Las vacunas llevan con nosotros desde 1796, cuando se desarrolló la primera de ellas -contra la viruela- y, desde entonces, han permitido salvar millones de vidas en todo el mundo. Aunque existen colectivos que ponen en duda la conveniencia de su uso, resulta indudable que, sin ellas, muchas de las grandes enfermedades de la humanidad hubieran podido extenderse mucho más a sus anchas y acabar con muchas vidas más. Rabia, tétanos, difteria, peste, ríos ferina, tuberculosos, fiebre amarilla, tifus, gripe, poliomielitis, sarampión, rubéola, varicela, neumonía, meningutis, hepatitis… son solo algunos ejemplos de grandes hallazgos para la salud de toda la humanidad. ¿Qué es y cómo se hace una vacuna?
Una vacuna es una preparación creada para generar inmunidad adquirida contra una enfermedad, estimulando la producción de anticuerpos. Lo habitual es que contenga un agente similar al microorganismo causante de la enfermedad de que se trate (suele hacerse a partir de formas debilitadas o muertas de ese microbio, us toxinas o una de us proteínas de superficie).
Una vez administrada, la vacuna actúa estimulando al sistema inmunológico para que reconozca al agente como una amenaza a la que destruir y, con ello, guardar un registro de ello para que, en el futuro, el sistema inmune reconozca una amenaza similar y verdaderamente nociva y actúe contra ella con más facilidad. De esta forma, el agente ‘extraño’ es destruido antes de entrar en las células del organismo, destruyéndose las células infectadas antes de que se multipliquen.
Lo habitual es administrarlas con carácter profiláctico, lo que significa que su objetivo es prevenir o reducir los efectos de una posible infección futura. Se trata de la fórmula más eficaz para prevenir enfermedades infecciosas, y prueba de ello es que, gracias a su uso, es posible la erradicación total de enfermedades a nivel global, como ha ocurrido con la viruela.
En España, al contrario de lo que ocurre en otros países, las vacunas no son obligatorias, ni en el caso de niños ni en el de adultos. Eso sí, existen una serie de recomendaciones que se hacen públicas cada año por parte de profesionales del sector médico y que, voluntariamente, las familias pueden hacer cumplir o no en el caso de sus hijos.
1. Generación del antígeno
Tal y como explica la web divulgativa The History of Vaccines, creada por el Colegio de Médicos de Philadelphia, una vez identificada la amenaza, el primer paso es generar el antígeno, que no es otra cosa que la sustancia que, al introducirse en el organismo, induce en este una respuesta inmunitaria, provocando la formación de anticuerpos. Para ello se lleva a cabo el crecimiento y cosecha del patógeno mismo, bien para inactivarlo posteriormente o aislar una subunidad, bien para generar una proteína recombinante (creada con tecnología de ADN) derivada de este patógeno.
Para muchas vacunas virales, este proceso se inicia con pequeñas cantidades de un virus específico que puede creer en células.
2. Liberación y aislamiento
El segundo paso es liberar el antígeno de las células y aislarlo del material utilizado en su crecimiento. La meta de este paso es liberar lo más posible al virus o bacteria.
3. Purificación
El tercer paso es la purificación del antígeno: en el caso de vacunas hechas de proteínas recombinantes, ello puede suponer involucrar cromatografía (se trata de un método para separar materiales) y ultrafiltración.
4. Fortalecimiento
En este cuarto paso se puede agregar un adyuvante, que es un material que mejora respuestas inmunológicas. Las vacunas también pueden contener estabilizadores para prolongar su vida, o conservadores para permitir que se usen ampollas de dosis múltiples con seguridad.
5. Distribución
Una vez que finalizamos la creación de la vacuna, el siguiente paso es su distribución. Puede presentarse en ampollas, jeringuillas… y deben ir etiquetadas, así como selladas con tampones o émbolos estériles. Algunas de ellas se deshidratan por congelación y vuelven a hidratarse en el momento de aplicarse.