Cuando oímos hablar de drogas nuestra mente se imagina un callejón oscuro en el que se trapichea con pastillas de nombres impronunciables, polvos que se esnifan o sustancias que se inyectan y te arruinan la vida. ¿Y si cambiásemos ese callejón siniestro por la consulta del médico o la farmacia de guardia?
Las benzodiacepinas son pastillas de consumo legal en nuestro país cuyo objetivo principal es ayudarnos a afrontar los síntomas de ansiedad y relajarnos de forma temporal. Para dormir, para no dar tantas vueltas a las cosas, para no tener pánico en momentos inoportunos… Cualquier excusa es buena para dispensar la receta de este tipo de fármacos. Sin embargo, no todo vale tal y como señalan cada vez más médicos, psicólogos y personas de a pie, ya que el consumo de ansiolíticos se ha disparado en los últimos años.
Si bien el consumo de sustancias ilegales como el cannabis o la cocaína ha disminuido en el año 2020 nos hemos visto expuestos a una adicción que llevaba abriéndose camino años: la de los ansiolíticos. Confinados y agotados mentalmente, hemos recurrido a las benzodiacepinas para acallar el sufrimiento. Así lo explica el informe sobre el impacto del Covid-19 en los patrones de drogadicción en Europa realizado por la EMCDDA (European Monitoring Centre for Drugs and Drug Addiction).
“Las motivaciones para el mayor uso de benzodiacepinas incluyeron lidiar con ansiedad y la automedicación de los síntomas de abstinencia relacionados con la menor disponibilidad de otras drogas”, explicaba el informe, así como “afrontar la soledad, sentirse deprimido y el estrés como las principales razones para un mayor uso de benzodiazepinas”.
Concretamente España el consumo de benzodiacepinas en 2020 ha batido un récord, siendo el más alto de la última década.
Como vaticinábamos antes, las benzodiacepinas se utilizan sobre todo para paliar los síntomas de ansiedad: preocupaciones, sensación de alerta constante, problemas para dormir, ataques de pánico, etc. Sin embargo, todas las guías médicas coinciden en que su uso debe ser el mínimo posible. En otras palabras, la dosis debe ser baja y la duración del tratamiento muy corta. Por ejemplo, el boletín de información farmacoterapéutica de Navarra explica que en casos de insomnio se recomienda una duración de entre 2 semanas y un mes, y cuando se utilizan para situaciones de ansiedad el tiempo máximo de consumo son 3 meses.
Esto es lo que dicta la teoría, pero la práctica es muy diferente, razón por la que el Ministerio de Sanidad ha comenzado a incluir las benzodiacepinas en sus informes sobre uso y prevención de drogas. Alertan sobre su potencial adictivo, su consumo sin receta, el abuso y dependencia que generan y el efecto rebote que provocan al intentar dejarlas.
En otras palabras, estas pastillas cuyo objetivo es paliar la ansiedad acaban provocando un aumento de la misma si se usan mal, que es lo que ocurre en la mayoría de ocasiones. Es por ello que cada vez surgen más programas de desintoxicación, como el proyecto #YoNoMeBenzo, impulsado por la Consejería de Salud de Murcia, o la Fundación Hay Salida de Madrid, que dispone de un área para la adicción a las benzodiacepinas.
Si en los últimos años se veía un progresivo aumento del consumo de ansiolíticos, el año 2020 supuso un punto de inflexión total. El coronavirus trajo consigo incertidumbre, precariedad económica y un aumento de ansiedad y depresión en la población.
Aunque los expertos alertaban que a las olas de contagios las estaba acompañando un auge de problemas psicológicos, la falta de medios ha provocado que la sociedad recurra a los fármacos para afrontar su malestar. Por un lado, no podíamos salir de casa. Después cuando ya pudimos hacer vida normal las carencias económicas dificultaron ir al psicólogo por la vía privada, y los pocos profesionales en los hospitales dificultaron ir por la vía pública. ¿La alternativa? Los ansiolíticos.
“Se parchea el sufrimiento con pastillas”, reflexiona Elisa González, una joven de 21 años que desde junio de 2020 lleva consumiendo benzodiacepinas recetadas por su médico. “El año pasado yo me sentía muy mal. Estaba sola, me quedé sin trabajo y tuve que volver con mis padres. No tenía dinero para ir a terapia y en mi ciudad no tengo amigos porque todos se han ido fuera”, explica. “Fui al médico para que derivase al psicólogo y me dijo que tenía dos opciones, esperar a octubre que es cuando podía darme cita, o que él me mandaba unas pastillas para la ansiedad y ya iba tirando. Así lo dijo tal cual. Iba tirando, como quien pone una tirita a alguien que se está desangrando”.
Elisa escogió la primera opción y ahora, un año después, confiesa sufrir una adicción a estas pastillas. “No puedo dejarlas porque significa volver a la ansiedad, pero multiplicada por diez. Cuando lo he intentado no puedo dormir, me dan ataques de pánico y lo paso fatal. El médico sabe que sigo tomándolas porque me renueva la receta. Un año llevo ya”, se lamenta. “Voy con ellas siempre en el bolso porque no sé cuándo las necesitaré. Soy una yonqui de los ansiolíticos y como yo muchísimas personas”.
Como la joven explica, no es la única. Óscar Yáñez, de 25 años, toma ansiolíticos desde comienzos de 2021. “Es más fácil que te receten alprazolam a comprar hierba, y lo digo yo que he tomado ambas. El médico no hace preguntas. Te llama por teléfono, le dices que no puedes dormir y te sube la receta a la web de pacientes. Luego ya es ir a la farmacia y comprar legalmente tus pastillas, pero también conozco gente que sin receta ha conseguido tranquimazin y orfidal”.
Sin psiquiatras que medien ni psicólogos que intervengan, la sociedad está expuesta a una nueva adicción que avanza a pasos agigantados. ¿Sabremos hacerle frente? Solo el tiempo lo dirá.