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Girona, con las erres de los hermanos Roca

  • Girona tiene sabor, uno ligado a los hermanos Roca y la excelencia gastronómica que buscan en sus establecimientos

  • Más allá de El Celler de Can Roca, los hermanos cuentan, entre otros, con Vii, Tapes i Platillos, Esperit Roca o Normal

  • En cada uno la propuesta gastronómica es diferente, pero siempe con el toque Roca que les caracteriza

Para mí Girona tiene tres erres, las de los Roca, las que llevan consigo Joan, Pitu y Jordi. No ha habido ni una vez que haya estado en esa ciudad en los últimos 16 años en que no haya ido a buscar su cobijo, su hospitalidad y su abrazo. Así fuimos forjando la confianza, el apego y el afecto hasta llevarlo a la patria de la amistad. En ellos, desde su generación anterior (también en la posterior) se producen los milagros de la concordia y de la excelencia. Son únicos. Esta ciudad les debe el haber colocado su estrella en el firmamento, en el olimpo de los dioses. Desde Girona para el mundo.

Es casi la hora de comer y es sábado cuando abandonamos la estación del tren para dejar el equipaje en el hotel y encaminarnos hacia Vii, Tapes i Platillos, el nuevo local de los Roca en la Plaça del Ví, un local sin más pretensiones que la de recuperar el espíritu de un bar de tapas de toda la vida, como aquel que alumbró a Can Roca en su día y dio vida a al barrio de Taialá. Nos recibe a sonrisa abierta, Audrey Doré, la sumiller del Celler que ahora tiene bajo su responsabilidad la tarea de orquestar el servicio aquí. Sobre nuestra mesa fueron pasando las diferentes propuestas: unas deliciosas tortillitas de camarones, dignas de la mejor freiduría del sur; unas croquetas de cecina y jamón sabrosísimas; una cocas de una impresionante ortodoxia; una ensalada de espinacas extraordinariamente aderezada; y una culmimanción de diploma: los canelones de Can Roca, la memoria de los orígenes “ese remoto ayer que titila por los márgenes de los recuerdos”, que decía Paul Auster.

Para beber nos ponemos en manos de Audrey que nos despacha un Finca Olivardots 2023, un coupage de garnachas blancas y rosadas, macabeo y cariñena blanca, procedentes de viñedos viejos, octogenarios, criado en ánforas de barro durante 4 meses. Untuoso, fresco, con sabores de frutas blancas y toques cítricos. Redondo. 

El tinto es un vino muy expresivo: Dido, La Universal 2022; garnacha, syrah, cariñena, cabernet sauvignon y merlot. Todo el carácter granítico del Montsant. Un best seller de la zona, obra de Sara Pérez y René Barbier.

Tres vivas para Audrey mientras damos cuenta del tatín de manzana y de una tarta de café.

Esperit Roca, escribiendo en el pasado sobre el futuro

Girona sorprende. Su casco histórico es uno de los mejores recintos medievales de Cataluña. Toca pasearlo bajo esta luz atenuada del atardecer de finales de noviembre. Es esta una ciudad de sosiegos, sin bandadas de turistas, tiene un ritmo pausado en el que las prisas no tienen cabida. 

Paseamos por sus calles estrechas y empedradas, por sus zona monumental con aires afrancesados. De hecho, si mal no lo recuerdo, aquí se rodó parte de la película 'El Perfume' (Tom Tykwer, 2006), simulando ser el Grasse del perfumista Grenouille en el siglo XVIII.

Llegamos a la catedral en donde se dan un compendio de estilos, me enamora su retablo de orfebrería gótica: “El retablo gótico brillaba como una brasa ardiente bajo el baldaquino de plata”, escribió el poeta local, Narcís Comadira.

Vecina a la catedral, la Basílica de Sant Feliu que alberga el sepulcro del patrón de la ciudad, Sant Narcís, el santo milagrero que logró ahuyentar a los ejércitos franceses invocando a sus moscas. 

Girona, es una ciudad inquieta con palpable actividad cultural.

Empieza a oscurecer, la luz se va, es un momento prodigioso éste de las noches tempranas del Mediterráneo. Nos llega la hora de irnos al Castell de Sant Juliá de Ramís, una antigua fortaleza del siglo XVIII donde hoy reside el nuevo proyecto de los Roca: Esperit.

Desde lo alto, Girona y sus luces parecen una hermosa luciérnaga varada. Entramos y nos recibe Joan para guiarnos y explicarnos su proyecto. Una exposición que describe la trayectoria de los Roca, como fueron naciendo y fraguándose todos sus proyectos, sin perder nunca de vista los orígenes de su patria natal, la que les ha anclado en todo momento. En el final de esta exposición hay una foto mítica y muy simbólica: los tres hermanos cruzando la calle para ir a comer donde siempre, al Can Roca, el punto alfa del recorrido, a su lado, un texto extraído de la exposición 'De la Tierra a la Luna' del Palau Robert (2006), que lo explica a la perfección: “Hemos ido a la Luna, pero es hora de regresar a la Tierra. es hora de colgar la chaqueta blanca, quitarse la corbata y volver a casa. Detrás del mundo de la gastronomía, de los grandes vinos y de los grandes chefs, se esconden aquellos tres chavales de un barrio humilde, de Taialá, que nunca han olvidado dónde están, ni de dónde vienen. No se han dejado deslumbrar por los focos del éxito, ni han enloquecido con cantos de sirenas, y que han mantenido siempre el billete de vuelta a sus orígenes”. El sentido vertical de la lealtad a la tierra.

