Solamente hemos pasado una hora y media en el hospital Gregorio Marañón, y tan sólo cuarenta y cinco minutos embutidos en el traje de protección integral para tratar enfermos de COVID, pero la intensidad ha sido tanta que sentimos que entramos hace cinco horas. Mientras un médico rehabilitador me enseña a quitarme el EPI, pienso cómo debe ser pasar ocho, doce, veinticuatro horas con esas protecciones. Me suda todo el cuerpo, y llevo un rato largo sin ver nada porque del calor que desprendo se me ha empañado toda la pantalla de plástico que me han puesto encima de las dos mascarillas y los dos gorros. Una enfermera, como leyéndome el pensamiento, dice: "Ahora ve y coge una vía en una vena vestida así"... Yo sólo puedo resoplar. Acabamos de terminar el reportaje que hemos venido a hacer y quiero irme cuanto antes.
Con más de cinco mil pacientes COVID atendidos en apenas dos meses, picos de 1.100 enfermos de coronavirus a la vez, 1.600 camas en lugar de las 1.200 habituales y una UCI que multiplicó por seis su capacidad, hoy el Gregorio Marañón es un hospital "al que podéis venir... en el pico no podía entrar nadie que no viniera a salvar vidas, porque esto era un hospital de guerra", nos dice un trabajador. Un hospital en el que todo valía: máscaras de buceo para ayudar a respirar, camas donadas no se sabía por quién... Ahora tienen EPIs para prestarnos a los periodistas, y en sus pasillos se empiezan a ver pacientes de consultas externas y de otras patologías.
Para el reportaje que venimos a hacer, sobre las secuelas y rehabilitación que necesitan los enfermos graves de COVID-19, nos han citado a las 10,30 para ponernos todo el equipamiento. Vamos a entrar en la zona cero: la 4.100, nos dicen. Microbiología y Enfermedades Infecciosas es su nombre técnico. Fue la primera unidad en recibir pacientes COVID, porque es la que por naturaleza le corresponde. Un mes después todo el hospital trataba a enfermos del nuevo coronavirus. Y se nota en el rostro de los trabajadores.
Un médico se indigna con la gente que incumple las medidas de distancia social en las calles. "Porque no han visto esto", le digo. "Es que no se podía ver... ¿qué íbamos a enseñar, que ingresaban a cientos, que se nos morían muchos más de los que podemos soportar? Es que uno, dos fallecidos, ya son más de los que queremos tener. Es demasiado duro". No se puede añadir nada más, y se hace el silencio en la habitación. Estamos el cámara, dos enfermos de COVID-19 y yo. Los no enfermos tenemos que hablar a gritos, porque se hace muy difícil escuchar con las gafas, los dos gorros y la pantallla... sobre todo teniendo en cuenta que el que nos habla lleva una o dos mascarillas sobre la boca.
El cámara y yo no las tenemos todas con nosotros. El miedo es libre, y saber que vas a compartir un espacio tan pequeño con dos personas infectadas impresiona. Pero nos cubren de arriba a abajo, no se arriesgan lo más mínimo. En un momento dado el compañero operador de cámara comenta que le da apuro que nos tengan que prestar un material tan preciado, del que han andado tan escasos. "Ahora tenemos", aclara una fisioterapeuta. Y añade que quiere que enseñemos lo duro que trabajan para ayudar a estos pacientes, y que no todo acaba cuando salen de la UCI, que el camino es largo... pero matiza que "prefiero que te pongas protección a que no te la pongas y seas un vector de contagio por ahí".
Los trabajadores nos miran con empatía cuando empezamos a vestirnos, cuando nos quejamos de que no se ve nada con la pantalla y las gafas, cuando resoplamos del calor. Llevan sintiéndose así dos meses y medio. Un médico de Enfermedades Infecciosas comenta: "Lo hemos hecho bien, creo que lo hemos hecho bien"... Como no queriendo decirlo muy alto, pero orgulloso. Porque sienten que el tsunami del SARS-CoV-2 no se los ha llevado por delante. "Eso es el pulso del Marañón", dice uno. Y otro añade: "El Marañón no cerrará nunca. Había que atender a los pacientes como fuera. Y como sea lo hemos hecho".
