Fisterra tiene el encanto mágico de un escenario de cuentos que siempre fueron verdad hasta convertirse en historias fantásticas. Un día me dijo mi amigo Manolo Rivas que “de vez en cuando la esfera terrestre tiene que descansar y que para ello elige Fisterra”. El fin del mundo, donde cada día el sol apaga su luz para volver a encenderla en la mañana siguiente. La vida en una costa con cantos de naufragios, donde comienza o termina la Costa da Morte.
Íbamos a lo que íbamos, a cumplir con una de las citas anuales de “Euskádiz, capital Fisterra”, un grupo alegre que conformamos hace unos cuantos años en forma de cuarteto integrado por un vasco, un gaditano, uno de Cee y otro de las Rías Baixas. Bueno, en realidad todo cuarteto tiene su octava, porque la parte arterial del grupo en esta ocasión eran Teresa, Lola, Sandra y Amparo.
A Compostela solo llegamos, porque allí nos esperaba Pepe Formoso (el de Cee) para salir disparados hacia Muxía, al santuario de Nosa Señora da Barca. Llegamos caída la noche y el templo iluminado era una presencia imponente. Olía a mar, a misterio y a amistad. El ruido marino acentuaba más, si cabe, la cerrazón oscura: a veces mar, a veces piedra.
Un breve aperitivo en uno de los bares del puerto y en nada sentados a la mesa de Son de mar, un restaurante que proviene de una familia de más de cinco generaciones de marineros. Su propuesta es muy sencilla: producto, producto y producto de muy alta calidad. Nos despachamos un buey de mar de una jugosidad exquisita, las nécora eran de fábula, tengo que para mi que cuando una nécora está buena es un tesoro, uno de mis mariscos preferidos; unos percebes, pequeños de tamaño pero muy sabrosos y una ensalada que completaron una cena propia de quienes se saben disfrutones alrededor de una mesa.
Me tocó elegir el vino y siempre procuro decantarme por vinos de amigos, para esta ocasión un Attis 2022. Detrás de este vino está mi querido Robus Fariña, al que dedica tanta ilusión como emoción genera. Es un albariño fiel a su carácter: frescura y complejidad; crianza sobre lías y un breve paso por fudre. Mucha personalidad. Acompañamiento de libro para mariscos.
Tras la cena partimos para Bela Fisterra, nuestro alojamiento. El hotel de las letras en el que se dan cita Simbad, Hemingway, Moby Dick, Robinson Crusoe, Julio Verne, Camilo J. Cela… en el que su habitación Marea viva, la amadrinan y apadrinan: Yolanda Castaño, Marilar Alexandre y Juan Carlos Mestre. Las palabras como guardianas de los sueños.
Antes de irnos a dormir un breve brindis porque ese mismo día este hotel acaparaba un nuevo premio a la sostenibilidad, Dani, nos lo muestra y se lo ofrece a nuestro Pepe Formosa (propietario del establecimiento), que ha sacrificado su gloria de hoy por estar con el grupo.
Rompe el día en la Playa de Langosteira, una balsa en calma a los pies del Bela Fisterra. Es un amanecer con “una verdad natural”, como proclama Iñaki. Enfrente el Monte do Pinto, el olimpo celta, se enseña con toda magnitud y engalanado con un sombrero de nubes. Como decía Neruda: “El mundo despierta lleno de promesas”.
Bela Fisterra, es un lugar para soñar, en el que uno adquiere su derecho a la felicidad y al silencio. Su diseño emula a una vieja fábrica de salazón de las que hubo por estas latitudes a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Fue diseñado por los prestigiosos arquitectos Creus y Carrasco y que Pepe ha convertido en un referente de ocio, lúdico y cultural en la Costa da Morte.
