Desde la terraza se pueden ver los cochambrosos y oxidados tejados de amianto y metal de los talleres ya silenciados a esta hora de la tarde, la parte trasera de las casas de enfrente y del pub de la esquina y las ventanas de las buhardillas de Greyhound Lane. El sol empieza a caer en Streatham, en el sur de Londres. La música expelida por un radiocasete vuela por la escalera de incendios que baja del piso de arriba y llega hasta la calle. Suena un tango de Amador Gómez.
Elsa y Nat han empezado a bailar por el reducido espacio de esta terraza que no debe medir más de nueve o diez metros cuadrados. Una profesora de tango de Elsa le dijo en una ocasión que tres metros cuadrados deberían ser suficientes para bailar un tango. Elsa es profesora de baile y enseña danzas folclóricas españolas, desde la jota aragonesa y el flamenco a la danza andaluza y la mallorquina. También dirige una compañía de bailes españoles. Se llaman The Iberian Folk Dance. La integran trece mujeres y un hombre. Solo hay una española. La bailarina más joven tiene cincuenta y ocho años.
Elsa tiene ochenta y cinco años y Nat, su marido, ochenta y tres. Se conocieron hace más de sesenta años en Sudáfrica, donde nacieron. Ella tiene cinco hijos, doce nietos y cinco biznietos. Él tiene un hijo y un nieto. Pero no tienen descendencia en común. Su historia es como un tango, triste y y poética a la vez. “El tango argentino está muy cerca de la tristeza, es una música profunda”, dice Elsa. Le gusta Streatham porque la gente de diferentes etnias está mezclada. Elsa prefiere hablar de etnias, no de razas. Dice que hay una sola raza y distintas etnias.
Elsa Pérez (Strydom era su apellido de soltera) es “coloreada” (“coloured”, según se llama despectivamente a las personas blancas o negras mezcladas con asiáticos y otras razas en Sudáfrica para diferenciarlas de los blancos europeos y los negros africanos). “Es horrible que nos llamen coloreados, yo prefiero decir afro-euroasiáticos”, dice.
“Los blancos nos menospreciaban porque creían que éramos inferiores y los negros nos llamaban bastardos porque no teníamos nuestra propia cultura ni lengua —cuenta Elsa—. Pero lo curioso es que los coloreados creían que eran mejores que los negros porque eran casi blancos, y mi madre era bastante así. Los negros vivían en guetos, pero al menos sabían de dónde procedían, tenían su propia lengua, sus canciones, sus danzas populares, su historia. Nosotros no. Y era difícil encontrar tu identidad”.
Elsa es descendiente de esclavos malasios por parte de madre. Los holandeses sudafricanos se traían los esclavos de India, Indonesia y Malasia a través de la Dutch East India Company. Les daban el apellido del mes en que llegaban a Sudáfrica. El apellido de su madre era Setiembre. Su abuela siempre se avergonzó de ser hija de esclavos y renegó de sus orígenes. Se burlaba del pelo afro de Elsa y su madre se lo peinaba para disimularlo. Nat también es “coloreado” y de joven tenía el pelo rizado. Elsa no aceptó su cabello hasta la adolescencia. Por parte de su padre, su bisabuelo era holandés y se casó con una mujer africana de la etnia xhosa, como Mandela.
Elsa nació en el suburbio de Woodstock, al oeste de Ciudad del Cabo, pero a los dos años su familia se trasladó al barrio de Rosebank. Era un barrio de blancos con la única excepción de North Road, donde vivían indios, musulmanes y “coloreados”. Allá en los años cuarenta, antes del Apartheid, ya había segregación racial. En la esquina había un zapatero indio bien educado y, al lado, un musulmán que tenía una empresa de camiones y, más allá, el frutero que les alquilaba la casa.
