Carla Lariot nos abre la puerta de su casa en el barrio londinense de Kensington con una sonrisa. Detrás de ella asoma su socio y compañero Luca Sandigliano, con su elegancia italiana y su gran estatura. Le saca dos cabezas. Debe medir metro noventa. Luca lleva unos pantalones cropped que se cortan antes de llegar al tobillo y dejan al descubierto los tobillos sin calcetines con unos zapatos relucientes.
Carla lleva puesta una blusa negra con un collar masai que compró en una tienda de San Lorenzo del Escorial y que se ha convertido en su indumentaria de guerra en recepciones junto con otro collar heredado de su bisabuela cubana. Luce dos tatuajes en el antebrazo. Por la parte exterior se lee “Water is the image of time” (el agua es la imagen del tiempo), una frase del poeta rusoestadounidense Joseph Brodsky inspirada en su vida en Venecia, la ciudad donde ella vivió en dos etapas. En la parte interior se aprecia un dibujo de arte grutesco pompeyano, recuerdo de su infancia en Roma.
Carla tiene treinta y cuatro años y es historiadora de arte. Luca tiene treinta y seis y es arquitecto. Son los fundadores de Lariot Collective, una galería de arte itinerante concebida hace dos años cuando Carla perdió el trabajo por la pandemia como asesora de arte para la colección Cingilli. “Yo siempre había soñado con tener mi propia galería y Luca con tener su propia empresa -explica Carla-. Surgió de forma muy orgánica cuando, en medio de una conversación, los dos decidimos que era el mejor momento para unir fuerzas y crear nuestro negocio”.
En noviembre de 2020 empezaron a buscar artistas en medio de la pandemia. A la mayoría los contactaron a través de Zoom e Instagram. A otros pudieron visitarlos en sus estudios. Como por culpa del confinamiento no podían disponer de un espacio físico donde exponer como una galería clásica, optaron por formar un colectivo de artistas y buscar un sitio distinto para cada exposición. Apostaron también por el modelo ‘pop up’, que consiste en exposiciones cortas, de no más de cuatro días o cinco días, un modelo más sostenible porque les permite concentrar al público y reducir costes.
A la hora de elegir el nombre se decantaron por colectivo en vez de galería porque reflejaba mejor la relación que querían tener con los artistas. “Implica a un grupo de gente con las mismas sinergias y objetivos y una relación con los artistas muy cercana, como una familia”, cuenta Carla. Y eligieron Lariot por su sonoridad y por ser el nombre del tatarabuelo de Carla por línea materna.
El apellido real de Carla es Lozano. Ernest Lariot fue un aventurero y comerciante francés, exportador de vinos de Bordeaux a Cuba a principios del siglo XX, que se marchó a vivir a Cuba y allí tuvo una hija, Berta Lariot, que a los dieciséis años viajaría de vuelta a Barcelona de la mano de Isidro Vilardebó, con quien se acabaría casando y que trabajó en Loewe.
Lariot Collective fue presentado en sociedad en enero de 2021. En apenas un año y ocho meses ya se han hecho un hueco en el hipercompetitivo mercado del arte londinense. En este tiempo han conseguido que artistas emergentes ingleses como Richard Burton expusieran en España y que artistas españoles jóvenes lo hicieran en Reino Unido. Han dado a conocer en Reino Unido la derrota humana y realismo mágico que emanan de las pinturas brutales de José Luis Barquero, o la hipnótica fuerza onírica y cinematográfica que desprenden los óleos del joven cubano Ernesto Crespo (el primer artista que representan globalmente).
Han dado a conocer las pinturas de colores vibrantes y personajes apáticos y solitarios de Andrés Lozano, o las preciosas fotografías humanas e íntimas con cámara analógica de Nacho Rivera, o los sarcásticos trípticos de inspiración religiosa sobre temáticas actuales de Mario Antón que, además, han logrado que se convierta en el primer emergente español en tener una obra permanente en la Art Gallery de Manchester. Pese a la juventud de la galería, ya han participado en cuatro ferias internacionales.
