Todos hemos visto por televisión cómo se hacen las pruebas del coronavirus y pensamos lo desagradable que tiene que ser que te introduzcan ese palo tan largo por la nariz, por la reacción de la gente a la que se la hacen, piensas, no debe ser nada placentero, hasta que por fin lo vives en tus propias carnes, en tus propias narices.
Vivo en una de las zonas con más incidencia de contagios de la Comunidad de Madrid, y después de un mes de confinamiento, primero por zonas sanitarias y luego por municipios, esta semana, por fin, han realizado un cribado en la zona para conocer los asintomáticos.
El pasado domingo recibí, junto a cientos de vecinos de mi barrio y barrios colindantes, un mensaje de la Comunidad de Madrid donde se me indicaba que si no había pasado el coronavirus, Salud Pública me citaba para realizarme un test de antígenos ese mismo lunes 1 de octubre de 13 horas a 14 horas.
Lo arreglé todo para poder asistir y así realizarme el test en el día que me habían solicitado. A pesar del mal tiempo, a las 13 horas estaba como un clavo en la larga fila de personas que estaban esperando para realizarse la prueba. La lluvia no aplacaba las ganas que teníamos los vecinos de conocer si estábamos infectados y así evitar poder ser un foco de contagio sin saberlo. Tras una interminable hora, un policía local pasó avisando uno por uno a los miembros de la fila de que el personal que realizaba la prueba debía de entrar en su turno del hospital y ya no se realizaban más hasta por la tarde. Con las mismas, me volví a casa.
Entre el trabajo y las obligaciones familiares, me era difícil cuadrar para poder volver a intentarlo, pero no quería dejar pasar la oportunidad de realizarme el test de antígenos. A las 15:30 del viernes me planté delante del recinto donde se realizan, un polideportivo bastante grande, y a sabiendas de que no abrían hasta las 16:00, esperé detrás de unas pocas personas que habían pensado como yo, llegar antes para evitar aglomeraciones.
Poca gente y todos guardando una rigurosa fila con distancia de seguridad, la mayoría de ellos con doble mascarilla. Familias enteras (padres y niños), personas solas, parejas de amigos, esperando a que les tocase su turno.
Ya en la puerta de entrada al recinto, la policía local comprueba si tu DNI se encuentra en la lista de los ‘elegidos’ y si estás en ella, pasas a la siguiente casilla. Entre rigurosas medidas de seguridad entregas tu documento de identidad y te dan un papel donde se encuentran tus datos, un código y un recuadro en blanco donde más tarde escribirán el ansiado resultado. A partir de ahí todo va muy rápido.
Llegas a la cancha del polideportivo dividida en dos zonas, zona pruebas y zona de espera. Te hacen pasar a una mesa donde se encuentra un sanitario y un asistente, te bajan la mascarilla y te introducen el largo ‘palito’, cuatro segundos que va contando en alto mientras sientes muy profundamente el algodón restregando hasta la garganta. Con una lágrima cayendo por la mejilla y un extraño picor en la nariz te levantas medio aturdido por la situación y vas a sentarte en la zona de espera a que te llamen para darte el resultado.
Durante la espera, vas analizando los demás vecinos que pasan por la prueba que aún sientes en lo más profundo de la garganta, ves a niños entrar con sus padres y resistir estoicamente el test y tomarlo como un juego, mientras otros son agarrados por sus progenitores, chillan y lloran. Vas viendo uno a uno cómo pasan por las mesas y sus reacciones, hasta que finalmente te nombran en alto. Te levantas rápido, acudes a una persona que te espera con un papel en la mano y sales lo más rápido posible. Negativo, una leve sensación de alivio te recorre mientras llamas a tu familia para contarle el resultado.