El reto era mayúsculo. En España Jorge Drexler no había tocado para multitudes. Su formato es intimista. Su música son los detalles, los silencios, las palabras. Menos es más, podría ser su lema vital. Sus canciones están construidas con mimo, con artesanía, con un respeto reverencial a su oficio.
¿Cómo trasladar eso ante miles de almas? Él mismo se lo planteó hace un año cuando le propusieron tocar en el WiZink Center de Madrid. “Están locos”, pensó. ¿Se escuchará bien ese delicado arpegio de guitarra en Salvapantallas? ¿Y esa voz quebrada en Tinta y Tiempo? ¿Cómo mantener callado al WiZink Center durante unos segundos en Silencio?
El antiguo Palacio de los Deportes parecía anoche el Auditorio Nacional. Lo de Drexler fue un homenaje a la música mejor construida. Toda la atención a los detalles. Nada sobraba, nada faltaba. El piano, la percusión, las guitarras, las voces. Todo en su justa medida.
Y por encima la voz de Drexler, aquella voz que es la misma de hace 30 años cuando llegó a España. Él es diferente, fruto de sus contradicciones. Pero por debajo se percibe la fidelidad a sí mismo, a su condición de músico curioso, casi científico.
Esa voz de Drexler, dubitativa y humilde, explicaba anoche cada canción, su historia. Uno descubre entonces el intenso mundo detrás de letras y músicas, las horas de soledad y estudio, y la evidente extrañeza de compartir eso con miles de congéneres. Quizá por eso el uruguayo no se cansó de repartir agradecimientos.
Fueron más de dos horas en que el WiZink fue “un punto ciego de la pena”, como proclama una de sus canciones más vitalistas. Drexler tiene casi 60 años pero parece el mismo joven que lo dejó todo por la música. Fiel a una llamada.
Anoche se arriesgó, ensayó un salto mortal y cayó de pie, pero enseguida se arrodilló ante el público, como un ateo ante un milagro, su propio milagro.