La biografía de Benjamin Franklin es apabullante. Ha pasado a la historia como uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos, “el primer estadounidense”, pero antes de eso fue un exitoso impresor, filósofo y científico. Inventó el pararrayos, las lentes bifocales, las aletas de buceo, describió la corriente del Golfo y enunció el Principio de Conservación de la Electricidad. Creó la red de correos local y la Sociedad Filosófica Americana, y como diplomático y político dio un impulso definitivo a la independencia de las colonias y la abolición de la esclavitud.
¿Y cómo se explica tan variada, prolífica, innovadora y exitosa vida? El reciente ensayo Ideaflow, why creative businesses win (PenguinRandomHouse), argumenta que Franklin tuvo tanto éxito porque se sometió conscientemente durante toda su vida a un bombardeo continuo de ideas desde los más diferentes ámbitos.
Creó El Junto (derivado del español junta, también conocido como Leather Apron Club), donde durante 40 años reunió periódicamente a personajes de todo tipo de procedencia, conocimientos y condición. No importaba su nivel educativo; importaba si tenían algo que decir, ya fuera sobre cuestiones morales, políticas, científicas o filosóficas. De esta manera Franklin obtuvo nuevas ideas, perfeccionó otras y triunfó en la mayoría de sus empresas.
Esa es la tesis de Ideaflow, escrito por Jeremy Utley y Perry Klebahn, del Instituto de Diseño Hasso Plattner de Stanford. A través del análisis de vidas exitosas y entrevistas a empresarios y psicólogos, los autores llegan a la conclusión de que las primeras ideas sobre cualquier problema suelen ser bastante malas, y que las realmente buenas llegan después de un buen bombardeo de ideas. Por eso lo llaman ideaflow, el flujo de las ideas. El mantra del libro es: “No te preocupes por la calidad de las ideas, sino por su cantidad”.
No podemos conformarnos con lo primero que se nos ocurra. Citan aquí al cofundador de Netflix, Marc Randolph: “Por cada buena idea, hay miles de ideas malas. Y a veces es difícil reconocer la diferencia”. Confiamos demasiado en nuestro instinto. “Somos terribles distinguiendo ideas buenas de las malas”, advierten los autores. “Cuanto más exitoso es el innovador, menos confía en su propia capacidad de decidir a primera vista”.
El problema es que hay mecanismos psicológicos que nos hacen conformarnos enseguida con una solución aparentemente válida, cuando en realidad no hay una sola idea válida o correcta, sino muchas.
Los autores proponen una práctica diaria. Elegir un problema, coger un papel y apuntar en dos minutos todas las ideas que se nos ocurran para solucionar ese problema. Hay que escribir lo primero que nos venga a la cabeza, sin pensar mucho. Ideas serias o ideas disparatadas. Ya vendrá la hora de probarlas. Así entrenamos el músculo mental, dicen. Para ello debemos volver a ser ingenuos y creativos, no cerebrales. Y evitar la autocensura. Eso es Ideaflow: “El número de ideas que alguien o un grupo puede proponer en un tiempo determinado”.
La idea no surge de la nada, no es una página en blanco, explican los autores. “Una idea llega por la colisión de otras dos cosas en tu cabeza”, ya sean pensamientos, sentimientos o experiencias. Pueden ser antitéticas, incluso es mejor. Esa es la base de la creatividad. Y explican: “No es un don, se aprende". “El método gana a las musas”. No es tanto una cuestión de talento o genio.
¿Pero de dónde sacamos inspiración para nuevas ideas? De fuera, de los estímulos (inputs) externos. Por eso Benjamin Franklin hablaba con personas de fuera de su círculo. Quería conocer ideas nuevas para confrontarlas con la suyas. A la larga uno se vuelve más curioso, más observador. Busca nueva gente, nuevas ideas, nuevas lecturas. Evita información redundante. Practica la empatía.
En todo esto hay riesgos y hay reglas.
"Cada problema es un problema de ideas", concluyen los autores. La solución es buscar esas ideas. Como dijo Benjamin Franklin: “Invertir en conocimientos produce siempre los mejores beneficios”.