Un episodio invernal va a afectar a España esta primera semana de noviembre por la irrupción de una masa de frío polar. Con el cambio brusco de temperatura llegan los temidos catarros, que causan dolor de garganta, tos y la molesta mucosidad, además de un destemple. Son síntomas que todos conocemos y asociamos al otoño y al invierno, pero ¿tiene el frío la culpa de que nos resfriemos más?
El motivo por que el nos resfriamos en invierno no está en las bajas temperaturas a las que nos vemos expuestos, sino a una serie de virus, alrededor de 200, sobre todo los conocidos como rinovirus, que se reproducen mejor en condiciones de frío, por lo que es difícil no sucumbir a un catarro cuando los termómetros caen en picado.
Son muchos los estudios que han tratado de dar una explicación a su incidencia en esta época del año y lo que está probado, y aquí no hay mito o leyenda que valga, es que esta dolencia leve aumenta su incidencia por la disminución de la respuesta inmunitaria de nuestro organismo, que se torna más lenta y, por lo tanto, hace que el patógeno campe a sus anchas. Además, pasamos más tiempo en espacios cerrados, sin apenas ventilación, y en condiciones de humedad muy bajas, rodeados de otros semejantes contagiados, factores que hacen que los microbios encuentren en nuestras vías nasales (frescas y húmedas) el lugar ideal para mantenerse activos.
Hace justo cinco años, investigadores de la Universidad Yale publicaron un estudio en el que confirmaron la proliferación de los rinovirus, causantes del resfriado común, a temperaturas que oscilan entre los 33 y los 35º, la misma que suelen presentar las cavidades nasales de los humanos expuestos a condiciones de frío. Pero aquella investigación fue más allá y confirmó la disminución notable de la actividad de las células encargadas de las enzimas antivirales, las mismas que nos protegen del contagio.
Según un artículo publicado en Medical News Today, los virus tratan de internarse en nuestro organismo a través de la nariz, donde existe un mecanismo de defensa sofisticado contra los intrusos microbianos que consiste en la acción de la mucosidad, donde quedan atrapados, y de los cilios (pelos diminutos), que ayudan a que ese moco esté en movimiento y termine en nuestro estómago (al tragar), donde los ácidos los neutralizan. Sin embargo, el aire frío enfría esa cavidad, provoca la rigidez de esos bellos y, por lo tanto, ralentiza su efectividad.
"Más que las estaciones es la condición climática. Sabemos que el frío tiene un efecto debilitante sobre las células del sistema inmune que se encuentran en las vías altas respiratorias (la nariz y la garganta) y eso provoca que algunos de estos microorganismos puedan saltar esa línea defensiva", indica Manuel Sánchez Angulo, miembro del Grupo de Docencia y Difusión de la Sociedad Española de Microbiología.
Una vez que el virus penetra, es el sistema inmune el que lucha contra el intruso. Los fagotitos, células inmunes, los engullen y digieren, pero los últimos estudios relacionan también la presencia de aire frío con una merma de esa tarea defensiva. Por otra parte, el descenso de vitamina D en los meses del invierno también estaría relacionada con una bajada de la fabricación de la molécula antimicrobiana, responsable de limitar la capacidad de replicación de los virus.
Asimismo, se sabe que los cambios bruscos de temperatura, del frío exterior a los espacios con calefacción, "conllevan una disminución de las defensas del árbol respiratorio”, señala el internista Manuel Serrano, un escenario ideal para que el contagio prolifere, sobre todo al permanecer más tiempo en espacios cerrados y en contacto con otras personas contagiadas. Los ambientes muy secos, con baja humedad relativa, procuran estabilidad a los virus, que encuentran en nuestras vías respiratorias el paraíso ideal donde proliferar.
Por otra parte, recientemente un equipo de investigación estadounidense descubrió la capacidad de ciertos virus para cubrirse con un material graso, a modo de gel, que les protege del frío y les permite el contagio de persona a persona, pero que se desvanece cuando entran en contacto con la temperatura más cálida del tracto respiratorio, pudiendo, así, infectar las células de las cavidades respiratorias altas.