En la terraza de Streatham, mientras baila este tango con Nat, le viene a la cabeza el peso de su hermanito entre sus brazos. Es el primer recuerdo que tiene de su vida, cuando a los dos años de edad nació su hermano y sus padres dejaron que lo sujetara en el sofá de casa. “Fue un honor para mí, una muestra total de confianza”, recuerda. A los seis años visitaron la granja de Oudtshoorn que su familia paterna había heredado de su bisabuelo holandés. Era una granja de avestruces y un primo asustó a los más pequeños con historias de avestruces que atacaban a personas. Recuerda que corrió para cruzar la granja y no ser acometida por aquellas impetuosas aves de dos metros.
Eran una familia muy unida y creativa. Su padre era director de una escuela musulmana, aunque él no era musulmán, era más bien ateo, pero en la escuela necesitaban a alguien capacitado para ser director. Cantaba maravillosamente canciones populares como la cantata ‘Hiawatha’ de Coleridge-Taylor. Le gustaba escuchar música clásica y todos los jueves se la llevaba al City Hall de Ciudad del Cabo para ver conciertos. Iban los dos solos. Su padre era una persona muy culta. Solía jugar al críquet. “Era muy amable, nunca nos puso la mano encima, siempre conversaba con nosotros”, recuerda Elsa.
Su madre era modista. Al principio trabajaba en casa y ofrecía los vestidos a los vecinos. Cuando los tres hijos empezaron a ir a escuela, entró a trabajar en una fábrica para cortar telas. Rápidamente fue ascendida a diseñadora de moda porque tenía un don para cortarlas sin patrones y hacía que los dueños ahorraran dinero. Tocaba el piano de oídas y podía cambiar el tono si se lo pedían. “Nos entretenía con canciones —dice—. Me acuerdo de una pieza de música sobre el Titanic que empezaba con un baile tranquilo y luego chocaba contra el iceberg y los pasajeros se ahogaban, a nosotros nos encantaba y nos hacía llorar. Nunca supimos si se la había inventado o no”.
Elsa creció con la música del piano de su madre y la voz de su padre entonando canciones populares. Aquellas canciones llenaban el salón de la casa y Elsa tenía el impulso irrefrenable de bailarlas. Recuerda que a los tres años era muy tímida y bailaba a escondidas en la cocina cuando creía que nadie la veía. Pero poco a poco fue perdiendo la timidez y bailar se convirtió en algo normal en casa.
Fue educada en una escuela para niños “coloreados” y atendía la Iglesia Nueva Apostólica. Pero a los trece años perdió la fe cuando un sacerdote pidió a todos los niños de la clase de confirmación que cerraran los ojos. Ella desconfió, los abrió y descubrió al cura guiñando el ojo a otro de los niños.
En Sudáfrica, en los años cuarenta, los negros y los “coloreados” cobraban menos que los blancos desempeñando el mismo trabajo. A lo máximo que podía aspirar un “coloreado” era a ser enfermero o maestro. Muchos se marchaban en busca de oportunidades. Pese a que su padre era director de escuela y su madre modista, eran una familia humilde. En la escuela daban clases de danza irlandesa y escocesa. Como no podían pagarlas, su hermana y ella acudían como público, memorizaban los pasos y corrían a casa, donde tarareaban las melodías que acababan de escuchar a su madre, que enseguida las tocaba con el piano y las dos niñas bailaban toda la tarde. Así una semana tras otra, robando pasos de baile. Y lo mismo con las danzas españolas.
A los diez años su prima Sybil le enseñó por primera vez danza andaluza y se enamoró. Elsa le pidió a su madre que le tocara esa música para poder bailarla. Cada vez que Sybil la visitaba, bailaban esa danza. Y siguen haciéndolo, aunque ella ya tiene noventa y seis años y no puede andar. Elsa baila y Sybil mueve los brazos.
La primera vez que bailó en público fue en la iglesia, cuando Sybil y ella representaron aquellas danzas robadas. La segunda fue a los diecisiete años en el City Hall, en una versión del ‘Hiawata’ de un coro escolar de “coloreados”. Elsa creó dos coreografías. Su madre diseñó los vestidos. A los dieciocho, integró un grupo de danza española e india también de “coloreados”.
