En 2016 se publicó mi primera novela, 'Kilo arriba, kilo abajo'. Fue un encargo de la editorial Versátil, una apuesta, como ya es costumbre en el mundo editorial, por una persona que fuera medianamente relevante en las redes sociales para asegurar un número de ventas. Siendo sincera, tampoco es que pensase mucho el tema de la novela: quería hablar de mí, o mejor dicho, de mi alter ego, Perra de Satán, y de mi relación con las dietas. A lo que sí le di más vueltas fue al modo de arrancar la historia que quería contar, y decidí hacerlo con un número, 100,8, la cifra que marcaba una báscula cuando la protagonista se subía en ella.
El personaje de Perra de Satán se sube a la báscula después de haberse comido con ansiedad un buen trozo de tarta de tres chocolates. Se lo comió porque había discutido con su novio y este le había gritado y la había llamado "tarada". Los acontecimientos que cuento en esta primera novela son ficción, en su mayoría, pero las reacciones emocionales a lo que vive la Perra novelera son completamente reales. Y son las mías. Tener un problema, sentirme superada por él, intentar relajarme con comida, sentirme fatal por haber comido tanto y acabar autocastigándome era una reacción muy normal en mi vida, que acabó llevándome a un trastorno de la conducta alimentaria.
Usar la báscula como castigo y no como herramienta de medir mi peso objetivamente era algo que había hecho muchas veces. Esto, sumado a que las tres veces que me he puesto a dieta en toda mi vida solía haber "una regañina" después de subirme a la báscula, porque no había perdido el peso deseado o incluso había ganado, fue generando en mí un auténtico pánico a este aparatillo.
¿La solución? Hacer como que no existían las básculas. Dejar de pesarme. Desaparecido el problema, desaparece la ansiedad. O lo que es lo mismo, "muerto el perro, se acabó la rabia". En realidad, esta fue una solución que me tranquilizó a corto plazo pero que no llegó a solucionar nada. Aunque me dio la oportunidad de trabajar mi relación con la comida con una psicóloga sin pensar en el peso, prestando atención solamente a cómo me hacía sentir lo que comía. Que tampoco está tan mal. Sin embargo, tarde o temprano iba a tocar volver a enfrentarse a ella y lidiar con la ansiedad que me generaría este acto tan cotidiano.
El pasado mes de junio, y después de un confinamiento bastante tranquilito en el que fui capaz de llevar una alimentación ordenada, decidí comenzar a trabajar con una nutricionista. Yo misma era la primera que estaba sorprendidísima de lo bien que me había ido con la comida durante las semanas que pasamos encerraditos en casa, ¡ni siquiera me cociné ni un pan ni un bizcocho! Esa sensación de haber podido lograr algo que quería en el peor momento posible me llenó de motivación para dar un paso que deseaba desde hacía tiempo, pero para el que no me sentía preparada: adquirir hábitos saludables y perder peso.
Decidí contar con la ayuda de una nutricionista, sin saber si "nutricionista" era mejor que "dietista", con la esperanza de que, al tener un nombre diferente, me tratase de forma diferente también. No quería encontrarme otra vez con esa persona que te impone una serie de comidas y te pesa semanal o quincenalmente y si no haces lo que te dice te riñe, sin preguntarte por qué no lo hiciste o qué te impidió hacerlo.
Tuve suerte. Me encontré con una persona que, por supuesto, me dijo todo lo que ya sabía ("hay que reducir el pan, hay que beber más agua, hay que hacer más ejercicio, hay que comer más fruta"...) pero me escuchó y atendió mis necesidades. En cuanto tuve oportunidad, entre todas las preguntas que te hacen en una primera consulta, le conté a mi nutricionista que le tenía un poco de miedo a la báscula. Y su respuesta fue perfecta para mí: "vale, pues por ahora no te peses".
