"Tienes lupus, así que despídete de tu familia porque te vas a morir". Con 16 años, a María Rosario Malonda ya le habían impuesto una fecha de fin. Su madre estaba dentro de la consulta, llorando a borbotones, cuando su doctor se lo comunicó. "Me quedé en shock, me estaban hablando en chino, nunca había escuchado hablar de esta enfermedad", cuenta. "Llamé a mis familiares y estuve unos días ingresada. 'Con suerte llegarás a los 40', me advirtieron al darme el alta". El pasado mes de febrero cumplió 53. Esa sentencia de muerte nunca se llegó a cumplir. Y superada la barrera, ha dejado de contar años de vida. Pero hasta poder celebrar con orgullo el Día Mundial del Lupus y hablar abiertamente de su historia, María ha tenido que ejercer, en lo literal y en lo figurado, de superviviente.
El lupus eritematoso sistémico es, hoy por hoy, uno de los mayores desafíos en el campo de la salud. Se trata de una enfermedad crónica del sistema inmunitario en la que el cuerpo se ataca a sí mismo. Genera un exceso de anticuerpos que desencadena inflamación y afecta negativamente a las articulaciones, músculos y órganos. En su caso, para cuando se lo diagnosticaron, su organismo ya había generado un 80% de anticuerpos, de ahí ese pronóstico inicial. Y aunque existen otros menos agresivos, el suyo es el más común, representando el 70% de los casos.
Todo comenzó con un extraño grano en la nariz. También con episodios puntuales de desorientación. "Me olvidaba de mi nombre o no sabía dónde estaba. Un día, de hecho, iba caminando con mi actual marido y le dije: ‘Suéltame, suéltame, ¿quién eres tú?’ ‘Mari, que soy yo, tu novio’, me dijo". Tardaron un año en descubrir qué se lo provocaba, en que un médico le pronunciase por primera vez la palabra 'lupus'.
Era 1988, y acceder a información que le ayudase a entender qué era eso tan grave que le acababan de detectar no era viable. "Fui a una librería científica y solo encontré un libro que, de pasada, en un párrafo suelto, hablase del lupus. No tenía información, lo único que tenía era un diagnóstico de que me iba a morir, nada más. No vas a poder estudiar, ni trabajar, ni ser madre, ni salir a la calle cuando haga sol. Un largo etcétera de ni, ni, ni", relata.
El mundo se le vino encima. "En el fondo, pensaba que no me iba a morir", le decía su subconsciente de adolescente. Pero no era fácil mantenerse optimista. Su rostro cada vez se veía peor. La gente la observaba y hasta le preguntaba. “Era imposible pasar desapercibida”. El lupus le había afectado a su nariz y boca y los dolores cada vez eran más insoportables. "En estos 37 años no recuerdo ni un solo día sin dolor", asume.
A pesar de que no podía hacer planes de futuro, lo intentó. Trabajó durante dos años y medio. Pero su cuerpo no tardó en decir 'basta'. Su siguiente reto, otro sueño que le pintaron inalcanzable, era ser madre. Y en esto se obró el primer milagro. "Los profesionales me dijeron que no podía tener hijos, pero para mí lo más importante en mi vida era ser mamá", reconoce. "Mi cuerpo es mío, y si me voy, moriré habiendo parido. No voy a pasar por este mundo sin haber tenido un hijo", prometió a los suyos. "Los médicos se volvieron locos. Tuve un embarazo de alto riesgo, pero mi hija nació sana y salva".
Con su niña ya en brazos, su estado de salud empeoró. Las enfermedades asociadas a su lupus sistémico comenzaron a hacerse visibles. Fueron tantas que le faltan dedos de la mano para enumerarlas. Fibromialgia, neuropatía, artrosis, bursitis de cadera hipotiroidismo autoinmune, rosácea, lumbalgia severa, raynaud, depresión, temblores, tartamudeos, lapsus de memoria... Y a todo esto había que sumarle los juicios por su aspecto físico. "Me pegué muchos años llorando cada vez que salía a la calle, porque era tan visible las afectaciones que tenía en la cara... Solo me quedaba una piel tan fina que se veía el hueso, se veían las venas, se veía todo. Y me encerré”, expresa.