Nat y Elsa se deslizan por el reducido espacio de la terraza, o del patio, como lo llaman ellos. Las espaldas rectas, las cabezas como escuchándose, las manos entrelazadas y levantadas, los codos arriba. Suena ahora ‘Comedia de amor’. Cuántas veces habrán bailado este tango. En una ocasión, en el aeropuerto de Ercan, en la parte turca de Chipre, se detuvieron embelesados ante un violinista y un cellista que amenizaban las horas muertas de los viajeros. De repente, empezaron a tocar esta canción y Nat y Elsa se pusieron a bailar como si estuvieran en la terraza o en el patio de su casa.
Elsa y Nat se conocieron cuando ella tenía veintitrés años y él veintiuno y fue a su casa de Elsa a visitar a una prima suya. Desde entonces se convirtieron en amigos. Era 1958. Elsa era una apasionada del flamenco y cuando se enteraron que Antonio el Bailarín estaba en Ciudad del Cabo y actuaba en el cine Alhambra, quisieron ir a verlo. Como solo permitían la entrada de blancos, un amigo que era proyeccionista en el cine les coló y pudieron disfrutar del espectáculo desde un hueco de la sala de proyecciones.
Una vez su madre los escuchó hablar en la puerta y le preguntó que por qué no salía con él. Pero Elsa ya había empezado a salir con Keith, un joven de origen indio celoso y violento. “Era muy malo conmigo, era bipolar y era como vivir con un volcán. Además, era mitad indio y a mi madre no le gustaba porque no era suficientemente blanco”, confiesa. Ella estudiaba italiano y francés y él le decía que por qué estudiaba, que parecía tonta. “Me despreciaba, pero yo lo amaba”, dice.
A los veintisiete años, Elsa decidió librarse de su novio y se marchó a vivir a Londres con Jean, que era su amiga y también la hermana de Keith. Pero se siguieron escribiendo cartas y un día, nueve meses después, Keith se presentó en Londres y le pidió que se casara con él. Ella aceptó. Tuvieron tres hijos y adoptaron dos más de una hermana de él que había fallecido. Nat también se marchó a Londres porque estaba enamorado de Jean, y se casó con ella.
Los malos tratos fueron a más. “Keith bebía mucho y fumaba hierba, se ponía furioso y rompía todo y me decía como me dejes, te mato” cuenta. Elsa era la que traía el dinero a casa. Trabajaba en una escuela de primaria como profesora de música. En la escuela era feliz. A los niños de tres años les enseñaba a tocar maracas, xilófonos, percusiones y guitarras, y a los mayores les construía historias para que crearan canciones. Les mostraba una foto y les pedía que la describieran tocando los instrumentos, o les pedía que imaginaran un tren que se acercaba a lo lejos, que pasaba de largo y se alejaba. Y creaban coreografías.
Keith no tenía trabajo. De tanto en tanto conseguía alguno, pero lo perdía enseguida. Le gustaba escribir poesía, pero el diablo estaba dentro de él, como dice Elsa. La amenazaba. “Los niños se fueron distanciando de él porque era muy abusivo verbalmente y a menudo rompía cosas”, dice. Entonces no había centros de acogida para mujeres maltratadas y sus hijos y la policía no imponía órdenes de alejamiento a los maridos. “En cierto modo, me daba pena. Él tuvo un padre violento. No le fueron bien las cosas. Era muy celoso. Me decía soy mucho más inteligente que tú. Yo debería ser el profesor, no tú. Pero no trabajaba. Se pasaba todo el día en casa”, confiesa.
También la maltrataba físicamente. Una tarde, al regresar a casa después de trabajar todo el día en la escuela, se encontró con los niños solos y sin nada para cenar. Bajó a la calle a comprar algo para comer y al regresar vio que Keith se acercaba por la acera con unos vinilos bajo el brazo, borracho y fumado porque se juntaba con unos amigos hippies y fumaba con ellos todos los días. Elsa estaba molesta y le recriminó no haber dado de cenar a los niños. En ese momento él comenzó a atacarla. No era la primera vez. Ella dijo que basta, que se había acabado, que iba a llamar a la policía y se marchaba de casa.
