Si hace un año te llegan a decir que ibas a estar harto de las fiestas, los viajes y los planes fuera de casa, no te lo habrías creído. Después de la pandemia, socializar se convirtió un oasis de diversión, y como dice la canción de Extremoduro, “salir, beber, el rollo de siempre” era ese ansiado plan que exprimíamos al máximo hasta las diez de la noche, cuando volvíamos a casa por el toque de queda. Un año después y sin hora de llegada, muchas personas se sienten agotadas por la socialización constante a la que se ven expuestas.
¿Recuerdas cuando de pequeño ibas a pasar una semana en casa de tu abuela y todos los días te ponía un plato de lentejas, sopa y ensaladilla rusa? Ahora adoras esa comida, pero con 10 años estabas deseando volver a tu rutina normal para poner ojitos a tus padres y que te llevasen a comer una pizza. Eso es lo que nos está ocurriendo ahora con los planes fuera de casa. Durante el confinamiento hemos acabado tan hartos de la soledad, que en cuanto nos han dado “libertad” hemos aprovechado para salir todo lo que no habíamos salido en ese año y medio. ¿Cuál es el problema? Que la socialización convertida en una obligación también tiene secuelas: ansiedad, sobredependencia, irritabilidad y vacío emocional.
Existe un fenómeno psicológico denominado sesgo de aversión a la pérdida que explica por qué le damos más importancia a lo que perdemos, que a la posibilidad de ganar algo con el mismo valor. Esta aversión a la pérdida explica a la perfección el comportamiento durante la pandemia, puesto que todos pensábamos más en lo que perdíamos a raíz de las restricciones y la crisis sanitaria, frente a los beneficios de cumplir las medidas de seguridad.
Durante un año y medio hemos acumulado esta aversión a la pérdida. Como si fuésemos un vaso de agua, cada restricción, cada nueva medida sanitaria, cada mes que se prolongaba el estado de alarma, gota a gota rebasábamos el límite de nuestra paciencia. Y sí, todas estas recomendaciones y medidas eran en beneficio de nuestra salud, pero aun así el sesgo de aversión a la pérdida nos hacía obviar ese pequeño detalle y centrarnos en el tiempo perdido.
Por eso ahora queremos recuperar esos meses. ¿Cómo? Haciendo todo lo que no pudimos, y haciéndolo de golpe. Llega el fin de semana y el viernes por la tarde has quedado con tu pareja, por la noche con tus amigos. El sábado quedas para ir de compras, comes con tus padres, te vas a un mercado con tu hermano y a la noche tienes cena romántica con tu pareja. El domingo madrugas para hacer una ruta, comes en un pueblo y a la tarde vas al cine. El fin de semana acaba y no has tenido ni un solo minuto de descanso. Has socializado a costa del tiempo en soledad, que tan necesario es. El resultado es una resaca social que nos dura toda la semana hasta que llega el viernes y se reinicia el circulo vicioso.
Al igual que son importantes los autocuidados –es decir, prestarnos atención a nosotros mismos–, los seres humanos también necesitamos cuidados mutuos. En otras palabras, no podemos estar sin socializar, y lo hemos comprobado durante la pandemia. El aislamiento nos ha pasado factura provocando un aumento de los casos de ansiedad y depresión. Poder interactuar más allá de la pantalla de un móvil nos hace felices, independientemente de si es con nuestra pareja, familia, amigos, compañeros de clase, de trabajo o hasta desconocidos. El problema surge cuando socializar se vuelve una imposición.
La vuelta a la normalidad ha hecho que nos relacionemos como si estuviésemos en el buffet libre de un hotel muy caro. Tenemos que comer para compensar lo que hemos pagado, y acabamos desagradablemente llenos. Poco a poco, acumulamos una resaca social que se manifiesta en:
Identificar la resaca social puede ser fácil, la dificultad llega cuando tenemos que afrontarla.