Fue en 1940 cuando la película ‘Luz de gas’ visibilizaba algo que sucedía en muchos hogares. La protagonista era presa de un marido abusivo y perverso que, para controlarla, le hacía creer que se había vuelto loca. ¿Cómo? Negando cosas que ella había visto con sus propios ojos y provocando fenómenos inexplicables como ruidos extraños o cambios en la iluminación de la casa para aturdir a su esposa.
En la actualidad el término gaslighting o, en español, hacer luz de gasgaslighting o, en español, hacer luz de gas se ha popularizado gracias a las redes sociales y a testimonios como el de Rocío Carrasco en el documental ‘Rocío, contar la verdad para seguir viva’. Conductas que antes pasaban desapercibidas o que se normalizaban, ahora se llaman por su nombre: maltrato psicológico.
Hacer luz de gas a una persona es un método de manipulación que consiste en alterar su percepción de la realidad que consta de tres pasos:
Esta dinámica puede producirse en cualquier relación, pero suele ser más habitual en el ámbito de pareja.
Una de las partes actúa mal, normalmente controlando, agrediendo verbalmente o físicamente, o siendo infiel a su pareja, y cuando ella le pide explicaciones niega lo sucedido o distorsiona la realidad.
Por ejemplo, en una discusión hay insultos o humillaciones. Al día siguiente, la víctima pide explicaciones o al menos una disculpa, y el maltratador/a psicológico asegura que “eso no fue así”, que “lo malinterpretó todo” o que “es demasiado sensible”.
De esta forma, se crea una fuerte dependencia. La víctima siente que es ella quién está haciendo daño a su pareja cuestionando cosas que en realidad sí han pasado y que su pareja, que en realidad está ejerciendo maltrato psicológico, sólo la cuida y la protege.
Esta dinámica de luz de gas es la responsable de que muchas de las víctimas de maltrato piscológico no denuncien o tarden años en hacerlo, ya que cuando sufren agresiones y violencia acaban distorsionando la realidad pensando que no es tan grave o incluso que ellas se lo buscaron.
Sara tenía 17 años cuando conoció a su anterior pareja, de quién ya no sabe nada. Durante los cinco años que duró la relación él acabó convenciendo a Sara de que cosas que ella veía, en realidad eran una farsa. Fue víctima de maltrato psicológico y de luz de gas.
“Él tenía 9 años más que yo. Cuando eres una adolescente, porque con 17 años todavía no eres adulta, la diferencia de edad te da igual. Te crees madura. Pero después me he dado cuenta de que esta persona se aprovechó de la diferencia de edad para tenerme comiendo de su mano”, confiesa. “Luego me di cuenta de que mi ex solo había salido o con chicas de entre 16 y 18 años, o con chicas con la autoestima por los suelos. Buscaba mujeres a las que poder controlar”.
Pese a las reticencias de sus padres, Sara comenzó la relación y cuando comenzó la universidad todo fue más intenso. “Con 20 años ya me fui a vivir con él a otra ciudad porque consiguió un trabajo. Me perdí una etapa que no podré recuperar y empecé a tener la vida de una abuela de las de antes. Me convenció para estudiar en una universidad a distancia, así que mi vida era estar en casa sola todo el rato y cuando salía era con sus amigos”.
Tras aislarla, llegó la luz de gas. “Él hablaba con su ex todos los días, pero yo no le decía nada porque no quería ser celosa. Además, me dijo que su otra ex era muy celosa y que por eso rompieron, y yo no quería agobiarle. Pero un día le pregunté y tuvimos una bronca terrible. Me dijo que era posesiva, que esos celos no eran normales, que él no hablaba con nadie y me lo estaba inventando… No me siento orgullosa, pero me quedé tan rayada que miré su móvil esa noche y vi todas las conversaciones, pero cuando se lo fui a decir acabó convenciéndome de que todo eso era mentira, borró las conversaciones y me hizo pedirle perdón por invadir su intimidad y por inventarme cosas. Yo sentía que estaba loca”, recuerda.
“Él era celoso, pero nunca lo reconocía. Me montaba pollos y me hacía sentir culpable por todo, pero siempre cuando salíamos de fiesta”, comparte, “porque esa es otra… Salir de fiesta era emborracharme hasta acabar fatal, pero él siempre iba bien. Luego me decía que no podía beber tanto porque me ponía celosa, cuando era él quien me pedía las cervezas o quién me llamaba aburrida por no beberme una copa o un chupito”.
“Utilizaba el alcohol para controlarme, para convertirme en la mala y para que luego yo no recordase ciertas cosas”, comparte Sara. “Era un método infalible, porque luego yo acababa pidiéndole perdón y él se hacía la víctima. Hubo veces que tuve moratones de agarrones, pero según él era porque me caía de lo borracha que iba. Ahora no me lo creo”.
Sara dejó de beber y comenzó a sentirse cada vez más alejada de su expareja. “Le miraba y era como un extraño. No le quería, pero tenía muchísima dependencia. Además me di cuenta de que me decía una cosa a mí y luego a sus amigos les contaba otra versión. Esto lo hacía con tonterías. A mí me venía llorando porque en su trabajo estaba fatal y no conocía a nadie, pero luego salía de fiesta con gente del curro y a sus amigos les decía que estaba genial. Era todo muy confuso y dejé de confiar en él”.
“Le intenté dejar varias veces, pero siempre me daba pena y me decía que todo iba a cambiar. Le creía y seguía igual”, relata. “Acabé dejándolo porque un día no pude más y llamé a mi mejor amiga. Le conté todo y me dijo que no podía estar con alguien así. Me salvó la vida”.
Ahora Sara tiene 26 años, tiene una relación feliz y sana con otra persona, y desde que cortó con su expareja no ha vuelto a hablar con él. “Algunas personas me han dicho que es denunciable. Yo lo único que quiero es no volver a hablar con él nunca”.
Si te sientes identificadx con alguna de estas señales, pide ayuda. La violencia psicológica no mata, pero puede ser el primer paso antes de que suceda algo más grave. Además, sus consecuencias psicológicas son tremendamente graves: ansiedad, depresión, intentos de suicidio, disfunciones sexuales, estrés postraumático, insomnio, aislamiento o baja autoestima son sólo algunas de las secuelas.