Luda Merino se acuna a ella misma antes de dormir. Por las noches se mete en la cama y mueve la cabeza de un lado a otro hasta conciliar el sueño. Tiene 23 años, pero lo lleva haciendo toda la vida. Además, le cuesta mantener el contacto visual con las personas con las que habla y la primera vez que recuerda haber llorado emocionada fue a los 15 años, aunque no es consciente de haber sentido dolor físico alguna vez.
Parecen comportamientos anómalos, pero no son casualidad. Nació el 27 de marzo del 2001 en un hospital de Kochenevo, un pueblo ruso. “Tenía sífilis congénita” y cuando la superó, enfermó de neumonía. Después de ocho meses ingresada, fue trasladada a una “casa cuna” a la espera de ser adoptada, algo que se materializó en enero de 2004, cuando aterrizó en Madrid.
“Los bebés aprenden a fijar la vista al ver a sus padres asomarse a la cuna, yo no tuve figuras de referencia, miraba al techo de un hospital y después al de un orfanato”, cuenta para razonar su conducta. Recuerda que cuando era una niña mantenía conversaciones de espaldas a las personas de su entorno con las que interactuaba, algo que ha corregido con el tiempo, aunque le cuesta mirar de forma fija a los ojos.
Explica que el acto de mecerse a uno mismo es un comportamiento típico de los niños adoptados a los que en su día les faltaron unos brazos que les arrullaran. “El meneo me calma, en los aviones me duermo con las turbulencias”, explica entre risas tras aclarar que recuerda una adolescencia muy dura porque se sentía “diferente e incomprendida”.
Por ello, en octubre publicó su libro No lo entenderías. Mi historia de adopción. Su objetivo es que otras personas que han transitado una historia parecida a la suya no se sientan solas. “Buscaba pequeños testimonios en las guías de padres adoptivos para verme identificada, quería encontrar cosas de gente como yo”, relata. Intentó escribir lo que a ella le hubiera gustado leer con 15 años, aunque insiste en que cada historia personal es única.
Celebra su cumpleaños cada 23 de enero. Festeja la fecha en la que llegué a Barajas, no cuando nació porque fue el día en el que la abandonaron. Su adaptación en la capital fue rápida, aprendió sin dificultad el español, ya que en ruso solo sabía decir tres palabras: sí, no y agua. Pero no tardó en sentirse “un bicho raro”.
Casi no comía, prácticamente solo bebía, un día decidió salir a “pasear con una cuchara atada a un hilo como si fuera un perro” y gritaba con facilidad. Sabe que apenas gateó, se lo explicó un óptico cuando le comunicó que su ojo dominante es el izquierdo, aunque ella es diestra.
“Lo más normal es que a un niño cuando llora lo atiendan, pero a mí no me pasaba eso. No siento dolor físico porque cuando sollozaba nadie me consolaba. Entonces, el cuerpo entiende que llorar no vale de nada y llega un punto en que el cerebro desconecta. Te dejas de sentir”, cuenta. La indefensión aprendida es un tecnicismo utilizado en psicología para referirse a un ser humano que ha entendido que debe comportarse pasivamente con la sensación subjetiva de no poder hacer nada.
“Me pegaba un golpe considerable y me quedaba mirando al infinito mientras decía que estaba bien. Mi madre me tenía que revisar en la ducha por si me había golpeado porque no decía nada”, relata. Todavía recuerda la primera vez que salió a dar un paseo por Madrid. Cuando llegó a casa y se descalzó sus pies estaban llenos de ampollas, pero no se quejó. Tampoco lo hizo cuando se abrió la cabeza y la ceja.
Al principio ni siquiera dormía en la cama, sino en la alfombra, pero no la despertaba ningún ruido. “No me enteré de las explosiones de Atocha durante el 11-M y se escucharon en todo el bloque de pisos en el que vivía”, cuenta. No recuerda haber sentido dolor físico, pero sí logra emocionarse. La primera vez fue al ver una película sobre la adopción con 15 años. Desde entonces, lo hace con facilidad. “Mi madre me dijo una vez que ahora lloraba lo que no había llorado antes”, recuerda.