Se alejó por la acera a buscar una cabina porque en casa no había teléfono. En el portal había dos botellas de vidrio de leche vacías para ser recogidas al día siguiente. Y le lanzó una botella que se le rompió en el pie y le cortó el tendón. Era invierno y de noche. Elsa llamó a la primera puerta sangrando y les rogó que la dejaran llamar a un taxi. Cuando llegó el taxi, vio a sus cinco hijos que llegaban corriendo y se subieron al asiento de atrás. Keith había vuelto a casa, se había metido en la cama y se había quedado inmóvil en posición fetal, como hacía siempre que tenía problemas. Podía pasarse horas así.
En el hospital la sentaron en una silla de ruedas y le dijeron que la operarían esa misma noche. Ella solo pensaba que los niños no habían cenado. Les decía a las enfermeras qué pasa con mis niños, tienen que comer. Una de ellas la tranquilizó y le dijo que se encargaría de llevarlos a casa y cerciorarse que estaban seguros. La enfermera se los llevó a casa. Su marido seguía paralizado en la cama. Les dio de cenar y, cuando se acostaron, se marchó. Elsa se recuperó y pudo seguir bailando. Pensó que ya no podría volver a hacerlo. “A partir de ese momento decidí que me mantendría callada y tranquila a su lado hasta que los niños fueran mayores de edad”. Pasaron once largos años. “Fue como una prisión, pero la escuela me salvó. Allí era otra persona. Me olvidaba de todo y disfrutaba de mi trabajo”, dice.
Cuando el último de sus cinco hijos cumplió los dieciocho años, dejó a Keith. Él no se opuso. Lo dejó a los cuarenta y nueve años, a punto de cumplir los cincuenta. Se marchó a casa de una amiga de la Escuela de Samba. Se liberó. Empezó a salir y volvió a bailar. Volvió a vivir. Un día su sobrino la vio por la calle y le dijo que parecía otra persona, que su boca ahora miraba hacia arriba y se la veía feliz. “Había dejado de sentirme miserable”, dice. “Aprender a vivir con ese hombre me hizo más fuerte y me enseñó a cuidar de mi misma. Enterré mi talento durante veinticinco años y a los cincuenta volvió a florecer”.
Siguió enseñando a niños en la escuela hasta los sesenta años. Incluso llegó a tener una orquesta de primaria con cien alumnos y participaron en competiciones regionales. Dio clases de ‘steel band’, que es una orquesta caribeña de tambores metálicos. También de samba y en el carnaval de Notting Hill acompañaban los camiones con las comparsas. Se pasó los siguientes diez años aprendiendo danzas cubanas. A los sesenta se incorporó al grupo de danzas españolas The Iberian Folk Dance, aprendió todas las danzas regionales y ahora es su directora.
“El baile español que me gusta más es la jota aragonesa —confiesa—, y también la danza mallorquina, aunque ésta es más suave. La jota expresa alegría. Me gusta la posición de los brazos hacia arriba como los cuernos de un toro. Es un reto, tiene muchos pasos distintos. Me gustan los saltos. Es como ser parte de la tierra. En la tradición de la danza popular, cuando saltas sobre la tierra, le estás diciendo que despierte. Tiene mucho que ver con nuestros ancestros cuando cazaban”. A los sesenta y siete, empezó a dar clases de danzas españolas y aún sigue impartiéndolas.
Al año de dejar a Keith, empezó a salir con Nat, que también se había separado, y se casaron. Aunque nunca le contó ni a él ni a nadie qué pasaba en su casa, Nat lo intuía. Keith murió el año pasado. Elsa y un hijo suyo se encargaron de cuidarle cuando enfermó. “Es una historia muy común. Conozco a mucha gente que lo ha hecho”, dice. Acudía al hospital a lavarlo y a cuidarlo y, como él no tenía dinero, tuvo que pagarle el entierro. “Lo hice mejor la segunda vez, con Nat, porque tenemos los mismos gustos, nos gusta bailar y bailamos juntos”.
