Después de dos olas de calor una detrás de otra, el cuerpo empieza a resentirse. A partir de los 35 grados, si hay alta humedad, puede haber riesgo para la salud. Con 40, incluso con niveles bajos de humedad, es también peligroso, según la Organización Mundial de la Salud. Hasta que comenzó el siglo XXI, había más víctimas mortales por frío que por calor. Sin embargo, a partir del verano de 2003, es el calor el que mata más que el frío en España.
Cuando las altas temperaturas se mantienen en el tiempo, se agrava el efecto del estrés térmico en el cuerpo, porque se van acumulando los efectos de las altas temperaturas. “Se van afectando muchos órganos, muchas funciones -sobre todo, de poblaciones en riesgo - que da lugar a una alteración de múltiples órganos o desregulación metabólica e, incluso, a veces, fallos multiorgánicos o muerte anticipada”, asegura Lorenzo Armenteros, portavoz de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG).
El sol abrasador y las altas temperaturas afectan a la piel, al corazón y a los músculos y nos hacen sentir cansados física y psíquicamente. El cuerpo humano se esfuerza por mantener una temperatura central alrededor de 37 grados. Así que, a medida que el clima se vuelve más cálido, el cuerpo tiene que trabajar más para mantener baja su temperatura: abre más vasos sanguíneos cerca de la piel para perder calor y comienza a sudar.
Cuando el sudor se evapora, el calor de la piel desciende. Además, los vasos sanguíneos se abren y baja la presión arterial por lo que el corazón ha de trabajar más para empujar la sangre por todo el cuerpo. “La pérdida de líquido continuada hace que no percibamos el sudor, que se va evaporando de forma muy rápida, lo que conlleva a una deshidratación que puede suponer un daño metabólico en el riñón o una alteración de minerales, fundamentales en la interconexión de las neuronas e interconexión cardiaca y dar lugar a arritmias o alteraciones cognitivas. Además, se produce una vasodilatación que puede provocar hipotensiones y desmayos”, señala el portavoz de la SEMG.
En los últimos años se van acumulando estudios que muestran cómo el calor tiene un amplio efecto sobre nuestra salud y comportamiento. En 2016, un equipo de Harvard comprobó cómo se reducían las funciones cognitivas durante una ola de calor de los estudiantes que no disponían de aire acondicionado. El número de respuestas correctas por minuto en los test realizados fue un 10% menor y su tiempo de reacción un 13% más lento.
Otro estudio de 2006 detectó que en las oficinas, la productividad de los trabajadores descendía un 9% cuando las temperaturas se acercaban a los 29 grados. Los autores, integrados en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley de Estados Unidos, registraron que la temperatura óptima eran 22 grados. Cada grado por encima de los valores adecuados reduce un 1% el aprendizaje, según una investigación basada en exámenes oficiales realizados a lo largo de 13 años en el país.
A eso se añade la falta de sueño por el calor nocturno, el cansancio, la reducción de la capacidad de concentración. Las altas temperaturas incrementan la impulsividad, reducen la capacidad de las personas para regular y adaptar su comportamiento. Los efectos son conocidos por las consecuencias más graves registradas en materia de la salud mental, también en fenómenos como el de la violencia machista y se estudia la correlación con el acoso escolar.
El calor más dañino es el nocturno. La sucesión de noches tropicales, una detrás de otra, pasa factura, sobre todo en aquello con una salud más débil. “El calor que mata es el calor nocturno porque es el que no deja descansar al cuerpo humano. Es un acumulador de efectos. Puedes estar uno o dos días bien, pero es al tercero o al cuarto cuando empeoras. Si la secuencia cálida dura varios días, son siempre los últimos días donde se ven las afecciones”, explica Jorge Olcina, catedrático de Geografía y responsable del Laboratorio de Climatología de la Universidad de Alicante.
“Durante el día, la gente sigue los consejos y no se expone al sol. El problema es la noche en algunos domicilios que no están bien acondicionados. Ahí es cuando las personas mayores o bebés sufren más el calor. Cuando la temperatura no baja de 20 grados, el cuerpo humano no descansa, porque no se puede conciliar bien el sueño”, asegura el climatólogo.
El cuerpo humano generalmente tolera menos el calor que el frío, aunque las personas pueden aclimatarse a temperaturas extremas de ambos. De hecho, los humanos se han ido adaptando cada vez mejor al aumento de las temperaturas con el paso de los años. Si entre 1983 y 2003, las muertes asociadas al calor aumentaron un 14% por cada grado por encima de la temperatura considerada ola de calor, entre 2004 y 2013, lo hizo menos del 2% por cada grado.
Dentro de España, el umbral de temperatura a partir de cuál se incrementa la mortalidad cambia, incluso, de una ciudad a otra. En Córdoba son 40 grados, y en A Coruña, 26. “En los climas más cálidos del sur, el umbral es más alto porque están más acostumbrados a temperaturas más altas. En cambio, en el norte, a poco que los termómetros lleguen a 26-30 grados, ya sienten calor”, señala Olcina.
El calor puede afectar a cualquiera, pero algunos grupos vulnerables, como las personas mayores y los bebés, corren un mayor riesgo de sufrir daños graves. “En ellos su sistema termorregulador está más reducido y es más complicado que sus cuerpos se ajusten a las altas temperaturas”, asegura Armenteros.
El riesgo también es mayor en aquellos que toman tratamientos crónicos, como los diuréticos e hipotensores para bajar la tensión arterial. “El hecho de que sean diuréticos hace que se pierda más líquido. Los hipotensores, unidos a esa vasodilatación por el calor, pueden incrementar su efecto. De ahí que haya que vigilar aun más la hidratación y a esos fármacos para que no se multipliquen los efectos de estos últimos”, señala Armenteros.