Cuenta que también ha padecido trastorno del apego. Se refugiaba en cualquier persona sin distinguir el valor de un abrazo, en educación infantil siempre se pegaba a los profesores. “Hay que entender que dos señoras, mi madre y mi tía, llegaron al orfanato y tras darme mucho cariño, me subieron a dos aviones y me trajeron a España sin entender su idioma. Por ello, se iba con cualquier vecino que fuese amable, aunque le conociese por primera vez. “A cualquier persona que veía le pedía que me aupara”, recuerda. Le costó entender el significado de los vínculos.
Sin duda, lo que más ha marcado su vida es el abandono, que le afectó en su día a día durante mucho tiempo. Creía que causaba rechazo y que nadie la quería. Confiesa que no tuvo un mejor amigo hasta los 16 años. “Cuando quedábamos y se retrasaba 10 minutos me volvía loca, pensaba que iba a desaparecer o a pasar de mí”, recuerda.
A los 12 años quiso buscar sus orígenes y su progenitora la apoyó. “Para mí era importante armar el puzle de mi vida”, explica. Fue en la cocina de su casa donde ella le leyó un informe con algunos nombres e historias. “Eran cosas bastante simples, pero al fin me llegaron las primeras fotos de mi madre biológica, Olga, y supe quién era mi padre”, relata.
En 2023 empezó a buscar datos en profundidad y encontró la localización del orfanato. “Me hice un test y tengo ADN de Alemania, Polonia, Hungría, Noruega, Bielorrusia, la parte europea de Rusia, algo de la India y hasta un poco de inglesa. De la zona de Siberia no tengo absolutamente nada y, para colmo, parezco descendiente de los Reyes Católicos”, cuenta. Encontró a su padre biológico a través de las redes sociales. “Él pensaba que yo estaba muerta porque era lo que Olga le había contado”, relata.
Consiguió rehacer su árbol genealógico y contactó con sus primos y sus tíos. Supo la historia de sus bisabuelos, uno de ellos fue deportado a un gulag cuando Stalin decidió mandar a Siberia a todos los rusos de origen alemán. Hasta contactó con una mujer con la que compartía tatarabuelo. Pero no pudo conversar con su madre biológica, que era lo que más ilusión le hacía.
“Conseguí su teléfono y se negó a hablar conmigo, me dolió mucho”, relata. Sabe que su abandono no fue fortuito y que tiene un motivo. Por ello, no la juzga. “Conocer tu pasado te relaja. No saber qué fue de ti durante un tiempo produce angustia y la sensación de no saber quién eres”, explica.
En el mes en el que se celebra el Día Mundial de la Adopción reivindica varias cosas: “Los protagonistas son los adoptados, no los adoptantes. Siempre se ha concebido la idea de que hay un niño para una familia, pero es totalmente al revés”. Por ello, considera “egoísta, aunque no malo”, adoptar tras el deseo de ser padres y no poder conseguirlo.
Defiende que los menores deben mantener la denominación que les identificaba en su país de origen. Así lo hicieron en su caso, aunque le añadieron una segunda en español. “El nombre es parte de nuestra identidad y es lo único que conservamos de nuestro pasado. En mi caso lo eligió una enfermera del orfanato, es muy común, nada especial, pero es mi nombre", expresa.
Por otro lado, invita a dejar atrás los mitos. “A mí no me ha pasado porque parezco europea, pero hay a muchas personas a las que les preguntan de donde son y cuando les responden de Bilbao, les repiten la cuestión porque, en realidad, quieren saber por qué son negras”, reprocha tras recordar que ella es de Atocha y que su madre “no es de plástico”, aunque tenga otra biológica.
Pide que se agilicen los trámites para poder adoptar porque cree que la media de espera para conseguir realizar con éxito el proceso es muy larga y desmotiva a muchos familiares. Pero, sobre todo, insiste en formar al profesorado sobre la adopción y el acoso escolar, algo que ella sufrió tanto en primaria como en secundaria y no se sintió respaldada por sus docentes.
“Era la rarita que siempre estaba apartada, fue una etapa de mierda, para ser sincera”, confiesa. Cree que los docentes deben informarse sobre el trauma. “Los profesores de primaria no cortaron la situación de acoso cuando debían, algunos no se implicaban y otros querían ayudar, pero no sabían cómo”, cuenta.
Todavía recuerda cuando su tutor de biología les pidió realizar su árbol genealógico para intentar adivinar de donde procedían sus rasgos: “Le dije que no podía hacerlo porque era adoptada y todavía no había hecho la búsqueda de mi familia biológica, pero no lo entendió y tuve que hacer el de mi madre”.
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