Nos vamos al Castillo de San Carlos, convertido en Museo de Pesca. Esta fortaleza se construyó en el siglo XVIII como baluarte defensivo para protegerse de los corsarios ingleses y franceses. Nos recibe con su sabiduría humilde, Manolo López, conocido por su seudónimo de Alexandre Nerium, miembro del Batallón Literario da Costa da Morte. Manolo, engrandece este lugar con su profundo conocimiento sobre el mar, lo envuelve de lírica y dulzura. Su voz suave y atiplada le ayuda en esta transmisión ingente del saber: las diferentes artes de pesca, la sagacidad de los pulpos, el origen del escandallo, una leyenda cautivadora sobre el sonido de las caracolas marinas: en tiempos remotos los marineros, cuando les envolvía la niebla y perdían sus referencias terrestres, hacían sonar sus caracolas; las mujeres desde tierra les indicaban a voces el lugar en el que estaban y orientaban sus regresos y remata concluyente: “Las mujeres fueron nuestros faros”. Antes de concluir la visita, Manolo, nos cuenta una anécdota maravillosa: el 7 de septiembre de 1.870, naufragó en estas aguas el buque inglés, el acorazado HMS Captain; en esa tragedia murieron 483 personas y hubo 18 supervivientes. En la Catedral de St. Paul, Londres hay una placa con una inscripción. “The sea grave up the dead” (El mar entregó a los muertos), en ella se conmemora esta tragedia, la mayor de la Royal Navy. Recientemente, en una de las muchas visitas a este museo, nos cuenta Manolo, después de contar esta historia de entre los visitantes se levantó un joven que se identificó como bisnieto de uno de los supervivientes de aquel naufragio. Venía desde Nueva Zelanda y todo fue muy emotivo porque esta revelación se produjo casualmente el 7 de septiembre, coincidiendo con la fecha de aquel fatídico día.
Nos despedimos de Manolo, un generador de emociones y entusiasmos; su voz es la oración de los peces, como reza en uno de sus poemas. Abandonando el Castillo de San Carlos, recuerdo los versos de Yolanda Castaño: “Como si la punta de las olas en este punto del mundo, llegara exactamente”.
El viaje nos depara una sorpresa preparada por nuestro infatigable Pepe: en la Panadería Germán, en su horno nos esperan el panadero artesanal, Juan Luis Estévez y su ayudante Alberto y empieza el espectáculo: una degustación con panes para todos los gustos: de alta hidratación, de centeno, con alga codium, con sabor a caldeirada, a cocido, y un pan de postre de pasas y semillas. Una cátedra del buen gusto. El estado mayor de las panaderías. Juan Luis nos cuenta como, en esta panadería centenaria, después de aburrirse haciendo panes iguales, mecanizados, se volcó en los panes de antaño y “fue apasionante”, nos dice y nos demuestra con este despliegue abrumador de pruebas que el pan es un alimento infinito.
Llegan a la cita Luis y Alejandro Paadín, padre e hijo, la curia del vino, el pontificado de la sabiduría vinícola, firmes defensores de los vinos gallegos, en los que atesoran un indiscutible doctorado. Su guía es el vademécum de nuestros vinos. Son inigualables. En ellos, la sabiduría va por encima del conocimiento y quien les escucha no para de aprender. Para esta ocasión proponen algo inusitado: acompañar la cata de panes con un champán, un grand cru de Remi Henry 2015, mitad chardonnay, mitad pinot noir; proveniente del terroir de Bouzy, al sur de Reims: elegante, fino, delicado, suave, una caricia para el paladar.
A lo largo de mi vida he tenido múltiples experiencias gastronómicas, ninguna tan especial como ésta.
El horno y su calor cobijan la temperatura de la camaradería y la amistad. Vivimos uno de esos momentos que se quedan en la cabeza, como se quedan los seres queridos.
Paseamos por el pueblo marinero, donde sus calles cantan sonrientes bajo el brillo que les proporciona una lluvia incipiente. Esta luz, gris y clara lo envuelve todo. Hay muchos fines del mundo pero este es el nuestro. Tiene mucho de atractivo pisar un confín de la tierra, es una sensación que viene y se entiende. “La lluvia con sus primeras fotos, se deletrea”, decían los versos de Luis Rosales.
