Selma van de Perre tiene cien años y siete meses y vive sola en su casa de tres plantas en Londres. Hasta no hace tanto jugaba al golf, aunque desde hace dos años apenas ve y necesita que venga una persona a ayudarla unas horas al día, sobre todo con los correos electrónicos. Es holandesa y tiene una lucidez y una fuerza impropias de una persona de su edad. Su marido falleció hace cuarenta y tres años. Tiene un hijo, pero no tiene nietos. Selma es la última superviviente del campo de concentración de Ravensbrück, donde pasó nueve meses. Sus padres, su hermana pequeña y otros tíos y primos fueron asesinados por los nazis en campos de exterminio. Durante dos años fue miembro de un grupo de la resistencia holandesa. Ha publicado un libro que se llama ‘My name is Selma’ (Mi nombre es Selma) [Editorial Scribner], publicado en inglés, holandés y nueve idiomas más, pero no en español.
Selma van de Perre (Velleman era su apellido de soltera) nació en Ámsterdam el 7 de julio de 1922. Tenía, por tanto, diecisiete años cuando los nazis invadieron Holanda. Hasta entonces nunca se imaginó que pudiera haber una guerra y menos aún que su país participara. “Holanda fue neutral en la Primera Guerra Mundial y pensábamos que también lo sería en la Segunda”, cuenta. Procedía de una familia trabajadora, de padre actor y madre sombrerera, una familia muy inestable económicamente por la incierta profesión de su padre. Eran cuatro hermanos. Los dos mayores, David y Louis, se alistaron en el ejército holandés. Clara, la pequeña, tenía once años cuando la invasión nazi de Holanda.
Tampoco imaginaba Selma que su familia sería perseguida por ser judía. Es cierto que su padre era judío, pero nunca practicó esta religión. Ni el judaísmo ni ninguna otra. Eran más bien ateos. Selma nunca había hablado de religión con sus amigos. Incluso asistía a la escuela los sábados, el Sabbath, el día festivo de los judíos. Por eso sus compañeros y maestros se sorprendieron al enterarse de que era judía cuando los alemanes convirtieron la religión en un factor de vida o muerte.
El 10 de febrero de 1940, Louis, el hermano mayor de Selma, despertó a toda la familia a las cuatro de la madrugada gritando: “¡Estamos en guerra!”. Pusieron la radio. Alemania había invadido Holanda, Bélgica y Luxemburgo sin ni tan siquiera haber declarado la guerra. Había lucha en la frontera. La noticia corrió como la pólvora. Todo el vecindario estaba despierto a esa hora. Los vecinos pegados a la radio. Cuatro días más tarde, Holanda sucumbía. Holanda era nazi.
A partir de entonces se inició una progresiva y aplastante segregación de los judíos. Los alemanes constituyeron el Consejo Judío, encargado de dictar todos los decretos antisemitas. Primero obligaron a todos los judíos a registrarse como tal. Después cerraron con alambradas el barrio judío, donde vivían los Velleman, y controlaron el suministro de alimentos. Después les prohibieron usar el transporte público, asistir a teatros, cines, restaurantes y realizar cualquier actividad lúdica.
Más adelante les forzaron a entregar todos los aparatos de radio, dejándolos incomunicados, y les obligaron a declarar sus posesiones para luego confiscárselas. En enero de 1942 se les estampó la “J” de judío en su documento de identidad y obligaron a los mayores de seis años a llevar colgada en el pecho una estrella de David amarilla para andar por la calle para señalizar que aquella persona era judía. “Mi padre tuvo que ir a comprar estrellas amarillas para toda la familia -explica Selma-. En la calle yo trataba de ocultarla colocando por encima el tirante de la mochila, pero era ilegal hacerlo, la teníamos que mostrar. Entonces me di cuenta de que era otra persona y pertenecía a una nación judía”.
Después se impuso el toque de queda y empezaron a llevarse a judíos a trabajar a Europa del este. Entonces no sabían que, en realidad, se los llevaban a campos de concentración, aunque sospechaban que algo siniestro sucedía porque ninguno de los que marchaba regresaba. El 7 de junio de 1942, el día que Selma cumplía los veinte años, la citaron a la estación central de Ámsterdam para llevarla a trabajar a Polonia.