Una zona abovedada, con tilde celestial alberga la bodega en la que Pitu, con la delicadeza de un orfebre, coloca una a una, las ochenta, posiblemente cien mil botellas que dormirán en este majestuoso recinto. Lo nunca visto.

Como diseño futuro vemos los espacios que alojarán la Academia Roca y un proyecto de futura coctelería con terraza, con unas vistas deslumbrantes sobre el valle. “La luz última alegra el infinito”, dice el hermoso poema de Joan Vinyolí.

En la parte posterior un hotel boutique que promete lo más ansiado para el viajero: serenidad, sosiego y un descanso placentero.

Joan finaliza su guiado explicándonos que el joyero barcelonés, Ramón López, propietario de esta fortaleza albergaba el sueño de hacer aquí un museo de la joyería, un proyecto en donde combinar arte, gastronomía y hostelería. El covid y la muerte de López llevaron al traste la intención y propiciaron su cierre. Ahora otros sueños residen aquí, los de llevar hacia adelante un territorio de inquietud, de alimentación y biodiversidad. 

El restaurante es un espacio elegante, confortable, espacioso, luminoso y bello. El menú de seis pases salados y dos postres es una declinación de algunos de los platos clásicos del Celler, de los misterios gozosos de su cocina. Texturas de tierra y mar. “La cocina es memoria, reposo, sentido del tiempo, lealtad y afecto por las cosas terrenales”, decía Josep Pla. Los vinos que acompañaron a la cena fueron: Champagne Le Cotet Jacues Lassaigne, blanc de blancs, procedente de su pequeño viñedo de Montgueux, donde la chardonnay es la uva reina; estancia en rima de dos años y “assemblage” posterior, en porcentajes mínimos, con champagnes de añadas anteriores. Una delicia de burbuja fina, fresco y notas cítricas bien marcadas.

Un blanco de Puligny-Montrachet de uno de mis productores preferidos, Philipe Pacalet, un 2019. Un vino lleno de matices, de detalles, de una añada muy a tener en cuenta. Excepcional.

Un tinto también de Borgoña, de Savigny-les Beaune 1º Cru, Aux Vergelesses, de Simón Bize et fils, un productor muy especial para un vino muy singular, con toda la expresión del pinot noir.

A la sobremesa se incorpora Pitu y es entonces cuando “en la música de las palabras arrancan los significados”, de nuevo Paul Auster. La noche se prolonga en el placer de la conversación, a ratos divertida recordando momentos de Jordi Roca y sus travesuras en Instagram, a ratos emotiva cuando repasamos los afectos por los padres e hijos. La memoria nos lleva siempre a los sitios importantes de la vida.

Un domingo en Normal

Amanece con el “albor trémulo” como escribió Gustavo Adolfo Bécquer, con un chispear de lluvia mansa que confiere a la ciudad ese aura pacífica de domingo. Caminamos hacia el café Royal, en la Plaza de la Independencia, nos guían el olor a café y a bizcochos recién horneados y ganas de desayunar en la terraza asoportalada porque pese a la lluvia, la temperatura acompaña.

Cesa la llovizna y la mañana invita a pasear, cruzamos el Puente de las Peixateries Velles, conocido también como el puente de Eiffel, que fue construido en 1877, unos 10 años antes de que se comenzara la construcción de la Torre Eiffel. La vista sobre las casas del Río Onyar, que en realidad son sus partes posteriores que se restauraron allá por los años 80 y las pintaron en tonos pastel, es una tentación fotográfica para los turistas. Ese colorido le da a esta zona, un aire toscano, provenzal… Ya no queda nada de aquella “ciudad gris”, que decía Pla.

El Restaurante Normal tiene un interiorismo cálido, muy acogedor y acorde con su cocina, directa, espontánea, que en el decir de los hermanos Roca viene de lejos, de tres generaciones precedentes que buscaban en la mesa el sabor y el gozo.

Pedimos y compartimos unos cuantos platos: berenjena asada, unas croquetas deliciosas, ensalada templada, la tortilla vaga al estilo Sacha, falso ravioli, milanesa y solomillo Wellington. Una comida redonda, aun donde todo estaba en su sitio en cuanto a elaboración, presentación y texturas; en la que la sencillez se hizo acompañar por el buen gusto. Para beber pedimos un vino de la zona, del Empordá, situado en el pueblo de Rabós, de Jordi Esteve que trata con mimo y esmero sus viñedos y consigue que sus vinos sean la expresión literal del paisaje. Un Vides Velles 2021, cien por cien cariñena, procedente de viñas recuperadas, potente pero también jugoso. Un disfrute.

En el tren, de regreso y repasando el viaje, se me acercan los versos del poeta, Miquel Martí i Pol: “Será un día de ensueño cuando volveré a Girona sin que me llamen y con los ojos abiertos como la luna”.

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