Hay un lugar donde se acaba la tierra pero nunca el pan. Un lugar que es una península mágica en la que los confines de la tierra se escarpan frente a un Océano Atlántico azul, profundo, frío y voraz que alberga en su panza cientos de naufragios. Allí suena la caracola de Manoliño López Martin, un pescador reconvertido en guía y alma del museo de la pesca de Fisterra, un modesto espacio en el castillo de San Carlos, en el que su patrón mayor, que buceó las aguas gallegas buscando mariscos huraños, habla en nombre de esa tierra.
Las calles de esta población arracimada sobre el mar huelen a yodo y a pan. El pan grande que se llevaban a medias los marineros a la barca y las mujeres de los marineros cuando iban, tierra a dentro, a levantar patatas. El pan es, junto al mar y sus gentes, la memoria viva de un territorio único que teje historias de los días de borraxeira (la niebla espesa que despistaba a los marineros más curtidos en tiempos sin gps) y de unas manos resecas partiendo el pan con sardinas saladas en un pequeño cascarón al socaire del nordés.
Juan Luis Estévez tiene 52 años y cara de dormir poco. Hasta los 16 años fue buceador. Iba a por longueirones, la navaja gallega, para sacarse dos mil pesetas por el trabajo de una jornada. “El marisqueo es vida para hoy pero hambre para mañana”, dice. Cada jornada, al alba, pasaba junto al Horno de Germán, enclavado en el centro del pueblo, propiedad de la Familia de Germán López desde 1887, y olía a pan. Su bisabuelo, su abuelo y su padre ya hacían pan. Y el joven Estévez se sumó como aprendiz a la familia pandera hace 35 años.
Hoy es el encargado del establecimiento: el patrón, Germán, solo hace pan para cubrir sus vacaciones. Cuando Juan Luis entró en el establecimiento se hacía un pan de calidad pero mecanizado: hacías la masa, le ponías levadura, dormías el pan en la mesa un poco, no había que trabajarlo solo esperar a que fermentara la levadura y al horno. “Era un pan blanco honrado pero aburrido”, afirma Juan Luis.
En aquella época se produjo el boom de los supermercados, que fueron provocando el cierre de las tienditas y las panaderías. Y como una condena bíblica, se extendió por toda España el pan congelado. En Fisterra, también. Era rápido de hacer en un horno pequeño, barato. Fácil de manejar y dejaba un buen margen. También era muy malo.
Entre que se aburría y que observaba que la epidemia de pan congelado amenazaba con llevarse por delante también el horno de Germán, empezó a investigar y le propuso al propietario recuperar los panes gallegos históricos. En tiendas donde vendían 140 barras diarias terminaron vendiendo cinco. Con el tiempo se invirtió la tendencia. Las tiendas que cerraron al final “son las que tardaron en entender que había que competir con calidad no con precio”.
Hoy es un horno de referencia para todos los aficionados al pan, tiene seis estrellas como reconocimiento a uno de los mejores panes del país y el panadero imparte cursos por todos lados, además de hacerlo a través de wasap para alumnos de todo el mundo: una mujer que vive en la Patagonia, que posee un horno de leña y está adentrándose en los panes de masa madre; un argentino seducido por su magisterio; una señora que vive en la Amazonía brasileña y a la que el calor y la humedad le acelera la fermentación; alumnos alemanes, italianos o ingleses.
El Babel del pan ha montado Juan Luis sin saberlo. Enseña a hacer pan a todos aquellos que le escriben desde zonas deprimidas y países pobres. “A estos no les cobro. Se están buscando una forma de subsistir, un producto para vender. A ellos les enseño con gusto”.
