Su hija de 24 años padece la enfermedad de Huntington: "Me aterraba lo que pudiera hacer al enterarse"

María Dolores García, a quien todos llaman Lola, había dado a luz a su hija Aida hacía un año, cuando la enfermedad de Huntington (EH) resonó por primera vez en su vida. El padre de la bebé, y su pareja en ese momento, acababa de ser diagnosticado con esta enfermedad hereditaria, rara y grave, que marcaría al igual la vida de Lola y Aida.

Conocida también como Corea de Huntington, se trata de un trastorno genético que afecta al cerebro y provoca el deterioro progresivo de las capacidades físicas y mentales. En España se estima que más de 4.000 personas la tienen y que más de 15.000 afrontan el riesgo de haber heredado el gen de un familiar afectado.

El golpe fue duro, Aida tenía un 50% de posibilidades de desarrollar la enfermedad. Desde entonces, Lola la vigilaba incansablemente. Siempre estaba pendiente de cualquier cambio que pudiera desatar sospechas. "Me decían que estaba obsesionada", cuenta Lola, que consciente de que las probabilidades eran iguales para el "sí" y para el "no", decidió no dejar nada al azar. Inscribió a Aida en múltiples deportes para mantenerla en forma, “por si la enfermedad llamaba a la puerta”. "Pasó por gimnasia rítmica, natación, bádminton, equitación y ajedrez; incluso llegó a competir", relata con una sonrisa.

Vivir con la sospecha de tener una enfermedad neurodegenerativa

Los primeros síntomas aparecieron cuando Aida tenía 14 años, aunque eran tan leves que solo su madre los notaba. Lola, que había investigado sobre la enfermedad desde el diagnóstico del padre de Aida y pertenecía a la Asociación Española Corea Huntington, sabía que aquellos cambios podían ser una primera señal.

Pasó de ser una niña muy extrovertida a que su círculo de amistad fuera muy reducido y que las personas con las que se sentía más cómoda fueran de años menores. Además, comenzó a sufrir fuertes jaquecas y problemas de sueño que la llevaban a faltar a clase, además de experimentar dificultades en el estudio, algo inusual para una buena estudiante como ella.

El diagnóstico de la enfermedad de Huntington se confirma mediante una prueba genética, pero en ausencia de síntomas claros no se puede realizar antes de los 18 años. Aida era aún menor y, aunque presentaba señales sutiles, ni siquiera ella era consciente; solo su madre, que siempre había estado alerta. Aun así, Lola prefería esperar unos años para confirmarlo por el impacto emocional que causa el diagnostico. De hecho, según un estudio español publicado en 2020, el intento de suicidio se produce en el 6,5% de los pacientes y la ideación suicida está presente en el 21% de ellos.

Miedo a la reacción de Aida al descubrir el diagnostico

Fueron pasando los años, Aida tenía unos 16 y sus síntomas cada vez eran más evidentes para Lola. El equilibrio de Aida comenzó a fallar, y lo que un día se pensó que había sido una caída ocasional, se volvió cada vez más frecuente. Lola temía que su hija se diera cuenta de que había heredado la enfermedad de su padre, quien acababa de fallecer con 46 años.

Mientras tanto, su objetivo preparar a Aida y a ella misma psicológicamente para lo que vendría. "Hablábamos mucho de la vida y la muerte, aunque evitaba nombrar la palabra Huntington", recuerda Lola durante una entrevista con la web de Informativos Telecinco. "Tenía temor de que pudiera hacer algo al enterarse. Por mi trabajo pasaba mucho tiempo sola, vivimos en un 6º piso y no sabía cuál iba a ser su reacción". Lo que hizo que Lola quisiera retrasar la prueba, esperando que Aida fuera más madura para afrontar el diagnóstico.

El desconocimiento de la enfermedad

Finalmente, Aida se sometió a la prueba genética a los 20 años. "Antes de conocer el resultado, Aida le comentó al neurólogo que sospechaba tener lo mismo que su padre". Era la primera vez que Aida lo manifestaba y sus creencias fueron ciertas. A diferencia de la mayoría, que desarrolla la enfermedad en la vida adulta (entre los 35 y 55 años), ella presentaba una variante temprana, conocida como Huntington juvenil, que afecta al 10% de los casos.

