Si revisamos el álbum de fotos desde las primeras instantáneas que nos tomaron, cuando éramos sencillamente bebés, observamos que con el paso del tiempo fuimos transformándonos poco a poco en lo que somos ahora. Nuestro cuerpo se ha modificado, también las facciones de nuestra cara. El ángulo de nuestro rostro ha variado, las cejas están más pobladas, la nariz más amplia y los labios más gruesos. Posiblemente nuestras mejillas estén salpicadas de pecas o tengamos una pequeña cicatriz en la barbilla a causa de una caída con los patines. Cuando vamos cumpliendo años nos transformamos exteriormente. También nuestra personalidad -el conjunto de características o cualidades originales que destacan en algunas personas, según la definición recogida en la Real Academia de la Lengua- varía. Por eso, los expertos consideran que nuestro “yo” es flexible, adaptable, elástico.
Las personas somos sensibles a los cambios y a las experiencias que vivimos a lo largo de la vida. Nuestras vivencias moldean nuestra forma de comportarnos. Cristina Larroy, catedrática de psicología clínica y directora del servicio de PsiCall de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), asegura que, “aunque hay patrones conductuales o rasgos que conforman lo que llamamos la personalidad, que permanecen a lo largo de la vida, también existen conductas distintas que son más adaptativas a los distintos momentos evolutivos de la persona; así, una persona que podíamos denominar extravertida o sociable puede salir de fiesta con 20 años y no hacerlo con 60 porque tiene otras formas de mostrar esa extraversión, como, por ejemplo, saludar a los vecinos, pararse a hablar con los tenderos de su barrio o salir con amigos. Son conductas distintas, con el mismo trasfondo. Además, existen circunstancias especiales, por ejemplo hechos percibidos por las personas como traumáticos, que pueden cambiar totalmente la forma de ser de las personas, y hacerlo de forma duradera”.
Porque el “yo” es, como sostiene Jesús Palacios, catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla, “tan poliédrico como nuestra identidad. Es un nombre, un cuerpo, unas referencias biográficas, un modo de ser y estar, unas ideas y valores... Es también la historia de nuestros afectos y relaciones más significativas. Tiene una dimensión hacia dentro (cómo me defino yo, cómo me veo, cómo me siento) y otra hacia fuera (cómo soy percibido por los demás). Nuestra personalidad forma parte del yo, un rompecabezas que tiene como mínimo todas esas piezas”. Una opinión coincidente con la de Gema Pérez Rojo, doctora en Psicología y profesora Titular de la Universidad CEU San Pablo, para quien “cada uno de nosotros somos el resultado de una parte biológica, heredada, más difícilmente modificable, y de otra adquirida, aprendida que puede modificarse. Aunque nuestra “esencia” se mantiene, es estable, se experimentan cambios y eso es lo saludable ya que los cambios que experimentamos requieren de una adaptación. Lo que no sería saludable sería mantener de forma rígida nuestras características, independientemente de las circunstancias”.
Existen diferentes factores que pueden influir en los cambios de la personalidad a lo largo del ciclo vital de un individuo. A medida que la edad avanza y tenemos que afrontar determinados eventos estresantes -pérdida de seres queridos, el duelo asociado a todo tipo de pérdidas, problemas de salud, cambios en la situación vital, la madurez, los intereses, preferencias-, “se producen cambios en la personalidad. Por ejemplo, hay rasgos, como la impulsividad, que disminuyen con la edad. Pero estos cambios no serán los mismos en todos los individuos, ni en frecuencia ni en intensidad, debido a la gran variabilidad existente. No obstante, debería hacerse un seguimiento meticuloso y científico de cada individuo para garantizar la rigurosidad de estas afirmaciones”, sostiene la doctora Gema Pérez Rojo.
Además, existen algunas etapas de l a vida en las que la modificación del “yo” se hace más patente. La profesora Titular de la Universidad CEU San Pablo lo explica recurriendo a la Teoría del Desarrollo Psicosocial de Erikson, “que muestra cómo en cada una de las etapas vitales se produce una crisis necesaria de la que el individuo puede salir fortalecido y en la que se desarrollan una serie de competencias que permiten crecer”. Los estadios psicosociales que describe Erikson son ocho: 1. Confianza vs desconfianza, 2. Autonomía vs Vergüenza, 3. Iniciativa vs culpa, 4. Laboriosidad vs inferioridad, 5. Exploración de la Identidad vs Difusión de Identidad, 6. Intimidad vs Aislamiento, 7. Generatividad vs Estancamiento y 8. Integridad del yo vs Desesperación. “El crecimiento se mantiene a lo largo de la vida, incluso en el grupo de personas mayores; lo único necesario es tener la oportunidad para crecer”, agrega esta experta.
Por su parte, el catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla mantiene que nuestra identidad cambia mucho durante la infancia, fundamentalmente, porque se añaden elementos gracias a la maduración del cerebro, pues “un bebé de seis meses no sabe su nombre, no se reconoce ante un espejo. Sin embargo, entre los 12 y los 18 meses ya lo hace. La memoria autobiográfica comienza hacia los dos años. El cerebro va madurando y abriendo nuevas posibilidades, nuevos horizontes, que en los años de la adolescencia se hacen aún más complejos. Las experiencias vitales van además modificando cómo nos vemos y cómo somos vistos. Es una suma de maduración y de experiencias”.
¿Existe alguna parte que mantenemos inalterable durante nuestra evolución? Cristina Larroy asegura que, aunque las investigaciones al uso no han podido dar respuesta a esta pregunta, “se puede hacer un paralelismo con el cambio de las células del cuerpo, que cambian completamente cada siete años y, a pesar de ello, seguimos siendo los mismos”. Nuestro yo cambia en la medida en que estamos expuestos a las circunstancias del ambiente, en la medida en que interactuamos con otras personas, y en la medida en que somos capaces de adaptarnos a las demandas de ese ambiente. “La forma en que lo hacemos, la forma en que nos comportamos en distintos ambientes y bajo distintas demandas, es la que determina si hay un rasgo de personalidad (o patrón conductual) detrás de nuestros comportamientos”, agrega la directora de PsiCall.
Existen personalidades que son capaces de mantener su “yo” casi inalterable a lo largo del tiempo, y que va asociado al nivel de resiliencia que posea el individuo para adaptarse de forma adecuada y saludable a los cambios. Se trataría, según Gema Pérez Rojo, “de personas que se enfrentan a las situaciones como si de un reto o desafío se tratara, dejando de percibirlas como un problema. Aceptan que hay cosas que no pueden controlar y se centran en las que dependen de ellos. Son capaces de validar sus emociones, de aceptar que las emociones aparecen por las situaciones e interpretaciones que se realizan, pero sin ponerles etiquetas de buenas o malas, y personas que se comprometen con aquello que tiene valor para ellos”. Por el contrario, las personas que modifican su “yo” de manera más clara serían, en opinión del catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Sevilla, “las que poseen un mayor alejamiento de la realidad (ver lo que no existe, por ejemplo, o interpretaciones muy distorsionadas de la realidad), así como las que conllevan una mayor pérdida de control de las propias acciones”.