Estévez es un tipo inquieto pero tranquilo. Inquieto porque solo quiere aprender, tranquilo por naturaleza. “No hay forma de verme de mala leche. Hacer pan me relaja y me gusta trabajar con las manos”. Así que cada día a las tres de la madrugada pone las manos en la masa. “No hay nada que me guste más, es la profesión de mi vida, un hobby convertido en pasión y en profesión”, dice. El día anterior elabora el 40% de la masa que va a utilizar al día siguiente, él y su joven ayudante, que son dos pero empujan como cuatro, cuando se mezclará con agua, con harina gallega del Molino do quinto, de Carballo -hubo un tiempo en el que en Galicia se vendían harinas de Castilla de contrabando-, y se procederá a controlar la temperatura para controlar los lácticos y los acéticos, que son los que marcan las cualidades organolépticas del pan. Hacer bien el pan requiere ser perito en el manejo de la masa madre y derrotar a la acidez. Maneja masas de 200 kilos, que “duermen” sobre la mesa hasta que fermentan y se enfrentan al horno.
Aprendió a hacer el Pan de Fisterra recordando lo que hacía su abuela. En su casa eran nueve de familia y en la de su suegra, catorce. También iba a la plaza y le preguntaba a las mujeres que iban a Fisterra a vender harinas. “Mi abuela trabajaba la masa madre cuando nadie hablaba de la masa madre. La metían en una fresquera. No existían las neveras. De hecho, cuando llegó el primer frigorífico al pueblo fue para el horno, a donde acudían en procesión los finisterranos a comprobar si era cierto que aquel artefacto enfriaba: debió ser algo parecido a cuando el coronel Buendía descubrió el hielo de la mano de su padre. Macondo a la gallega.
Desde entonces ha evolucionado pero la base del trabajo es la misma que la de la abuela: utiliza un trozo de masa madre elaborada unos días antes, le incorpora agua caliente y harina, fermenta, amasa, pizca de sal y a hornear. Tardó cuatro años en controlar por completo el proceso de la masa madre. Aun entonces, el pan lo distribuían las mujeres del pueblo por los establecimientos llevando el pan en un cesto en la cabeza. Leyó todo lo que pudo, viajó, preguntó y experimentó. Las piezas las remata con un pico largo y fino convertido en distintivo de pan de calidad. “Las maquinas no pueden hacer ese pico, solo la mano del hombre. La gente pide el pan de pico”; explica con orgullo.
Llegaron las redes sociales, primero; y la pandemia, después. Su perfil de Instagram se llenaba de cientos de mensajes de todo el mundo y decidió que esa era una buena ventana para enseñar su trabajo. La especialidad de la casa es el pan de Fisterra, una bolla de dos kilos. En su mesa hay también unas barras planas que la gente llama chapata aunque no lo es, las célebres artesanas con el pico largo, tostado y característico, la broa gallega de maíz: “Las gentes de las aldeas al principio no querían pan de maíz porque su color amarillo lo asociaban al alimento de los animales”. Sobre la mesa también hay pan con especialidades. Chorizo, cebolla, sardinas e incluso percebes. Las empanadas, también de maíz, con mejillones o de bacalao con grelos, las cocas, las bases de pizza. Harina, agua, tesón y amor. El pan se vende en Galicia, en Burgos, en el País vasco, en Asturias y por encargo se envía a varios lugares del mundo. Algunos establecimientos, como Terra el restaurante de una estrella Michelin de la localidad, sirven su pan con su nombre. “Comerse una centolla con un plan que lleva un toque a mar o percebes gusta mucho”, dice ufano.
Como todo es mejorable en la vida, algún privilegiado ha podido asomarse al cielo del goce con una cata de panes y champañas, oficiada por el panadero y por Luis y Álex Paadin, padre e hijo, custodios de los secretos del vino gallego y expertos en los mejores vinos de todo el mundo. El cruce de la bolla de Estévez con la bollería fina de un Remi Henry de 2015 sobre la mesa enharinada del obrador te lleva al éxtasis. Y si no llegas es porque eres torpe y no sabes ir.
Es el pan del fin del mundo, donde acaba la tierra. La Costa de la Morte, ese territorio que es pura vida, feroz y hermoso con su aroma a mar y pan: la promesa de una vida mejor. El principio de todas las cosas en el final de la tierra.