Desde entonces, pudieron dar nombre a lo que Lola sospechaba. Sin embargo, el diagnóstico no facilitó el camino. Lola encontró poca información sobre la EH juvenil entre los profesionales. "Esta variante está muy olvidada", subraya. Aida es el único caso de Huntington juvenil en la consulta de su neurólogo, quien “va aprendiendo sobre la enfermedad a la par que yo”, señala Lola. "Como los síntomas del Huntington juvenil son distintos y no existe tratamiento específico, la tratan como a un Parkinson, porque Aida sufre sobre todo rigidez muscular”.

La progresión y pérdida de capacidades

Para Aida su enfermedad no ha sido una barrera. Completó la ESO, después un Grado Medio en Gestión Administrativa y  un Grado Superior en Turismo, que finalizó el pasado curso. Quería seguir los pasos de su madre, quien ha trabajado toda la vida en un hotel, y sus limitaciones no le impidieron alcanzar su objetivo. "Al principio pedí que le dieran más tiempo para los exámenes, y luego un profesor de apoyo para que señalara las respuestas que ella decía", relata Lola. "Lo que ha querido, lo ha conseguido; es muy trabajadora".

Aida tiene ahora 24 años, han pasado diez desde los primeros síntomas y cuatro desde el diagnóstico. Lola siempre ha procurado mantenerla activa para ralentizar el progreso de la enfermedad, aunque reconoce que el confinamiento por la Covid-19 aceleró su avance, y desde entonces Aida ha dejado de caminar.

Durante la entrevista, la cabeza de Aida descansa sobre el hombro de su madre, rígida (distonía), pero con una sonrisa que no desaparece en toda una hora. Lola intenta que participe en la conversación, pero la enfermedad ha afectado su capacidad de expresarse, y sus escasas palabras son a veces descifrables solo por su madre. Su movilidad también es cada vez menor; necesita una silla de ruedas y ayuda continua para las actividades diarias, desde incorporarse de la cama o el sofá hasta comer; su discapacidad está reconocida en grado tres.

La capacidad de resiliencia de Lola y Aida

Lola ha adaptado su casa y su vida para darle a Aida la mayor independencia posible. Por ejemplo, Aida sigue durmiendo en su habitación sola, y cuando su madre la acuesta, le da una bocina rosa que puede apretar si necesita ayuda. También tiene una cámara para supervisarla desde el móvil. En el baño, Aida utiliza un silbato colgado en la barra metálica de al lado del inodoro para avisar a Lola cuando ha terminado. Pero, sin duda, es el "sexto sentido" de su madre para comprenderla y anticiparse a lo que necesita lo que hace que no le falte de nada.

Además, su madre ha tenido que ajustar su alimentación, ya que Aida tiene dificultad para tragar (disfagia). Lola procura que siga disfrutando de sus comidas favoritas, como el filete de hamburguesa, que corta con una tijera de triple hoja hasta se queda en pequeñas migas para que pueda comerlo con seguridad.

Nada las para. "Salimos cuando tenemos que salir. No dejamos de ir a un restaurante. La primera opción siempre es ver la carta e intentar que pueda comer algo de ahí", comenta Lola, mientras Aida responde con un divertido “¡Hombre, no!” entre risas. En los casos en que no pueden adaptar el menú, Lola lleva el arsenal preparado: humus y guacamole. "Llegará un día en el que tendrás que alimentarse por un botón gástrico, ¿Verdad, Aida?", le decía.

Para Aida, una de sus grandes terapias es la televisión. Es una apasionada de Gran Hermano y no se pierde ni una edición. Ver el programa le ayuda a desconectar y mantenerse distraída, y además sigue de cerca a algunas de sus influencers favoritas, como Ana Padilla o Violeta Magriñán.

Escuchar a Lola es como un resoplo de motivación. El que recibe Aida cada día. Juntas florecen. Su capacidad de resiliencia traspasa la pantalla y tratar la enfermedad con naturalidad en su mayor baza. "Aida me ha hecho mejor persona. A pesar de todo, siempre sonríe, y verla feliz es mi felicidad", concluye orgullosa.

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