Su padre le hizo tragarse una pastilla de chocolate laxante muy fuerte provocándole una tremenda diarrea. El doctor corroboró la presencia de sangre en las heces y se libró de subir al tren. Al menos, temporalmente. Ganó el tiempo suficiente para enterarse de que las enfermeras estaban exentas por ser consideradas trabajadoras esenciales para la guerra. No consiguió trabajo de enfermera, pero sí en una fábrica de pieles que hacía uniformes para el ejército alemán. También estaba considerado como trabajo esencial para los nazis y evitó que la subieran al tren.
Los soldados alemanes empezaron a ir casa por casa arrestando a familias judías enteras. Las llevaban al llamado “teatro de los judíos”, utilizado durante la ocupación nazi como centro de detención de judíos antes de enviarlos a los campos de concentración y de exterminio. El teatro estaba dirigido por Walter Süskind, que era “uno de los refugiados (judíos) alemanes y austríacos que llegaron a Holanda antes de la guerra para aprender a ser granjeros y poblar Palestina, el actual Israel”. Süskind utilizó su posición para salvar la vida a cientos de niños judíos que llegaban al teatro sacándolos de allí y borrando su rastro. Selma lo conoció más tarde, cuando ambos estaban en la resistencia.
En este teatro permanecían unos días antes de trasladarlos al campo de concentración de Westerbork, en el norte de Holanda, cerca de la frontera con Alemania. Westerbork era un campo de tránsito hacia los campos de exterminio alemanes de Auschwitz y Sobibor. Allí podían pasar semanas o meses, pero nadie se libraba de ser subido a los trenes a Auschwitz y Sobibor. Cada martes salía un ferrocarril. Entre julio de 1942 y septiembre de 1944, partieron sesenta y cinco trenes de Westerbork a Auschwitz y diecinueve a Sobibor, donde los judíos eran gaseados nada más llegar.
En total, ciento siete mil judíos subieron a esos trenes de la muerte, entre ellos su prima Sarah, que no quiso dejar solo a su marido cuando lo subieron al tren pese a que ella se salvaba y decidió acompañarle. Al padre de Selma también se lo llevaron a Westerbork. Durante un mes Selma estuvo escribiéndose con él. Supo que su padre había enfermado. En una carta le pedía cajas de chocolate. A él no le gustaba el chocolate y dedujo que sería un obsequio para las enfermeras para que le dejaran quedarse más tiempo en la enfermería y no lo enviaran a Auschwitz.
Una noche, Selma escuchó el taconeo de las botas de los soldados alemanes subiendo las escaleras de su bloque. Avanzaron por el pasillo. Rompieron la puerta de al lado. Oyó las súplicas y el pánico de los vecinos, los gritos de los soldados alemanes, los golpes indiscriminados a ancianos y a niños. Se los llevaron a todos. “Mañana vienen a por nosotros”, le dijo Selma a su madre. Sus hermanos mayores estaban en el frente luchando y su padre en Westerbork y fue Selma, con veinte años, quien tomó las riendas de la familia.
A la mañana siguiente envió a su madre y a su hermana Clara, que entonces tenía catorce años, con una familia no judía en Eindhoven. Era octubre de 1942. Ella se quedó en Ámsterdam, escondida en casas de amigos. Seguía trabajando en la fábrica de pieles. Un día de noviembre tuvo un presentimiento cuando se dirigía al trabajo. Se dio media vuelta y no fue a trabajar. Dos horas más tarde se enteró de que había habido una redada nazi en la fábrica y que se habían llevado a todos los trabajadores a Westerbork. Una vez más su instinto le había salvado la vida. Sin embargo, la situación se había vuelto demasiado peligrosa. El 6 de diciembre de 1942 supo que su padre había sido deportado a Auschwitz. No volvió a tener noticias de él. Después de la guerra descubrió que fue gaseado al día siguiente, nada más llegar.
La desaparición de su padre inundó de tristeza a Selma e incendió su deseo de luchar contra los nazis. Se marchó a Leiden, al sur de Holanda, y se integró en la resistencia a través del doctor Wim Storm, jefe de neurología del hospital de la localidad, y de su esposa. Ellos fueron los que la introdujeron en la lucha clandestina, que todavía se estaba gestando en toda Europa. “No había resistencia entonces, la gente empezó a ayudarse, los cristianos empezaron a esconder a los judíos”, dice. Cambió de identidad para borrar cualquier rastro de su pasado judío. Adoptó diversas identidades. La última, Margarita van der Kuit, que era el nombre de una chica de edad parecida, dos años menor, que acababa de morir. Un infiltrado de la resistencia en el archivo de la ciudad eliminó su acta de defunción. Selma Velleman se convirtió en Margarita van der Kuit.