En los pasillos se ve a gente que sale de hacerse análisis de sangre, se trasladan pacientes normales, que no tienen COVID-19, y empieza a haber consultas. El hospital está contrayéndose, como un globo cuando ha estado a punto de reventar y se desinfla lentamente. Lo peor parece que ha pasado, pero a nosotros, que no hemos pisado un hospital en toda esta crisis, nos impresiona todo: el protocolo, la calma tensa, los preparativos antes de entrar a la habitación de un positivo, como le llaman. Ajustarse los puños de goma de la bata, colocarse bien las gafas, tensar la mascarilla, que no se salga pelo del gorro... y adentro.
En la habitación compartida los profesionales cambian el tono. "¿Cómo estás? Qué gusto verte siempre tan contento", le dice Laura, fisioterapeuta, a Rafael. El hombre lleva 11 semanas ingresado, siete de ellas en la UCI, y no deja de agradecer a los trabajadores el trato que le dan: "Me han salvado la vida y encima con un cariño..."
Pasamos apenas cuarenta y cinco minutos dentro, pero a los diez minutos de entrar yo ya no veo nada por el sudor y porque se me ha empañado la pantalla protectora. El cámara tiene que salir varias veces a limpiarse las gafas porque no puede apenas enfocar. No quiero ni pensar cómo es manipular a pacientes así, hacerles tratamientos invasivos. Pero durante todo el rato el equipo de Infecciosas no para. Miden la saturación de oxígeno a uno, comentan las dificultades de otra paciente "que se ha puesto malita de repente... con este bicho no se sabe", dice una enfermera.
Cuando creemos que se ha acabado todo, llega lo que nos deja más impresionados: todos los pasos que hay que dar para quitarse el traje de protección. "No te pongas nerviosa, que entonces es cuando te contagias", me dice el mismo médico rehabilitador que nos ha acompañado en todo el reportaje.
"Primero, la pantalla, déjala ahí", me dice colocando unos empapadores sobre una mesa. En cuanto me la quito, cosa que agradezco infinito, otra trabajadora la coge y se pone a frotarla y desinfectarla con energía. Mientras, el médico, muy rápido, ha empapado en desinfectante un paño y está limpiando la pértiga del micrófono, el trípode de la cámara...
"Límpiate las manos después de quitarte la pantalla... y después de quitarte un gorro... después del otro también, después de las calzas también", me va indicando. En cinco minutos me he desinfectado las manos tantas veces como prendas llevo, y son muchas. Vuelvo a ponerme en su lugar y a pensar cómo deben sentirse cuando se les olvida una de las desinfecciones, y cómo debe ser vestirte y desvestirte así tres, cuatro y cinco veces al día. Porque cada vez que sales de la zona sucia -la zona de coronavirus- tienes que quitarte todo, y ponértelo de nuevo cuando vuelves a entrar.
La secuencia prenda-desinfectante-prenda-desinfectante se repite hasta que llegamos a la bata. El médico me la desata como si Superman estuviera tocando criptonita, y me indica: "Ve sacándoleta dando tirones sin tocarla... ¡no la dobles hacia fuera, hacia dentro!" Hasta para tirarla a la basura hay que hacerlo bien para no contaminar nada.
Sin tocar ninguna prenda por fuera, sino por dentro, terminamos de desvestirnos... O no del todo, porque aún tenemos que recuperar nuestra ropa de calle, que hemos dejado en otra ala del hospital en una bolsa. Lo dicho, solamente ha pasado hora y media. Decido que esta tarde a las ocho voy a aplaudirles. Y mañana. Y al otro.
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