Cuando pensamos en la palabra “droga”, lo primero que se nos viene a la cabeza son esas aburridas charlas del instituto. Ese es el mejor de los casos, porque nuestro otro referente es el cine: decenas de películas en las que las personas con drogadicción son descritas como misteriosas, interesantes y atractivas. O, en el lado opuesto, como un ser fantasmagórico delgado, con la mirada perdida y que se encuentra inmerso en un mundo de criminalidad y marginalidad.
Entre la idealización y la devaluación de las personas con drogodependencia, hay un término medio en el que se encuentra el 35,2% de la población española tal y como informa la Encuesta sobre Alcohol y Drogas en España (EDADES).
La droga ilegal más consumida en nuestro país es el cannabis, una sustancia que parece natural e inocua, pero que provoca una dependencia física y psicológica muy potente. En el segundo puesto nos encontramos con los hipnosedantes y ansiolíticos, a menudo recetados en la consulta médica, pero con un fuerte poder adictivo. Y en el podio con el tercer puesto está la cocaína, una sustancia consumida por 591 mil españoles, siendo la edad media de inicio del consumo los 21 años.
Una de esas personas es Jairo, un chico de 24 años que lleva una vida aparentemente normal. Estudia un máster que compagina con su trabajo en Madrid, aunque es de un pequeño pueblo del norte. Sin embargo, cada dos semanas queda con un conocido de confianza para que le venda diez gramos de cocaína. “Sin ella no puedo vivir”, confiesa. “Soy adicto desde los 19 años y he intentado dejarlo ya tres veces. La primera fue cuando me puse malísimo una noche de fiesta. La segunda fue cuando acabé la universidad, porque quería mejorar mi vida de verdad. No pude. Y la tercera y última fue en mayo del año pasado”, recuerda.
Cuando el coronavirus llegó a nuestra vida y tuvimos que confinarnos, Jairo no solo dejó de ver a sus amigos, sino que también tuvo que despedirse de su camello. “En abril empecé a pasarlo mal, pero en mayo ya fue horrible. Había días que estaba reventado nivel que me iba a la cama a las ocho de la noche, y días que era como si me hubiese tomado diez gramos de golpe”, comparte en Yasss.
En ese momento, Jairo se dio cuenta de que tenía que parar porque no estaba bien. “Pensé que era el momento perfecto. Nadie iba a verme pasando el mono y no pasaba nada si trabajaba en pijama desde la cama”, relata, “pero lo pasé fatal”.
Al preguntar a Jairo por las consecuencias de la cocaína, tiene clara su respuesta. “¿Por dónde empiezo?”, bromea.
“Te hace vivir como si tuvieses un ataque de ansiedad constante, pero la necesitas. Los primeros diez minutos estás de puta madre, con una sensación de lucidez que no has tenido en la vida. Te ves capaz de todo. Pero luego llega la bajona, y sigues metiéndote para evitarla porque es una mierda”, comparte. “También te vuelves el mayor gilipollas del mundo con tus amigos y con tu familia. La gente de toda la vida, los que se preocupan por ti, saben que algo va mal. Tú se lo ocultas y te cabreas cuando ellos solo quieren ayudarte. Acabas dejándoles de lado y tu círculo social se resume a gente a la que no soportas, pero te invita a coca los fines de semana. Estás solo, completamente solo”, reflexiona el joven.
A nivel psicológico, Jairo relata muy bien las secuelas psicológicas de la adicción a la cocaína: nerviosismo constante, depresión, ideaciones suicidas, tendencia a pensar que todos están en tu contra y una necesidad de consumir cada vez más. Pero esto solo son los efectos a corto plazo, porque el consumo prolongado puede producir también deterioro cognitivo: pérdida de memoria, dificultad para concentrarse, atención disminuida e incapacidad para tomar decisiones.
En el terreno físico, la cocaína puede provocar infarto agudo de miocardio, ictus, arritmias, edemas pulmonares, neumotórax, úlceras gastroduodenales, hemorragias cerebrales y un largo etcétera de complicaciones.
“En mi caso siempre llevo pañuelos porque no paro de moquear. Tengo sinusitis crónica y asma, y seguramente la cocaína haya tenido que ver”, se aventura a decir Jairo. “De todos el médico no sabe que me meto. Tampoco mi madre ni mi hermano. Mi padre si lo sabe y cuando se enteró estuvo dos semanas sin mirarme a la cara. Le pedí que no se lo contase a nadie y me dijo que eso pensaba, porque si mi madre se enteraba se sentiría tan mal como si hubiese perdido a un hijo”.
La drogodependencia no es un camino fácil, y superarla mucho menos. “Ya dije que lo he intentado dejar varias veces, y en todas la he cagado. En 2020 también recaí. Estuve cuatro meses limpio y en verano volví, y por mucho que haya alguien que te ofrece una raya, al final eres tú quien acepta”, confiesa Jairo.
Para evitar el craving o las ansias de consumir, es fundamental el apoyo, tal y como describe Jairo. “Necesitas amigos que no estén metidos en el mundo de la droga, o que por lo menos lo hayan dejado. Hay que rodearse de las mejores influencias para ti, aunque implique dejar de quedar con gente a la que quieres mucho. Pero es que si alguien se droga delante de ti, es muy difícil resistir la tentación”.
“Vete al psicólogo, al médico o a cocainómanos anónimos. Donde sea, pero habla. Cuando más he intentado ocultar mi adicción, más gramos me he acabado metiendo. Si lo vives con culpa y lo ocultas al mundo, te metes en un ciclo de destrucción brutal. Así que busca a alguien profesional y a gente que te pueda entender”, aconseja el joven.
Por último lugar, es fundamental no venirse abajo si hay una recaída. “Se pasa mal porque te sientes una mierda que no tiene fuerza de voluntad ni nada, pero mira, así es la vida. Si te caes te levantas, y si vuelves a las drogas, al día siguiente te duchas, llamas a tu psicólogo y vuelves a la carrera. No es como empezar desde cero, porque ya tienes mucho camino hecho”.