Los casos de agresiones de hijos a sus padres han aumentado en los últimos tiempos. Los expedientes abiertos a jóvenes por violencia filio-parental aumentaron un 4,6% durante el año 2019, situándose en 5.055 los procedimientos incoados a menores por este tipo de delito, frente a los 4.833 registrados el año anterior, según un informe de Fundación Amigó, que concluye que la edad media de los hijos/as agresores es de 15 años y medio, mientras que la de los padres agredidos es de 46 años y medio.
Por comunidades autónomas el estudio muestra datos muy heterogéneos: Andalucía es la región donde se abren un mayor número de expedientes a menores por este tipo de delito (1.136 durante 2019).La siguen la Comunidad Valenciana con 837, Comunidad de Madrid con 687, 514 en Canarias y 312 en Cataluña.
Estas cifras son una síntoma claro del grave problema que supone el desbordamiento del denominado síndrome del emperador, y eso que sólo se denuncian los casos más graves, entre un 10% y un 15% del total. Pero, ¿cómo un niño puede llegar al extremo de maltratar a sus progenitores? Normalmente son niños que desde pequeños se han acostumbrado a insultar a los padres y los controlan con sus exigencias continuas. Cuando crecen, algunos casos, los más graves, pueden llegar a la agresión física.
Algunos expertos sostienen que los niños que maltratan a sus padres lo hacen como consecuencia de carencias educativas, pero parece que los factores educativos no explican todos los casos. También pueden citarse la falta de afectividad, la sobreprotección, la ausencia de autoridad o la permisividad, pero otros especialistas señalan que estos aspectos o ambientales no son suficientes para explicar el fenómeno, que se necesita una situación de deterioro personal -asociado normalmente a la adolescencia- o de falta de educación emocional.
Un niño violento con sus padres se caracteriza por los siguientes puntos que recopila el portal 'Bebés y más':
Aunque no todos los factores son controlables, sí hay una serie de cuestiones que podemos cuidar para excluir la violencia como un modo de relación con el entorno en nuestros hijos:
No ser violentos con ellos. No pegar a nuestros hijos ni aplicar con ellos ninguna forma de maltrato es fundamental para que ellos no vean el maltrato como una forma habitual de relacionarse. Una de las consecuencias de los azotes es esa normalización de la violencia.
Educar en las emociones. La educación emocional está entre las bases para que los niños de hoy sean adultos capaces y felices. La disminución de la violencia y el altruismo están vinculados al aprendizaje emocional. Y para ello es clave enseñar al niño a gestionar sus emociones.
Compartir con ellos sentimientos y preocupaciones, establecer una comunicación intensa con ellos, fortaleciendo intereses comunes.
Explicarles las razones morales y prácticas que supone su mala acción. Por muy pequeños que sean, aun cuando pensemos que no van a entendernos, es importante hablar con ellos una y otra vez sobre estos temas.
Enseñarles autocontrol, la capacidad de esfuerzo, la necesidad de cometer errores para aprender de ellos, dotarles de herramientas para canalizar sus conflictos.
Ser claros en los valores y las normas para que no se sientan desorientados o inseguros y tengan puntos claros de referencia. Hay que explicarles cuáles son sus deberes o papel en las tareas de la casa, pero también debemos respetar su forma de hacer las cosas dentro de lo acordado.
Mejorar la autoestima de los hijos, pues tener una valoración positiva de uno mismo les ayudará a afrontar la vida y las dificultades de modo decidido y positivo.
Todos estos puntos se resumen en uno solo: Dedicarle tiempo a nuestros hijos. La violencia, física o psicológica, de niños y adolescentes hacia sus padres tiene una incidencia cada vez mayor tanto en las familias tradicionales como en las monoparentales (más elevadas todavía). Y hay que recordar que muchas situaciones ni siquiera llegan a denunciarse. "Por ello sigue siendo necesaria la labor de sensibilización y prevención que evite la instauración de la violencia en el ámbito familiar”, señala Irene Gallego, psicóloga de Fundación Amigó.