Todo el mundo está enganchado a 'El juego del calamar', la serie surcoreana de Netflix que en cuestión de semanas se ha convertido en lo más visto en España gracias a su arriesgada propuesta: 456 personas con problemas legales y deudas son encerradas en un lugar misterioso con el único objetivo de sobrevivir a pruebas para ganar 45.600 millones de wones.
Con semejanzas a grandes obras como 'Los juegos del hambre', 'Alice in Borderland' o 'Battle Royale', la serie ha conseguido enganchar a los telespectadores provocando una mezcla de intriga y desesperación, y es que las pruebas que deben superar los contrincantes no son especialmente complejas. Se trata de juegos infantiles como las canicas o el escondite inglés, pero con un aliciente macabro: quienes no los superan son "eliminados".
Las series y películas con esta temática tienen la capacidad de engancharnos porque representan las emociones y motivaciones más oscuras y tabúes del ser humano. Al ver cómo avanzan los capítulos es inevitable preguntarnos qué haríamos en esa situación. ¿Con qué personajes nos aliaríamos? ¿Quiénes serían nuestros enemigos? ¿Estaríamos dispuestos a matar para salvar nuestra vida o la de nuestros seres queridos? ¿Y a traicionar a quienes confían en nosotros? ¿Nos rebelaríamos contra los hombres de rojo o seguiríamos sus órdenes? Todas estas incógnitas convierten a 'El juego del calamar' en una droga audiovisual. Porque hay series que están diseñadas para engancharnos, y saben cómo hacerlo.
Cuando todas estas preguntas surgen, desde el sofá de nuestra casa respondemos con rotundidad. Nunca traicionaríamos a un amigo, esa es la primera regla. Nos aliaríamos con alguien fuerte, pero de buen corazón, jamás con un villano. Y, por supuesto, de hacer daño a alguien, ya fuese psicológica o físicamente, sería a una persona que se lo mereciese, nunca a un inocente. Pero, ¿todas estas fantasías se cumplirían a la hora de la verdad o tendemos a considerarnos más astutos, más insurgentes y más benévolos de lo que en realidad somos?
En 1962, Stanley Milgram, uno de los psicólogos más influyentes del siglo, se hizo las mismas preguntas que los fans de 'El Juego del Calamar', pero en un contexto totalmente diferente.
En mayo de ese mismo año se produjo el juicio de Adolf Eichmann, oficial en el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial y uno de los grandes responsables del Holocausto y de lo que denominaron "la solución final", eufemismo del asesinato en masa de toda la población judía europea. Según los historiadores, fue el principal coordinador de la deportación y exterminio de los judíos en los campos de concentración, donde eran asesinados en masa en cámaras de gas, así como de más de diez mil gitanos.
Tras la derrota de Alemania en 1945, Eichmann huyó durante quince años cambiando su identidad y refugiándose en diferentes pueblos. Finalmente, en 1960 fue capturado y en 1962 juzgado por quince cargos criminales, incluyendo crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y crímenes contra la población judía.
En el juicio, Eichmann declaró que él no actuó libremente, sino bajo la influencia de sus superiores. "Los únicos responsables son mis jefes, mi única culpa fue mi obediencia", afirmó el oficial alemán, declarándosele culpable con una condena a muerte.
Stanley Milgram, psicólogo interesado en fenómenos sociales, siguió de cerca este juicio y se preguntó hasta qué punto una persona puede torturar o asesinar a otra por simple presión social.
Tras el juicio de Adolf Eichmann, el psicólogo Stanley Milgram comenzó a preparar uno de los experimentos más sonados de la psicología: el estudio del comportamiento de la obediencia.
Todo comenzó con un cartel en una parada de autobús. “Buscamos voluntarios para un ensayo sobre el estudio de la memoria y el aprendizaje. Pagamos cuatro dólares más dietas”. Comenzaron a llegar hombres de entre 20 y 50 años con todo tipo de educación. Recién graduados, universitarios, doctorados… La variedad era apabullante, y a los asistentes se les ocultó que en realidad se trataba de un experimento sobre la obediencia a la autoridad.
El experimento en sí era sencillo. Tres personas se reunían en una sala: el 'experto' (un profesor de universidad), el 'maestro' (un participante) y el 'alumno' (un compinche que se hacía pasar por participante más del experimento). La regla era que cada vez que el alumno fallase una pregunta, el maestro debía castigarle con una descarga (que en realidad era falsa, algo que los 'maestros' no sabían).
El alumno se sentaba en una silla eléctrica, se le ataba para evitar que se moviese y se colocaban unos electrodos en su cuerpo con crema para evitar quemaduras. Antes de comenzar, se explicaba al maestro que las descargas podrían ser extremadamente dolorosas para el alumno, pero en ningún caso mortales y tampoco provocarían daños irreversibles. También se les explicaba que el experimento sería grabado para que no pudiesen negar a posteriori lo ocurrido.
Tras los preparativos, la prueba comenzaba con un castigo de 15 voltios, el nivel mínimo. A medida que el alumno fallaba más y más, las descargas iban subiendo de intensidad. El alumno se quejaba, gritaba, golpeaba con su cabeza la silla. Al llegar a 75 voltios, muchos maestros se ponían nerviosos, pero el experto les indicaba que siguiesen, que para tener éxito el experimento debía continuar. Con 135 voltios, los alumnos incluso comenzaban a reírse nerviosos mientras escuchaban los alaridos del alumno.
"Continúe, por favor", "el experimento requiere que usted continúe", "es absolutamente esencial que usted continúe", "usted no tiene opción alguna, debe continuar" eran algunas de las frases que con firmeza decía el experto, y si tras la última el maestro se negaba a seguir con el experimento, se detenía.
El resultado dejó asombrado a Milgram. Todos los participantes habían parado en algún momento, pero tras las frases del experto siguieron aplicando descargas. Con descargas de 300 voltios, el alumno fingía haberse desmayado y dejaba de dar señales de vida. Aun así, la mayoría de participantes surgieron y el 65% de ellos llegaron a aplicar descargas de 450 voltios.
El equipo de Milgram esperaba que los participantes parasen al llegar a 130 voltios, pero todos siguieron. Sorprendidos, repitieron el experimento y otros investigadores de diversas partes del mundo lo replicaron también. Los resultados fueron similares, abriendo un debate sobre la ética y la obediencia a la autoridad.
Si por cuatro dólares y sin ver peligrar su vida los participantes estuvieron dispuestos a infligir descargas de 450 voltios, ¿qué harías tú por 45.600 millones de wones para salvarte el pellejo?