El primer libro de Italo Calvino que abrí fue Las ciudades invisibles. Y aquello fue un descubrimiento, o más bien un deslumbramiento. Eran historias de ciudades imaginarias que Marco Polo le contaba al Gran Kan. Era su libro preferido. “Poesía en prosa”, lo llamaba.
Mi curiosidad saltó hacia los textos más conocidos del escritor y periodista italiano. Eran El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente. Me gustaron menos. No me llegaba su pretendido humor. Pero la sintaxis era atrayente. Se notaba trabajo detrás. Qué más se puede pedir a un escritor.
Se cumplen cien años del nacimiento de Calvino y Siruela lo celebra con el rediseño de su colección. Y publica un inédito en España: He nacido en América, donde se recogen entrevistas con el autor entre 1951 y 1985, año de su muerte.
Al leerlo confirmo mis sospechas. A Calvino le resultaba difícil escribir, pero era su única forma de ordenar el mundo. Tenía una disciplina y moral de trabajo férreas. “Hay que ganarse arduamente el derecho a existir”, insiste. “Ese derecho hay que justificarlo con lo que se da a los demás”. En su caso fue la escritura.
Pero escribir no es igual para todo el mundo. ¿Qué era para Italo Calvino? Se lo preguntan en las entrevistas. Él responde que no sabe hacer otra cosa. La explicación es insuficiente. En otra novela, Palomar, está la clave: un hombre que intenta leer la vida, traducir en palabras lo que ve. Lo hace a duras penas, casi lastimosamente. Su labor se convierte en una “autobiografía infinita e imposible”. Pero no tiene otro remedio. Quiere explicarse la vida.
A Calvino le sucede lo mismo. Su ejemplo es útil para escritores y periodistas. Al menos para quien esto suscribe. La palabra hablada es una cosa “sosa, informe”. Le produce “un asco supremo”. Solo sobre el papel adquiere su sentido. Adquiere “forma, orden y coherencia” tras muchas batallas. Calvino no cree en el "ritmo innato e inmediato" de la narración. La espontaneidad y la ligereza vienen después de incontables tachones. El placer de escribir llega solo con la labor hecha, no en mitad de la faena.
El escritor está preso en su vocación. Es “el idiota de la familia”, como explicó Sartre sobre Flaubert. Se convierte inconscientemente en instrumento o canal de “algo superior” a él. Va dando palos de ciego. “Todo lo que aprendí fue en negativo, por exclusión”, explica Calvino. “Cada vez tengo más dudas, pero la duda es lo único que un escritor puede enseñar”, confiesa en sus últimas entrevistas.
Releeré ahora Las ciudades invisibles con otros ojos. Los de alguien agradecido por el esfuerzo inaudito que se esconde tras esas luminosas páginas.