Recuperarse de un ictus: "El mensaje de que sólo mejoras el primer año es demoledor y falso"

  • Cada año 110.000-120.000 personas sufren un ictus en España, la mitad se queda con secuelas o fallece

  • Rosa Rubio, que sufrió un ictus hace una década, lamenta que cuando estos pacientes salen del hospital, les "lanzan a la vida sin que sepan cómo empezar de cero"

  • Alberto Martín, que padeció hace dos años un ictus: “Tuve que volver a aprender todo: a llevarme la cuchara a la boca, a contar garbanzos, a mover la mano, a sujetar las cosas, a ponerme de pie y a marcar el paso”

En solo seis meses a Alberto Martín (Gijón, 57 años) la vida le dio dos enormes sacudidas. En mayo de 2020, en plena pandemia, su mujer falleció tras una década enferma de cáncer; solo medio año después, él mismo sufrió un ictus. Además de una tensión arterial disparada bajo tratamiento, no tenía ningún otro factor de riesgo -no fumaba y bebía poco- salvo un enorme estrés por su situación familiar y laboral. Entonces trabajaba en la asociación cultural Literastur.

Cada año 110.000-120.000 personas sufren un ictus en España. Un 50% se queda con secuelas o fallecen. En los últimos 20 años, la mortalidad y discapacidad por ictus ha disminuido, gracias a la detección precoz y al control de los factores de riesgo, según datos de la Sociedad Española de Neurología. Uno de cada ocho pacientes que sufren un ictus tienen entre 35 y 55 años. 

“Un domingo por la noche me empecé a encontrar mal. Estaba acompañado de mis dos hijos Carlos y María (que ahora tienen 22 años y 19 años) y cuando me fui a la cama me sentí mareado y sin sensibilidad en la parte derecha del cuerpo. No era capaz de levantarme, así que llamamos al 112”, recuerda.

La ambulancia vino en cinco minutos y ya en el hospital de Oviedo le ingresaron en la unidad de críticos. En la unidad de ictus estuvo tres días. Luego le trasladaron al Hospital de Gijón, donde llegó a estar un mes hospitalizado. Una obstrucción de una arteria en el cerebro había desencadenado su ictus.

“Me quedé inútil. No podía ni ponerme de pie ni incorporarme. Había perdido la parte derecha íntegra del cuerpo. Me tenían que ayudar para todo: no podía ir al baño solo, ni comer, ni hacer prácticamente nada. Lo único que no perdí fue el habla”, cuenta. “Fue como un puñetazo en la cara. Además, hacía poco me había roto la cadera. Me costaba comprender por qué me pasaba a mí todo aquello. ¿Qué había hecho mal para llegar a esa situación? Había tenido hasta entonces un mundo medianamente tranquilo y de repente me veía en el hospital, en medio de una pandemia, ingresado”.

Del andador a las muletas

Empezó entonces una carrera a contra reloj por recuperar lo perdido teniendo en cuenta que los recursos sanitarios estaban bajo mínimos por la covid. “En el hospital me sentí un poco aparcado como quien dice. Pero tuve suerte con las rehabilitadoras que vieron que, como yo no tenía mucha edad, cuando iban a atender a otros pacientes, me echaban una mano también a mí”.  

La rehabilitación la comenzó con un andador, ni siquiera con muletas. No podía ni ducharse ni vestirse solo. Ponerse unos calcetines era una odisea. El hospital le facilitó ayuda a domicilio con una rehabilitadora y un terapeuta durante tres meses. “Tuve que volver a aprender todo: a llevarme la cuchara a la boca, a contar garbanzos, a mover la mano, a sujetar las cosas, a ponerme de pie, a marcar el paso”.

Un mes y medio después consiguió deshacerse del andador y sustituirlo por dos muletas. Luego empezó a recibir rehabilitación en el Hospital de Cabueñes (Gijón) y en el ambulatorio de Pumarín (Oviedo), donde durante un año le han dado sesiones dos veces a la semana. “Gracias a ellos mejoré bastante y pude comenzar a andar solo con una muleta, que es como estoy ahora. Eso me permitió una autonomía grande”, reconoce Alberto, que pertenece a la asociación de ictus de Asturias Asicas, dentro de la Federación Española de Daño Cerebral.

Hace todo en casa

Alberto vive ahora solo porque sus hijos se han ido a estudiar fuera de Gijón. En casa hace él todo, desde cocinar a hacer la compra. Coge el transporte público y lleva una vida medianamente normal. Además, busca empleo. A pesar de su minusvalía, quiere seguir cotizando algunos años más antes de jubilarse.