En una ocasión, en Leiden, mientras caminaba por la calle, alguien gritó “¡Selma!”. La habían reconocido. Selma se giró y vio que era un chico de su barrio en Ámsterdam. No quiso descubrirse. No podía fiarse de nadie. Los alemanes ofrecían siete florines a todo aquel que delatara a judíos. Era mucho dinero para aquella época y más en tiempos de guerra. Selma (ya Marga) se alejó sin devolver la mirada con el pulso acelerado. Lo ignoró. Más tarde supo que aquel chico colaboraba con los nazis.
Había distintos grupos de la resistencia que operaban por separado. Algunos se encargaban de facilitar el transporte de judíos o refugiados alemanes o austríacos, otros ofrecían documentos falsos, rutas de escape y casas, otros realizaban sabotajes y recopilaban inteligencia. Ella pertenecía a la pequeña cédula de Joop Westerweel, un maestro de escuela que acabó siendo detenido en 1944 cuando lideraba a un grupo de niños judíos en una ruta hacia España y fue ejecutado.
Selma era la mensajera del grupo de Westerweel. Se encargaba de llevar unos diarios ilegales que ellos mismos editaban con la información prohibida por los nazis, panfletos sobre huelgas y documentación falsa. Se movía como una sombra por territorio holandés y por Francia y Bélgica cruzando la frontera clandestinamente con la ayuda de granjeros. “Las chicas jóvenes teníamos menos probabilidades de ser paradas para pedirnos los documentos -cuenta-, los alemanes no se imaginaban que hiciéramos esos trabajos para la resistencia”.
En una ocasión, durante una misión, en un vagón de tren, un oficial alemán la obligó a abrir el maletín que cargaba lleno de diarios ilegales y documentos falsos. Pensó que era el fin. Pero el oficial no se fijó en el contenido y la dejó marchar. Fue desde ese día que desarrolló un fuerte dolor de estómago que no era más que una manifestación física de su miedo. Pero ella no dejó que ni el dolor ni el miedo la controlaran. Ese dolor no le desapareció hasta después de la guerra y aún hoy, ochenta años después, sufre achaques de tanto en tanto. Su misión más arriesgada fue la de entrar en el cuartel general nazi en París donde un contacto la estaba esperando para entregarle un documento que debía servir para salvar la vida de dos miembros de la resistencia que iban a ser ejecutados.
El 2 de julio de 1943 supo que su madre y su hermana habían sido detenidas tras ser delatadas. Fueron trasladadas a Westerbork y de allí las subieron al tren de Sobibor, donde fueron exterminadas. “Nunca supimos quien las traicionó, mi hermano trató de averiguarlo tras la guerra, pero nunca lo supimos -cuenta Selma-. La mujer que las ocultaba fue arrestada y pasó seis meses en la cárcel y aseguró que había sido su marido en venganza porque ella lo había dejado y quería divorciarse, pero nunca supimos quién las delató”. Selma lloró y lloró durante noches infinitas. Luego se levantó y se ofreció para trabajar todavía más para la resistencia. Necesitaban a gente con pensamiento lógico. Ella tenía ese perfil.
El 18 de junio de 1944 Selma fue detenida en Utrecht junto con otros dos compañeros del grupo de Westerweel. Fueron llevados a la comisaría primero y después a la prisión de Ámsterdam donde permaneció un mes antes de ser trasladada al campo de concentración de Vught, en el sur Holanda, donde trabajó en una fábrica de máscaras de gas para los alemanes. “Traté de olvidar mi identidad -explica- y, cuando fui arrestada, al principio no quería quedarme dormida porque tenía miedo de decir mi nombre o revelar algo en sueños”. Si descubrían que era judía, la enviarían a Auschwitz o Sobibor y la matarían como hicieron con su padre, con su madre, su hermana y sus tíos y primos. “Quería sobrevivir, me decía a mí misma tienes que sobrevivir, no quería darles a los alemanes el placer de asesinarme”, confiesa. La estancia en Vught fue dura, pero fueron unas vacaciones en comparación con lo que tendría que venir. El infierno la esperaba.
