Todos nos hemos topado con alguien celoso, ya sea en la realidad o en la ficción. No es de extrañar, ya que la posesividad ha sido considerada durante siglos como un indicativo de amor, afecto y pasión. Afortunadamente los tiempos cambian y cada vez reprobamos más las conductas celotípicas, etiquetándolas ciertamente como violencia psicológica.
Ser celoso ya no gusta. Lo que buscan los millennials en una pareja es respeto hacia la autonomía mutua. Aun así, es muy fácil cruzar la fina línea que separa una relación saludable de dinámicas tóxicas.
Los celos son un sentimiento natural y esperable cuando somos pequeños, concretamente a partir del año y medio de edad. En ese momento, cumplen una función: ayudarnos a identificar todo aquello que nos rodea y que, de alguna manera, nos pertenece. Por ejemplo, aprender que nuestros padres son sólo nuestros, y que cada niño tiene una familia no compartida por el resto.
Cuando adquirimos el sentido de la pertenencia o, en otras palabras, entendemos que tenemos unos padres, unos juguetes o unos libros que son sólo nuestros, surge el miedo a perderlos. Esto es todavía más evidente cuando aparece un hermano o hermana pequeño, porque toca aprender a la fuerza a compartir todo lo que antes era en exclusiva para nosotros.
Los años pasan y llega la adolescencia temprana. Con 12 años aproximadamente, los celos cambian su forma y ya no nos asusta tanto compartir juguetes o que nuestros padres hagan caso a nuestro hermano. Ahora lo que nos agobia es el concepto de ‘mejor amigo’. Si ese niño o niña que para ti es tu alma gemela conoce a otra persona, te entra un escalofrío por la espalda al imaginar que te va a dejar de lado. No quieres ser reemplazado, así que te pones celoso.
Posteriormente, en la adolescencia más tardía, surgen las primeras relaciones de pareja serias y con ellas un aprendizaje muy importante: gestionar los celos. A partir de los 15 años tenemos que ser capaces de establecer límites, expresar lo que sentimos y respetar la independencia de los demás.
El problema surge cuando se produce una alteración en esta etapa. Por ejemplo:
De una forma u otra, acabamos considerando los celos como algo positivo.
Aunque para muchas personas ser celoso es el método ideal para controlar a su pareja, en realidad está sucediendo todo lo contrario. Revisar su móvil, espiar lo que hace, vigilar con quién sale o interrogarle cada vez que os veis puede aumentar las posibilidades de que tu novio o novia te sea infiel.
Para entender por qué sucede esto, primero debes conocer el efecto Martha Mitchell. Este fenómeno psicológico intenta explicar cómo una preocupación irracional o delirante, muchas veces acaba convirtiéndose en realidad. El ejemplo más claro son los celos obsesivos.
La razón es que las conductas celotípicas son muy asfixiantes. Que te vigilen el móvil, cuestionen tus amistades o juzguen tu estilo de vestir o de ser, acaba provocando un desenamoramiento o incluso incitándote a buscar apoyo fuera de la pareja.
Eso es lo que le sucedió a Sara, de 23 años. “Antes era muy celosa. Cuando mi ex estaba en la ducha, le miraba el móvil. Si en la cama le vibraba, me obsesionaba la idea de que era alguna chica con la que estaba hablando y acaba revisando todas las conversaciones de WhatsApp o los mensajes de Instagram, incluso aquellos que ya me sabía de memoria porque los había leído antes”, recuerda.
Con el tiempo, la posesividad aumentó. “Me entró en la cabeza que mi ex estaba tonteando con una chica de su grupo de amigos y un día incluso le seguí de fiesta. Fui al bar en el que estaba para ver si me ponía los cuernos. Él se enteró, la chica en cuestión flipó y yo quedé como una paranoica”, confiesa.
Finalmente, la expareja de Sara encontró consuelo en su grupo de amigos. “La relación era súper tóxica, yo lo reconozco, y él solo se sentía libre cuando estaba con sus amigos. Veía en esta chica todo lo que no tenía conmigo. Se lo pasaban bien, confiaba en él, no le echaba mierda en cara… Y se acabó enamorando y dejándome por ella”, relata. “Ahora lo cuento así porque lo entiendo, pero en su día lo pasé fatal”.
La historia de Sara y el efecto Martha Mitchell nos dejan una moraleja: si sientes celos, algo inevitable en muchas ocasiones, la solución no es cortar las alas a tu pareja. Debes trabajar psicológicamente tu situación, entender por qué te sientes así y respetar tu autonomía y la de la otra persona.