La casa de Luca y Carla es estrecha y alargada, con el techo alto y dos grandes ventanas en ambos extremos por las que entra una claridad generosa por ser Londres. Por todas partes se ven paquetes embalados. “Son obras de nuestros artistas, convivimos con ellas”, cuenta Luca. Apoyado contra la pared, reposa un cuadro con un paisaje japonés y rosado de grandes dimensiones de Santiago Talavera, de quien acaban de hacer una exposición en Londres. El cuadro se llama ‘Profecías de un desorden’ y atrae la atención porque está desvestido.
Se encuentra en un rincón. No es lo primero que se ve en la casa. Claramente no está allí para ser expuesto, para que lo miren. Quedaría destapado en algún momento. Sin embargo, es como si tuviera sentido que esté allí, como si perteneciera a ese lugar. “Nadie debería comprar obras de arte dependiendo del espacio que tenga en casa, solo porque tenga una pared vacía, sino al revés, una vez que el cuadro llegue a casa, entonces adaptar el espacio al cuadro -cuenta Carla-. Las obras de arte tienen una aura, como decía Walter Benjamin, y esa aura te pertenece. Acaban creándose diálogos entre la obra y los muebles y las plantas y esa obra acaba enseñándote cosas nuevas de ti mismo que no sabías y se produce una especie de meditación o introspección”.
Junto al paisaje japonés de Talavera destaca una aparatosa caja de madera recostada contra la columna que levanta un pequeño pórtico interno sobre la puerta de la entrada. “Esta es la primera caja que utilizamos para enviar un lienzo de Londres a Madrid para una exposición”, explica Luca. En la caja todavía se puede leer el número de envío en mayo de 2021: “602751”. Y un misterioso nombre que bien podría ser un error caligráfico: “Clara 52”. Dentro viajó la obra ‘Persistencia de la visión’, del artista inglés Richard Burton.
Era una pintura que representaba el interior de un coche con tonos anaranjados, con una luz fascinante y una textura que sentías que podías tocar, recuerda Luca. La caja estaba hecha a medida. O sea, que ya no la pueden reutilizar para otro cuadro. Para ser más sostenibles y no generar residuos, dejaron de utilizar cajas y ahora aprovechan viajes de empresas de mudanzas ya programados para colocar las obras en camiones y así reducir la huella de carbono.
El cuadro de la “persistencia” de Burton estuvo en la casa durante seis meses, colgado de la pared de la cocina. Hasta que lo vendieron. El momento de desprenderse de él fue duro, recuerda Carla. Aquel cuadro había empezado a formar parte de sus vidas. Su aura se había expandido por la casa. “Como no tenemos espacio físico, las obras están siempre aquí y respiramos lo que transpiran", dice Carla.
"Y cuando se van te invade la nostalgia porque pierdes ese halo -prosigue-, pero estás contenta porque sabes que esa obra va a ir a casa de alguien que la va a disfrutar”. La obra de Burton está en casa de un amigo coleccionista, pero Luca y Carla aún no han ido a verla. La de Antón saben que la encontrarán en la sección de prerrafaelitas del museo de Manchester si alguna vez les aprieta la nostalgia.
Por los estantes blancos del salón, junto a la chimenea, palpitan pequeños lienzos de Burton y Talavera adquiridos por ellos y colocados entre las colecciones de las revistas Elephant, Art Review y Vogue y catálogos de todas las subastas en las que ha participado Carla. Los lienzos se mezclan con la colección completa de poesía de TS Elliot, con la novela “El hombre que amaba a los perros”, de Leonardo Padura, o “London Fields” de Martin Amis.
Se mezclan con una foto de sus padres de 1990, cuando nombraron a su padre director de la Academia de Bellas Artes de Roma. Su padre fue el eminente semiólogo español Jorge Lozano, discípulo y amigo de Umberto Eco y de Paolo Fabbri. En la pared de la cocina, transpira un cuadro de Andrés Lozano donde antes estaba el de Burton. En algún momento lo venderán y tendrán desprenderse de él.