El 6 de septiembre de 1944, tras el desembarco de Normandía de los aliados para liberar la Francia ocupada, se llevaron unas ochocientas mujeres de la prisión de Ámsterdam en un tren de ganado rumbo a Ravensbrück. "Vi como las mujeres guardianas (nazis) empujaban a todas las chicas hacia dentro de los vagones de ganado -cuenta-. Yo no quería subir a ese tren y me escondí debajo de un colchón. Pero mi pie quedó fuera. Una guardiana lo descubrió, me arrastró hacia afuera por las piernas y me metió en el tren que nos llevó a Ravensbrück". La metieron en el último vagón, donde solo había doce mujeres.
Fue un viaje tenebroso de tres días y dos noches interminables sin comer ni beber. En su vagón pudieron tumbarse en el suelo, algo que no podían hacer en los otros vagones, donde las mujeres estaban amontonadas como reses y tuvieron que estar de pie todo el trayecto. A Selma le dejaron un trozo de papel de váter y un bolígrafo y escribió una nota a Greet Brinkhuis, su gran amiga de infancia en Ámsterdam.
Le explicaba que estaba siendo deportada a Ravensbrück o a Saschenshausen (no lo sabía con certeza) y le pedía que mantuviera el ánimo en alto. En la última estación holandesa antes de entrar en Alemania, echó la nota por un resquicio del vagón. Era un mensaje en una botella que esperaba que alguien recogiera del suelo, la leyera y se la enviara a la dirección que había escrito al final de la nota. “Escribir esa nota fue algo muy arriesgado”, reconoce.
En Ravensbrück fueron recibidas el 9 de septiembre de 1944 por oficiales de las SS con látigos de cuero y metal y ladridos de perros rabiosos con uniformes verdes igual que sus amos. Ravensbrück era el único campo exclusivo para mujeres. Todas eran presas políticas francesas, polacas, noruegas, checoslovacas, belgas u holandesas o disidentes alemanas. De las ciento treinta y dos mil mujeres que entraron en Ravensbrück en total, tan solo cuarenta mil salieron. Y de las ochocientas holandesa trasladas en ese tren, solo ciento noventa sobrevivieron. O bien fueron gaseadas o fusiladas, o bien murieron por enfermedades o de hambre.
La crueldad empleada en Ravensbrück, donde había cámara de gas y crematorio, no cabía en ninguna mente humana mínimamente razonable. Los niños recién nacidos eran arrancados de sus madres y ahogados en cubos de agua, estrangulados, enterrados vivos u olvidados en espacios hasta que dejaban de llorar para siempre. Las niñas eran esterilizadas. Las mujeres, violadas. Los médicos realizaban experimentos barbáricos con las prisioneras para conocer el límite del sufrimiento del cuerpo humano.
Dormían en barracones superpoblados con tres y cuatro cuerpos por catre. Muchas tenían que dormir tumbadas en el suelo sin manta en medio de frío invernal. No podían limpiarse la ropa y pocas veces las duchaban así que el hedor que se respiraba dentro de los barracones era insoportable. Selma llevaba el número 66947 en una pulsera de tela. A diferencia de otros campos, no se lo tatuaron en la piel. Pero el trato era el mismo. Las trataban como números.
Trabajaban doce horas al día en la fábrica de Siemens, que se encontraba a lo alto de la colina. Las despertaban a las cuatro de la mañana. A las que se dormían o no podían levantarse las sacaban del catre a latigazos y a golpes. Las alineaban frente a los barracones y las contaban. Si el oficial del recuento se descontaba, volvía a empezar en una rutina que podía durar una hora sin que ellas pudieran moverse.
"Nos levantaban a las 4 de la mañana. A las cinco sacaban un barril de algo que llamaban café y eso era todo lo que nos daban por la mañana, una taza de café y una rebanada muy fina de algo que llamaban pan -recuerda Selma-. Por la tarde, cuando acabábamos de trabajar, nos daban una especie de sopa que era agua, si tenías un poco de suerte, encontraban unos hilos de hierba dentro. Pero no nos daban comida y muchas mujeres morían de hambre".