Que una profesional de la salud me diera una respuesta coherente a una necesidad importante para mí me pareció algo insólito. He ido a médicos, a endocrinos y a dietistas, y nunca me he sentido comprendida por la persona que tenía enfrente. La mayoría me hicieron sentir mal por mi forma de comer, me inculcaron "miedo al hidrato", y se esforzaron muchísimo en hacerme entender que todo gira en torno al peso, y que prácticamente cualquier método vale si el fin es adelgazar. Precisamente gracias a todo lo que me enseñaron los médicos, endocrinos y dietistas acabé yendo al psicólogo años después.
Cuando te subes a una báscula y ves "115kg" ya sabes que estás gorda, no necesitas que un médico lo certifique. Lo que yo necesitaba es que alguien me enseñase a perder peso, no una fotocopia con diferentes platos que suman 1.500 kcal. al día.
La última vez que pesé menos de 100 kilos fue en 2013, si no me falla la memoria. Ha pasado mucho tiempo pero aún recuerdo el suspiro largo y sonoro al comprobar que here I go again on my own. Sobrepasar la barrera de los 100 kilos significó para mí, además de tristeza y decepción, concederme el permiso para "dejarme". Todo el esfuerzo que hice para adelgazar no había valido para nada porque había vuelto al comienzo, así que me dejé llevar por el pensamiento de "no vale la pena intentarlo".
Recientemente hablé con mi amiga y psicóloga en Yasss Marina Pinilla sobre lo que el número 100 significa a nivel psicológico: "el 100 es un número tan redondo que para muchas personas supone un estímulo importante, tanto cuando engordan por encima de esta cifra como cuando adelgazan por debajo", me explica. En mi cabeza, 100 significa haberse pasado de la raya. Aunque solo le separen dos kilos, yo leo la cifra 99 como "aún hay esperanza", mientras que 101 ya es un "está todo perdido".
Por eso, cuando me propuse cambiar de hábitos para perder peso, seguía pensando en el número 100. Y si quería ver cómo el 99 aparecía en la báscula tenía que perder el miedo a pesarme. Estoy en ello, aún no me peso con tranquilidad, y la ansiedad aparece incluso días antes de la fecha elegida para controlar el peso, algo que solo hago una vez al mes.
"Cuando cambiamos nuestros hábitos de vida hay dos tipos de indicadores para conocer la evolución. Los cuantificables, como el peso en una báscula o la talla de ropa, y los que no son cuantificables, como poder subir las escaleras sin cansarnos, decir adiós al insomnio y al cansancio diurno, o estar de mejor humor. El problema es que creemos que los primeros son más fiables que los segundos, cuando sucede justo al revés", comenta Marina Pinilla.
Sí, querides lectores. Me dio mucho más gustico ver el 99.4kg en mi báscula que el sentir que tengo más energía, el darme cuenta de que casi siempre elijo el agua antes que los refrescos o el ser consciente de que como muchísimas menos patatas fritas que hace un año. En mi caso es normal, puesto que le había dado un significado especial a esa cifra. Del mismo modo que me sentí fatal al verla en 2013, necesitaba aliviar aquel suspiro viendo cómo la centena desaparecía en mi báscula.
"No podemos negar que hay momentos muy importantes marcados por el peso. Por ejemplo, la barrera de los 100 kilos", continua Marina. "Son hitos que pueden motivarnos y a los que la sociedad da mucha importancia, pero lo ideal es verlos con perspectiva y no centrar nuestros objetivos en “pesar por debajo de X kilos” o “entrar en X talla”, concluye mi amiga, que es más lista que las pesetas.
Las cosas importan en la medida en que nosotros le damos la importancia y, por suerte, después de muchos años he aprendido que el peso es importante, pero no tanto, y que la salud no tiene nada que ver con un número puntual, sino con los hábitos y elecciones que practicas día a día. ¡Ah! Y que hay profesionales de la salud buenos, regulares, y malos, y que por eso es crucial tener criterio para elegir al que mejor se adapta a ti y mandar a la mierda al que reduce todos tus problemas al número que marca la báscula cuando te subes en ella.