El Tira do Cordel es pura efervescencia de fin de semana, una fiesta gastronómica de productos de primera deambulan acunados en brazos de los camareros de mesa en mesa. La partitura del mar encima de un mantel. Con Pepe en la proa de la expedición somos recibidos como si perteneciéramos a una comitiva imperial. Tras de nosotros, los Paadín que perseveran con su reinante sabiduría y su maleta, cargada de botellas de su bodega personal, se convierte en el retablo de las maravillas. Empiezan a salir ordenadamente los vinos como si fueran el once ideal de un campeonato del mundo. “Lo que tenemos, nos abre más la vida”, dice el verso de Roberto Juarroz. Así es, empieza un desfile digno de una ceremonia de apertura olímpica: un albarín de Panchín, de la Terras do Navia, un godello de parcelas singulares de Monterrei, de O Con da Moura 2021; 200 cestos 2020, de la Bodega A Corona de Valdeorras, un albariño de Rías Baixas, Noradaneve 2019; dos ribeiros ejemplares: Armán Finca Misenhora, Edición Limitada y Viña de Martín Escolma; un espumoso gallego de Valtea, un albariño de Pazo de Señorans, Selección de Añada 2010 y un tinto de Monterrei, de Crego e Monaguillo, Father 2020, elaborado con mencía y arauxa; para rematar y acompañar postres: un tostado de Valdeorras de Luar do Sil, ese que llaman el jerez de los vinos gallegos. Impresionantes, desbordantes los Paadín, no solo por todo lo que saben y transmiten, sino por su imbatible generosidad. Un día a su lado equivale a una clase en la escuela peripatética de la antigua Grecia.
El menú en el Tira do Cordel se puede recitar como un salmo: marisco de concha y algún percebe, su impresionante lubina a la brasa y la tarta de queso. Ni cien palabras más.
La sobremesa se prolonga, la conversación se anima, el afecto se aprieta en el mejor de los lugares para hacerlo: alrededor de una mesa redonda.
Antes de que la noche se nos eche encima subimos hasta el Faro de Fisterra, el segundo lugar más visitado de Galicia después de la Catedral de Santiago. Los faros ocupan las orillas del mundo, son la inteligencia luminosa. Aquí el fin de la tierra te devuelve la mirada. Vienen a mí los versos del poema de Roberto Traba: “Bienvenido al principio del mar, donde cantan las sirenas, un cantar luminoso que escuchan, los que vienen siguiendo las estrellas”.
Bajo esta lluvia fina y pertinaz se enseña el musculoso Monte do Facho, que alberga la Ermita de San Guillerme: cuenta la leyenda que hasta aquí llegó Guillermo X, Duque de Aquitania, que abandonó la nobleza para convertirse en eremita en estas tierras, tras peregrinar a Compostela.
Vibra el paisaje. Nos envuelve la magia. El horizonte se desvanece en la lejanía. Cae la noche.
Es domingo, amanece templado y claro en Langosteira, desde el balcón de Bela Fisterra brota la belleza de la ría en calma, sopla una brisa muy ligera que trae sonidos del mar. Hemos de volver a Santiago para coger el tren a Madrid. En el camino se impone una parada en uno de esos pueblos que siempre andan en las listas de los más bonitos de España, Ponte Maceira. Un paraje natural de belleza inusual donde solo se escucha el discurrir caudaloso del Río Tambre. Molinos jardineros, el puente de construcción medieval que hasta el siglo XIX era la única forma de comunicación entre las dos orillas del río, la capilla de San Brais y el Pazo de Baladrón, componen lo arquitectónico de la localidad. Me dicen que solo 60 personas pueblan esta hermosa aldea que bien merece el desvío. Un tesoro oculto.
Un breve paseo por el Santiago monumental precede a nuestra comida en el Restaurante Don Quijote, un clásico de la ciudad compostelana, un sitio acogedor y familiar con un producto impecable. Elaboraciones sencillas y sabores auténticos. Berberechos, una empanada canónica y jabalí con castañas fueron el menú que acompañamos con un rioja, San Vicente 2020, un vino cien por cien tempranillo, procedente de un solo viñedo, La Canoca, elegante, con la madera perfectamente integrada, frutas rojas maduras. Un gran vino.
Subidos al tren nos despedimos de Sandra y Pepe, nuestros anfitriones, el vértice de ese triángulo euskera-andaluz-gallego. Desde el andén, su ultimo saludo, ese gesto universal que mueve la palma de la mano de un lado a otro en señal del adiós. En su vaivén dejamos una espera del porvenir.
Claro que volveremos.
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