Esta alimentación les provocó graves problemas intestinales y diarreas. Durante todo el tiempo que estuvo allí, Selma padeció disentería. Por suerte dormía en la parte del barracón cerca de los lavabos. Pero una noche tuvo un apretón y no llegó. Defecó a medio camino. A la mañana siguiente los oficiales nazis, al pasar lista, preguntaron quién había sido. Selma dio un paso adelante. La molieron a golpes en la cabeza hasta dejarla inconsciente. Más tarde cogió el tifus. En la fábrica de Siemens se hizo muy amiga de una checoslovaca que se llamaba Vally Novotna, que era alta y guapa. “Era muy buena persona, me salvó la vida cuando yo estaba muy enferma y me dio un trozo de pan con cebolla”, explica
En febrero de 1945 se llevaron a las mujeres de más edad a Uckermark, que era un pequeño campo de exterminio al lado de Ravensbrück para ejecuciones de emergencia. Las metieron a todas en la cámara de gas. Dos meses más tarde, el 14 de abril de 1945 se llevaron a todas las prisioneras belgas y holandesas, entre ellas Selma, y las separaron. Habían oído que las prisioneras noruegas y danesas había sido liberadas, pero no sabían si aquella información era cierta.
Se las llevaron en dirección a Uckermark. Pensaban que iba a ser ejecutadas. Selma tenía veintidós años y recuerda que sintió rabia por que la fueran a matar tan tarde, después de todo lo que había pasado. Pero vieron pasar de largo Uckermark. Las retuvieron en un campamento un poco más lejos durante nueve días en los que estuvieron mentalizándose de que las iban a ejecutar.
El noveno día las metieron de nuevo en camiones. Los vehículos se detuvieron en medio de la nada y las hicieron bajar. Había llegado su hora, las iban a ejecutar, pensó Selma. De repente, vio a un hombre rubio y atractivo que se acercaba. Era miembro de la Cruz Roja sueca. Las acababan de liberar. Estaban a salvo. Les dieron chocolate y cigarrillos. Una semana más tarde, el 30 de abril, los soldados rusos liberaron Ravensbrück.
Las condujeron a Suecia donde un miembro del gobierno holandés las registró en un listado. Selma se identificó como Margarita van der Kuit. Quería dar su nombre real, pero seguía sin fiarse. Pensaba que el listado iba a ser enviado a Holanda, que seguía ocupada por los nazis. Tras registrarse se dirigió a una sala enorme con colchones en el suelo con el resto de compañeras. Pero a los pocos minutos regresó al puesto de registro y le preguntó al hombre encargado a dónde enviaban el listado. Le dijo que lo enviaban a Londres por la vía diplomática. Selma pensó que tal vez lo podría ver su hermano (sabía que estaba en Inglaterra) y se atrevió a dar su verdadero nombre. El hombre, sin mediar palabra, tachó el nombre de Margarita van der Kuit y escribió el de Selma Velleman. Volvió a ser Selma.
En el primer ágape tras la liberación, tras nueve meses cautivas, comieron hasta empacharse y muchas enfermaron. Después fueron trasladadas a un campo con sauna y con todos los lujos para recuperarse. El trato que recibieron por parte de las autoridades y de los ciudadanos suecos fue exquisito.
Un día recibió un telegrama de su hermano David desde Londres que le dijo que había visto su nombre en el listado de supervivientes de Ravensbrück. Ella no lo sabía, pero su hermano trabajaba en el Ministerio de Defensa británico. Le preguntó si sabía algo de sus padres y de Clara. David no sabía nada. Selma rompió a llorar.
Cuando Holanda fue liberada, viajó a Ámsterdam para buscar a su amiga Greet. Respiró al descubrir que había sobrevivido a la guerra y supo que un trabajador de la última estación holandesa, una tal señor Zoete, había encontrado la nota de Selma y se la había entregado a Greet. En Ámsterdam también se reencontró con David. Fueron a cenar para celebrar el reencuentro, pero no había apenas alimentos en toda la ciudad. En un restaurante les sirvieron una paloma, pero era tan pequeña y estaba tan seca que no se la pudieron comer y acabaron compartiendo un pastel de manzana con helado.
Más adelante se reencontró con su hermano Louis, que había vuelto del frente en Oriente Medio, donde había continuado la guerra, y recibió una carta del ministerio de Defensa británico con un permiso para ir a vivir a Inglaterra. Y se trasladó a vivir allí con sus dos hermanos.
En Reino Unido se casó y tuvo un hijo. Trabajó como periodista para la BBC y como corresponsal para medios holandeses. Selma dice que se considera una persona afortunada. “Una vez se lo dije a una amiga alemana que había nacido después de la guerra -explica- y ella me dijo: ‘no, Selma. tú no tuviste suerte. Hiciste lo correcto todo el tiempo’. Dijiste ‘nein’, ‘no’ y ‘sí’ cuando tenías que hacerlo. Y moviste la cabeza para decir ‘sí’ o ‘no’ en el momento adecuado”.