"Salí de fiesta, cometí un error, y he estado pensando que me iba a quedar sin fuerzas de por vida". Se llama Ana Álvarez. Tiene 22 años. Es un rostro que puede hacer pensar a muchos jóvenes que el coronavirus no es solo cuestión de mayores. Y a los que lo desprecian con negacionismos. El virus está ahí y es real y no solo afecta a los mayores. Ella misma reconoce que se lo tomaba a risa hasta que lo sufrió en sus carnes: nada menos que 230 días con secuelas. Y todo por una fiesta.
Ahora, lo que Ana recuerda son los días de llanto, de pérdida de pelo, de fatiga extrema. Ha vivido toda una odisea. Seis meses yendo de médico a médico, visitando a especialistas de cabecera con una pregunta en la cabeza. En su casa hay páginas y páginas de pruebas. Eran los inicios del coronavirus en Italia y no se sabía tanto como ahora. Pero qué me pasa. Al final llegó la sentencia: son las secuelas del bicho.
"Nunca en mi vida he estado tan agotada. Tengo 22 años y hacía dos horas de deporte al día. Ha sido durísimo pensar que ya no volvería a ser la misma. Me he pasado la postcuarentena yendo a médicos. Me han hecho cuatro análisis de sangre, he ido al dermatólogo, ginecólogo y nadie entendía qué me estaba pasando", explica. Su madre estaba muy preocupada.
Ana se remonta al 21 de febrero de 2020. "Yo era feliz, estaba de Erasmus en Turín, al norte de Italia. Tenía 21 años, cero problemas de salud, hacía dos horas de ejercicio al día y literalmente me dio por ser realfooder".
"Era viernes y el jaleíto llamaba a mi puerta. Mi tía me mandó unos mensajes diciéndome que tuviese cuidado, qué había coronavirus en Milán. Y yo ya estaba maquillada. No le hice caso", explica. "Si ese día no hubiese salido quizá no estaría ahora contando esto". Es más, a todo el que la quiso escuchar le dijo que la gente exageraba "que no era para tanto", recuerda. Pero le tocó. "Este día fue el 26 de febrero. Y según apagué el ordenador, después de hablar con mi madre, me tumbé en la cama y no pude levantarme en todo el día. Me sentía hecha una piltrafa".
Los siguientes días fueron una tortura. Con fiebre, en la cama, sin ganas de nada. El primer mes fue un suplicio en Italia porque al principio, como tenía mocos, le diagnosticaban gripe.
El 10 de marzo puedo volver a España en el último vuelo que salía de Turín. A casa de sus padres en Valladolid. Y ahí llegaron los efectos secundarios como la caída de pelo, ronchas en la piel, depresión y desarreglos incluso con la regla. No faltó tampoco el insomnio. Pensó que nunca lo lograría pero ahora ve la luz.