En las películas de terror rara vez los protagonistas se enfrentan a sus miedos en lugares llenos de luz. Esto sucede porque los directores saben a la perfección que la oscuridad va a provocar en los espectadores un mayor desasosiego. Habitaciones tenebrosas, pasillos con luces muy tenues, bosques en los que no pasa la luz de la Luna, cualquier escenario de estas características sirve para crear miedo en la audiencia. Y esto es así porque cuando nos encontramos en situaciones similares –sin necesidad de que haya espíritus traviesos o psicópatas asesinos–, tendemos a sentir miedo.
La primera razón de nuestro miedo a la oscuridad se encuentra en el vínculo evolutivo. Toda la información que nuestros antepasados han ido recabando se mantiene en nuestra evolución como especie y, claro está, la oscuridad nunca fue plato de buen gusto. Durante la noche, cuando la visión era limitada y los peligros acechaban, tener miedo de lo desconocido fue una estrategia de supervivencia crucial. No en vano, quienes se mostraban cautelosos y evitaban situaciones peligrosas en la oscuridad tenían más probabilidades de sobrevivir y transmitir sus genes. Así pues, este miedo instintivo podría haberse transmitido a lo largo de las generaciones. No hay más que ver a los niños, que suelen mostrar temor cuando no ven lo que les rodea.
Y a esto hay que añadir que esa falta de información visual en la oscuridad provoca que nuestra imaginación sea capaz de crear escenarios ficticios de peligro y amenazas.
La herencia genética no es la única razón de que tengamos miedo a la oscuridad. En 2021, un estudio realizado por científicos de la Universidad de Monash (Australia) y publicado en PLoS ONE se adentró en el funcionamiento del cerebro cuando se enfrenta a situaciones de luminosidad y oscuridad sucesivamente. El resultado fue que en los momentos en los que todo se oscurecía, la amígdala del cerebro incrementaba su actividad. Si se tiene en cuenta que forma parte del sistema límbico y que su principal función es el procesamiento y almacenamiento de reacciones emocionales, como es el caso del miedo, se puede afirmar que existe una relación directa con el temor a la oscuridad, la cual se percibe como amenazante.
Generalmente, cuando somos pequeños solemos temer mucho más los cuartos oscuros. En numerosas ocasiones los niños suelen pedir que haya algo de luz mientras duermen. Con el tiempo esos temores se reducen o, al menos, se controlan, de modo que podemos sentirnos aterrados al cruzar un pasillo totalmente a oscuras, pero relajarnos rápidamente cuando encendemos la luz. Sin embargo, puede darse el caso de que el miedo a la oscuridad se convierta en una fobia irrefrenable, es decir, que se sufra nictofobia.
La nictofobia es un temor irracional y patológico a la oscuridad. “La fobia a la noche en adultos va más allá de la preocupación instintiva que genera la oscuridad, desata una ansiedad desadaptativa y síntomas neurovegetativos que terminan afectando considerablemente la calidad de vida”, explican en El Prado Psicólogos.
Este trastorno puede incluso provocar síntomas físicos en quienes lo padecen, tal y como apuntan desde este centro de psicología. Entre los más habituales hay que destacar los siguientes: sensación de dolor u opresión en el pecho, mareos, dificultad para respirar, temblores, sensación de hormigueo, excesiva transpiración, aumento del ritmo cardíaco y tensión muscular.
Y a ellos se suman otros síntomas emocionales como un miedo intenso que no se corresponde con el peligro real y la necesidad de escapar de esa situación lo antes posible. De hecho, es común que la persona afectada con nictofobia llegue a tener miedo a morir durante la noche.
Como se puede suponer, se trata de un problema mental que se debe tratar para evitar que afecte a la vida de una persona, toda vez que cada noche ha de enfrentarse a un descenso paulatino de la luminosidad. Para ello, lo mejor es ponerse en manos de especialistas que ayuden a superar un miedo que, como hemos visto, se encuentra instalado en nuestro ADN desde tiempos inmemoriales.
Así pues, parece que la oscuridad seguirá atemorizando al ser humano durante mucho tiempo y, por lo tanto, continuará inspirando a autores de todo el mundo cuando deseen infundir terror en su audiencia. En este sentido, un maestro como Edgar Allan Poe ya la utilizó en sus obras. “No es que me aterrorizara contemplar cosas horribles, sino que me aterraba la idea de no ver nada”, escribió en “El pozo y el péndulo”.