivo es seguir disfrutándola hasta que se muera. Y se podría morir pronto.

Hace unos años le diagnosticaron cáncer de próstata. Lo cuenta en su último libro, Al final asuntos de vida o muerte (Salamandra, traducción de Eduardo Hojman). No hay nada peor que un médico convertido en paciente, revela. Antes del diagnóstico, el médico quita importancia a los síntomas: los racionaliza. Después, no hace más que investigar su dolencia y se obsesiona con ella. En un punto determinado, Henry Marsh deja de leer sobre el cáncer y decide vivir la vida: disfruta con su mujer, sus nietas, sus amigos y sus paseos por Oxford.

Marsh no cree en Dios. No cree que esté invitado a ningún “banquete celestial”. Pero sabe que la religión consuela ante la muerte. Y a él le aterra morirse. Se repite a sí mismo aquello de Hume en su lecho mortal: si no sentí temor antes de nacimiento, por qué tenerlo después mi muerte. Pero el argumento no le basta. A lo sumo, cree con Einstein que quizá vivamos en un “bloque temporal” donde pasado, presente y futuro se confundan.

Sus reflexiones sobre la vida y la muerte solo le llevan a una conclusión: lo más preciado que tiene es su familia. Su primer matrimonio fracasó, pero con el segundo ha sido muy feliz. También tiene buenos amigos y el orgullo de 40 años operando cerebros. Cuando echa la vista atrás, sólo puede dar un consejo: “Tenemos el deber de vivir de manera que dejemos buenos recuerdos”.

Es un consuelo: cuando morimos –cree- seguimos existiendo como recuerdos en la memoria de quienes nos sobreviven.

Y concluye: “Con frecuencia pienso que la verdadera felicidad consiste en hacer felices a los demás”.

Se arrepiente por tanto de haber sido poco compasivo o empático con sus pacientes, excesivamente ambicioso en su trabajo y con sus compañeros, e impaciente o descuidado con su familia. Reconoce que la buena vida es más una cuestión de suerte de que éxito. La suerte es haber nacido en una nación, una época y una familia prósperas. El éxito tiene que ver más con esta suerte que con el esfuerzo (“aunque es necesario esforzarse”).

De camino al hospital oncológico –ahora a pie-, Henry Marsh solo siente una profunda compasión por la gente más joven con la que se cruza. Solo desea que tengan la buena vida que él ha tenido.