Nat Pérez es hijo de un acróbata de circo y artesano. No sabe de dónde proviene su apellido español porque su bisabuelo desapareció de repente dejando a tres niños en un orfanato a finales del siglo XIX. Tampoco se sabe cómo había llegado a Sudáfrica ni de dónde procedía. Nat también fue maestro de escuela y llegó a ser director, como el padre de Elsa. Empezaron a bailar juntos en Londres, primero soca y calipso y después samba y tango, y se convirtieron en pareja de baile porque se compenetraban perfectamente. Ahora, bajo el lento atardecer de Streatham, bailan este tango como si fuera la primera vez. Es él quien lleva a Elsa. Y ella se deja llevar con los ojos cerrados.
Hace dos años, a los ochenta y tres, a Elsa le propusieron hacer un intercambio en Sudáfrica para que enseñara samba a los khoisan y éstos le enseñaran el riel, que está considerada la danza más antigua de Sudáfrica y del mundo. Ya la bailaban en el desierto del Kalahari y las montañas de Cederberg hace treinta mil años. Nat la acompañó en el viaje. Para él también era una vuelta a los orígenes. Volaron a Ciudad del Cabo y de allí en autocar a Clanwilliam, que estaba a más de doscientos kilómetros.
Clanwilliam era una pequeña ciudad de apenas siete mil habitantes. Por las calles, tiendas y restaurantes no había africanos ni “coloreados”. Solo había blancos. Le sorprendió que, tanto tiempo después del Apartheid, siguiera existiendo la segregación racial. Se sintieron como cuando de jóvenes vieron a escondidas a Antonio el Bailarín en el cine de blancos.
Los khoisan también eran “coloreados”. La etnia de los san se había mezclado, primero, con otra etnia procedente del norte, los khoi, y, más adelante, con blancos y esclavos asiáticos. Ahoras los khoisan estaban dispersos por poblados alrededor de Clanwilliam, entre las extensas montañas y desiertos de la zona. Nat y Elsa viajaron en jeep a Bushmen Kloof, donde estaban las pinturas y grabados rupestres de los san en rocas gigantes. Escenificaban danzas de curación, alegres bailes en círculos. Las figuras eran alargadas y los dibujos de los animales eran muy realistas.
En sus danzas conservan movimientos y pasos de los primeros pobladores de hace decenas de miles de años como danzar en círculos o el cortejo de hombres y mujeres. El hombre lanza un sombrero en el suelo y, si la mujer lo recoge y se lo pone en la cabeza, significa que lo acepta como novio. En los tiempos ancestrales el hombre lanzaba una flecha hacia donde estaba la mujer que le gustaba y si ella la arrancaba del suelo, significaba que lo aceptaba. “El movimiento pies es más rápido ahora entre las nuevas generaciones”, dice.
Los bailarines de riel describen con sus movimientos lo que hacían sus antepasados. Imitan a los cazadores y los animales que cazaban, a las mujeres arrodilladas limpiando la ropa, o los rituales para invocar a la lluvia porque aquella era una región muy seca. “La música popular proviene de la gente. Puedes saber mucho de una sociedad a través de sus danzas populares”, dice.
Cuenta que nunca hubo una danza de los “coloreados” en Sudáfrica. De pequeña, en North Road, bailaban danzas europeas como la irlandesa, la escocesa, la inglesa y la española. El baile de los “coloreados” era un poco de todas partes. No fue hasta que descubrió a los khoisan danzando riel, levantando la arena con los pies, que supo que aquella era su danza. Elsa puede estar horas sin beber en el carnaval de Notting Hill, como los san. “Sentí que debía descender de ellos”, dice. Por casualidad, a los ochenta y tres años, en las montañas de Cederberg, encontró sus raíces.