A menudo organizan encuentros privados, aperitivos o cenas en su casa con coleccionistas, gente involucrada en el mundo del arte y amigos íntimos. El momento que todos esperan es cuando, después de cenar y de tomar unas copas, Carla y Luca inician el ritual de desembalar las piezas de arte y retiran cuidadosamente el plástico de burbuja que las protege ante la mirada encendida de los invitados, que los contemplan como niños ante un secreto a punto de ser desvelado.
“Para mí, recibir a gente en casa es algo normal. Siempre me ha interesado el concepto de la casa de los galeristas -explica Carla-. Recuerdo que, cuando empecé en el mundo de las galerías, lo bonito era que, después de la inauguración, el galerista te invitaba a una pequeña recepción y a copas en su domicilio. Me fascinaba poder ver su caos. Sentía como que me daban un trato más personal”.
Carla recuerda cuando a los nueve años los sábados su padre se la llevaba de galerías por Madrid. Solían ir a las galerías de Soledad Lorenzo y Juana de Aizpuru. “[Soledad Lorenzo] era una señora muy elegante con una energía extraordinaria -explica Carla-. Transmitía una pasión fascinante por su proyecto, por sus artistas. Era de las pocas galeristas que bajaba a recibirte, a hablar contigo, era muy cercana".
"Que esa mujer tan fantástica un sábado por la mañana bajara de su oficina para hablar con mi padre y con una niña preadolescente y me dedicara su tiempo, me marcó -añade-. Tenía una energía y sensualidad especiales. Era muy seductora. Tenía la capacidad de atraerte con lo que te contaba y con lo que había en aquel espacio. Y esto es lo que intentamos hacer Luca y yo ahora. Cuando vamos a una feria hablamos con todo el mundo, aunque sea un niño que va con sus padres”.
Soledad Lorenzo y Juana de Aizpuru fueron dos de las grandes galeristas de Madrid y dejaron en Carla grabada una imagen de mujeres fuertes y mujeres de negocios. Sin saberlo, su padre le proporcionó dos referentes, dos faros para el futuro. Otros son Peggy Guggenheim e Iris Clert, que abrieron camino entre las mujeres galeristas el siglo pasado. Carla empezó como becaria precisamente en la Peggy Guggenheim Collection de Venecia en 2011 en un momento en el que, después de terminar la carrera de Historia del Arte, dudaba entre dedicarse a la moda o al arte, y quedó tan deslumbrada por su experiencia en la Guggenheim que se le disiparon todas las dudas.
Su primer trabajo, y el que más le marcó, entre 2012 y 2014, fue con la galerista Sabrina Amrani, que estaba empezando con su galería madrileña y se convirtió en su mentora. Amrani fue la primera galerista en traer a artistas de Oriente Medio a España. En 2015, Carla trabajó en la Biennale de Venecia, dirigida ese año por Okwi Enwezor, como supervisora del proyecto. En los últimos dos años y medio ha ejercido como asesora de arte emergente en la prestigiosa Cingilli Collection.
“Una galerista es una coleccionista, una comerciante, una mecenas, es muchas cosas. Siempre me fascinó esa figura -explica- Una galerista es una directora de orquesta que tiene que ser psicóloga y madre a la vez. Para tratar con artistas tienes que ser muy empática, estar pendiente de ellos y protegerlos. No subir los precios absurdamente cuando empiezan a ser cotizados porque es muy fácil crear una burbuja especulativa. Deben sentir que realmente confías en ellos”.
Carla creció rodeada de artistas. Su abuela fue la artista catalana Montserrat Vilardebó, la hija de Berta Lariot e Isidro Vilardebó. Recuerda que pasaba mucho tiempo en su estudio de Mirasierra, en Madrid, y que desde el estudio se veía el fondo de una piscina. “Me dejaba que formara parte de su rutina, me dejaba verla trabajar -dice-. Era una mujer muy rompedora para su época, durante el franquismo. Llevaba vaqueros cuando nadie los llevaba, lucía bikinis cuando nadie se los ponía. Rompió muchos moldes. Expuso en Nueva York, Moscú, Milán. Fue muy avanzada a su época, una visionaria”.
