Hace tres meses, en el inicio del estado de alarma, los saturados hospitales españoles intentaban combatir una enfermedad inédita sin apenas armas terapéuticas. Hoy, el conocimiento adquirido y la investigación clínica sobre COVID-19 ayuda a los sanitarios a prepararse ante una posible segunda oleada.
"De todas las lecciones obtenidas destaca una: No estábamos preparados para una amenaza como esta. Y ahora nos tenemos que preparar a conciencia no solo para nuevos brotes, sino para una segunda onda de la pandemia, ocurra o no", afirma el infectólogo José Ramón Paño.
La alerta sigue en pie porque la COVID-19 es todavía una enfermedad poco conocida, causada por el SARS-COV-2, un nuevo coronavirus que desconcierta a la comunidad médica mientras trabaja contra reloj para sacar conclusiones clínicas y evidencias científicas.
"Hemos ido aprendiendo progresivamente. Al aparecer de una manera explosiva, según evolucionaban los pacientes hemos ido descubriendo complicaciones. Todas las semanas nos sorprendía de alguna manera", reconoce a Efe el también portavoz de la Sociedad Española de Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica (SEIMC).
Cuando el pasado mes de marzo, los contagios diarios crecían de forma exponencial en España, la primera realidad fue asumir que este virus no tiene un patrón definido de actuación.
Si bien las personas mayores y aquellas con patologías previas son los grupos vulnerables, no por ello ha dejado de atacar a personas jóvenes y sanas, mientras que los niños han sido el sector de la población menos afectado.
En estos meses de pandemia, sí se ha constatado que el 80% de la población pasa la COVID-19 de forma leve, pero totalmente desigual: unas personas son asintomáticas y otras sufren una especie de gripe que les deja "como si les hubiera pasado un camión por encima", según el médico.
Y los síntomas son tan heterogéneos que casi cada semana íbamos conociendo alguno nuevo. Fiebre, dolor de cabeza y muscular, tos seca, sensación de cansancio, incluso diarrea y algo todavía inexplicable, una acusada pérdida del olfato y del gusto que ha servido de señal de alarma para detectar la presencia del virus.
Así cursa la primera fase de la COVID-19, que se frena en los pacientes "leves" cuando su sistema inmune consigue controlar por sí mismo al patógeno.
Estos enfermos, durante los momentos álgidos de la pandemia, se quedaron en casa controlados por sus centros de salud con medicamentos antipiréticos y analgésicos.
Pero en el otro 20% de los pacientes la enfermedad, en vez de remitir, progresa. La fiebre alta persiste y comienzan a aparecer los problemas respiratorios, en forma de neumonía, que con frecuencia requieren el ingreso hospitalario.
"Al principio aprendimos que los pacientes graves evolucionaban muy rápidamente hacia una insuficiencia respiratoria y que no era fácil identificar quién llegaba a esa situación, ni cuándo. Teníamos que estar muy pendientes para poder aportarles el soporte respiratorio que necesitaban", indica el médico del Servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Clínico de Zaragoza.
Fue entonces cuando se conoció que la respuesta inmune de cada paciente jugaba una baza fundamental. Los afectados más graves no consiguen controlar el virus y su reacción inmune descontrolada contribuye a dañar sus órganos y tejidos, fundamentalmente el pulmón.
En algunos personas se produce una "tormenta de citoquinas", unas sustancias celulares que generan inflamación en las vías respiratorias y también en otros órganos con riesgo de fallo multiorgánico.
Con estos casos críticos, las unidades de cuidados intensivos se desbordaron en las semanas más duras de la epidemia duplicando y triplicando la capacidad asistencial. A pesar de ello, en diferentes hospitales faltaron camas y medios decisivos, como aparatos de ventilación mecánica y respiradores.
"Pero, además, aprendimos que pacientes que no mejoraban o que empeoraban era porque hacían trombos en el pulmón, eso no estaba descrito al principio. Empeoraba la respiración lo que obligaba a anticoagular la sangre, con el consiguiente riesgo de sangrado, había que equilibrar"", apunta el infectólogo.
Las complicaciones surgían sobre la marcha y los sanitarios intentaban combatir una enfermedad infecciosa desconocida sin armas terapéuticas pero también sin equipos de protección individual, por lo que las bajas por coronavirus entre los profesionales dificultaba aún más si cabe la situación.
"Teníamos la sensación de pelear con las manos vacías. ¿Qué podíamos ofrecer a estos pacientes con una infección tan grave?", se pregunta.
"La necesidad de tratar -relata el médico- nos llevó a una situación inevitable, a utilizar medicinas que contaban con menos aval científico que en otras circunstancias, eran fármacos utilizados en otras patologías", señala en referencia a la combinación de determinados antivirales, antiinflamatorios o moduladores de la respuesta inmune.
"Al ser una enfermedad nueva, las tratamientos que hemos tenido que elegir son aquellos que en teoría podían funcionar: antivirales que se probaron en epidemias anteriores por otros coronavirus, como MERS o SARS-COV-1, u otros después de ver las pruebas que se hacían en laboratorios con cultivos celulares del virus", explica.
Un arsenal terapéutico que ahora los ensayos clínicos multinacionales abiertos sobre la marcha persiguen acotar. Saber cuáles de ellos han funcionado para poder establecer un protocolo de actuación.
"Ha sido brutal la rapidez, ver cómo una enfermedad nueva ha permitido diseñar y poner en marcha ensayos clínicos basados en práctica clínica real, en un momento de estrés del sistema sanitario", resalta el doctor.
Aunque se han aprendido algunas lecciones, todavía quedan aspectos por verificar y por conocer y para eso es necesario, según José Ramón Paño, que el sistema sanitario apoye la investigación clínica y la figura del médico-investigador.