El ánimo no lo ha perdido. Sabe que no puede dejar de hacer ejercicio y de caminar todos los días para no volver atrás. Aunque más lento, Alberto sigue mejorando dos años después. “Estoy a punto de soltar la muleta y caminar por mi cuenta. El aprendizaje es diario”.

Rosa, un ictus con 40 años

También Rosa Rubio (Barcelona, 50, años) sufrió un ictus cuando tenía 40 años. Durante un mes antes estuvo con muchísimos mareos, vértigos, dolores de cabeza y vómitos, pero nadie supo vaticinar lo que se le venía encima. “Estaba agotada, pero fui al médico y tras muchas pruebas no me encontraron nada. El diagnóstico fue que tenía estrés”, señala. Una noche se sintió realmente mal. A la una de la mañana se despertó con muchos vómitos y un terrible dolor de cabeza que jamás había sentido.

Fue su hija mayor, que entonces tenía 12 años (la otra tenía nueve), la que llamó a urgencias de un seguro privado para que asistieran a su madre. El médico que le atendió en casa le aseguró que sufría un cuadro de gastroenteritis y le pinchó Primperán y un relajante muscular para que descansara. “Me dormí media hora y cuando me desperté ya era como un bebé: no podía hablar, ni andar, ni hacer prácticamente nada. Sobre todo, con la parte izquierda del cuerpo”.

20 horas hasta una resonancia

Una ambulancia medicalizada la trasladó al hospital, donde después de 20 horas le realizaron una resonancia y tras comprobar que había tenido un derrame hemorrágico la trasladaron a otro centro hospitalario donde estaba el código ictus activado. Había que operar para sellar el derrame y drenar el hematoma que se había formado.

Rosa sufría, sin saberlo, una malformación de nacimiento que podía hacer que en un momento dado una vena del cerebelo reventase como así ocurrió. “Con un hilillo de voz le pregunte a la médico que me iba a operar si me iba a morir. Me contestó que no sabía”.

Tras 10 días en el UCI y 15 más en planta comenzó a hacer rehabilitación en casa con un fisioterapeuta, pagado por ella misma, seis horas diarias. No podía andar, ni tragar. Andaba mal. No tenía equilibrio y su parte izquierda del cuerpo estaba muy debilitada.

Segunda operación

Tres meses después Rosa tuvo que someterse a una operación para extirpar la malformación que padecía. Durante la intervención sufrió otro ictus. Los médicos les dijeron a sus padres que se moría, pero salió de aquella. Otra vez había que empezar de cero, porque lo poco que había recuperado desde el primer ictus lo había perdido.

“Ya no era un bebé, era lo siguiente. Tenía secuelas nuevas, pero como ya había estado en el pozo tres meses antes, pude identificar todo antes y empezar otra vez”, asegura. Anímicamente, sin embargo, se quedó tocada. “Es como un tsunami. Cuando te da un ictus, en 30 minutos ya eres otra persona. Asumir que ese proyecto de vida se cae es muy complicado. Entras en bucle con preguntas como ¿por qué a mí? Hasta que decides  que, aunque estés frustrada, no eres una persona frustrada”.

Rosa se queja de la poca ayuda que reciben estos enfermos cuando salen adelante. “En la fase aguda somos excepcionales en España, pero cuando sales del hospital, te lanzan a la vida sin saber cómo empezar de cero. En esa segunda fase nos sentimos muy solos”, asegura Rosa, que pertenece a la Fundación Ictus.

Aunque a día de hoy Rosa no tiene secuelas visibles, sí hay otras invisibles que padece. “No tengo equilibrio por lo cual no sé correr, ni saltar, ni impulsarme. Mi parte izquierda del cuerpo tiene menos fuerza, tengo hiperacusia (oigo todo muy amplificado), visión fantasma, como una sombra detrás, y un dolor de cabeza permanente”, asegura.  

Una década después, Rosa sigue mejorando. “El mensaje de que las personas solo mejoran durante el primer año es demoledor y, además, es falso. Yo sigo ejercitándome después de 10 años, pero hay gente que no se levanta de la silla de ruedas cuando oye ese mensaje”, señala. “Es verdad que durante el primer año el avance es más rápido, pero no nunca dejas de mejorar. Yo en el último año he conseguido, por ejemplo, llevar tacones”.