A los dos años Carla se paseaba por el patio y el jardín de San Pietro in Montorio donde estaban los artistas españoles becados por la Academia española de Bellas Artes en Roma. Su padre fue el director entre 1990 y 1996. Carla residió en aquel edificio del siglo XIX de los dos a los ocho años. Convivía con los pintores, escultores, grabadores, cineastas, músicos e historiadores del arte becados. Recuerda de forma especial al pintor Rogelio López Cuenca (premio Nacional de Artes Plásticas 2022) con el que siempre jugaba y el día de su fiesta de despedida él se rompió el dedo meñique jugando con ella.
Carla y Luca hablan entre ellos en italiano. Luca tiene un acento neutro porque vivió en Liguria, Florencia y Roma, explica Carla. A Carla se le ha borrado el acento romano que tenía de pequeña y le ha quedado el del norte de Italia después de sus días venecianos. Luca dice que ella pronuncia la doble ese y la doble erre con un sutil deje español.
Luca Sandigliano nació y creció en un pueblo costero de Liguria que se llama Albenga, muy cerca de San Remo, en el seno de una familia de agricultores. Uno de los primeros recuerdos de infancia que guarda fue presenciar la construcción de la casa familiar desde cero, hecho que le permitió seguir todo el proceso y técnicas de construcción.
Estudió arquitectura en la Universidad de Génova. Luego se trasladó a Florencia, donde trabajó dos años para la firma Archea Associati, dirigida por Marco Casamonti. Su padre, Roberto Casamonti, tenía una galería, la Galleria Tornabuoni, que estaba en la puerta de al lado del estudio de arquitectura y Luca se pasaba los fines de semana contemplando los Picasso, Fontana y otras obras expuestas. Allí aprendió la conexión entre arquitectura y arte.
De ahí pasó a Roma, donde trabajó para una compañía que estaba construyendo el metro de Doha, y de Roma a Londres, donde trabajó para Foster y ahora lo hace para Mace. Fue en Londres donde Luca y Carla se conocieron cuando él estaba en Foster y ella en Cingilli. Se conocieron en febrero de 2020, aunque al verlos interactuar parece como si se conocieran de toda la vida. “Nos complementamos perfectamente -explica Carla-. Luca me ha sacado del concepto clásico de galería, tiene un gran ojo para el diseño, para los negocios y para buscar ideas alternativas”. Lariot Collective solo se puede entender con los dos.
Luca está creando una nueva línea dentro del colectivo que une arquitectura, arte y diseño mediante colaboraciones con artistas para crear muebles de diseño con un propósito puramente artístico. Luca es de los que cree que la arquitectura es un arte “porque necesita crear una emoción cuando estás dentro de un espacio con los colores y las formas" y que es "una actividad creativa con una parte técnica muy importante”. La nueva línea serían diseños únicos porque, dice, “si hay una producción masiva, ya no puede ser arte”. Su primera creación será una mesa de café junto con el artista italiano Giacomo Bevanati.
Carla y Luca se mueven por el interior de la casa con cautela por la presencia de todos estos paquetes y lienzos recostados contra las paredes y que forman parte de su intimidad. Luca agarra una silla de plástico, la coloca bajo el pequeño pórtico interior y se sube. Se pone de puntillas con sus relucientes zapatos sin calcetines, estira el brazo hacia el fondo y empieza a sacar embalajes que entrega cuidadosamente a Carla, que los espera desde abajo. Le entrega tres paquetes. El tercero es un poco más grande que los demás.
Ella los transporta hasta el sofá que hay junto al enorme ventanal por donde se pueden ver las copas frondosas de los árboles de la calle por la parte superior. E inicia el ritual de desembalar los paquetes. De repente todo se queda en silencio, un silencio solamente rasgado por el sonido de la cinta adhesiva arrancada con lentitud y delicadeza. Poco a poco va quitando las distintas capas de plástico de burbujas que cubren el primer embalaje hasta que queda al descubierto un lienzo negro con una gran bola de fuego en una esquina.