Ahí tocó fondo. También su familia. “Cuando mi hija tenía 6 años, los propios compañeros de colegio la encerraron en un baño y le dijeron: ‘Tu madre no tiene nariz, se le va a caer a trozos". Vivió en varias capitales. En cada una, pasó por centros médicos de todo tipo en busca de alguien que le ayudase a sobrellevarlo. La respuesta siempre era la misma. “Llevaba 28 años muy mal. Ya había pasado por todos los tratamientos más agresivos, los inmunosupresores... Estaba muy cansada y había decidido tirar la toalla”, recuerda. “Le pedí a mi marido y a mi hija que me dejaran ir. Se acabó. ¿No os parece que ya he hecho bastante?”.
Pero de repente, la luz asomó por una esquinita. “Mi doctora de Gandía me recomendó a un prestigioso médico estético de Valencia, y mi marido e hija, a escondidas, pidieron una cita”. Cuando María creía que no podía más, su vida iba a dar un giro de 180º. “Recibí una llamada, estaban dispuestos a valorar mi caso”. La primera consulta era bastante cara, y no se la podía permitir, pero su familia y amigos reunieron el dinero. “Cuando el doctor me dijo que su equipo y él me iban a ayudar, mi marido y yo rompimos a llorar. No podíamos creernos que después de 28 años oyendo 'no, no y no' tuviese a alguien que me dijera sí”. Era 2015, y la reconstrucción de su cubierta nasal y labio estaban en camino.
Aunque fue un proceso duro y tuvo que pasar por cuatro operaciones, todo salió bien. Usaron la técnica del colgajo y reconstruyeron su nariz con piel de la frente. Estuvo muchos meses sin que la dejaran mirarse a un espejo. Once, concretamente. Pero valió la pena. “Operarme me devolvió la vida, pero también mi dignidad”. Ahora luce su cicatriz con orgullo. “Cuando alguien me pregunta qué me ha pasado siempre les contesto que un milagro. Ya no estoy dispuesta a vivir ocultándome”.
El empujón definitivo llegó cuando se sumó a la junta directiva de Avalus, la Asociación Valenciana de afectados de Lupus. También cuando se asoció a Felupus, la Federación Española de Lupus. "El voluntariado me devolvió la vida, ahora me siento útil. Por fin le veo un sentido a mi enfermedad". Lo expresa llorando, con la voz entrecortada, pero con una sonrisa de satisfacción que se le escapa cuando habla de esas compañeras que han visto en ella a una aliada (el 90% de las personas que padecen esta enfermedad son mujeres).
Ahora, María ayuda a que personas con lupus tengan esa información fiable que ella no tuvo. A que se sientan acompañadas y entiendan que lo que les pasa no es raro, que no están locas. Pero asociarse no solo allana el camino. También sirve para que la enfermedad se reconozca y alcanzar el grado de discapacidad por el que llevan años peleando. En su caso, tiene un 66% de discapacidad. “No quería reconocer que estaba enferma, y tardé casi 20 años en solicitarla. Aparentemente puede parecer que no nos pasa nada, pero por dentro estamos destrozadas. Levantarte cada mañana es un suplicio", reivindica.
Cuando le preguntan, ella siempre repite lo mismo. “Es muy importante que no pierdan la esperanza”, incide. “Se avanza, y se están consiguiendo cosas. Ahora hay muchos más estudios, medicamentos propios, no como antes, que eran los de la malaria. La formulación ya no es tan agresiva”. Pero para ella, la clave está en que ya nadie tiene que escuchar que se va a morir de lupus". “La vida no comienza ni se acaba con la enfermedad”, ha comprobado. "A la María de 16 años le diría que no tenga miedo, que no está sola, que, aunque no conozca la enfermedad, puede llegar a vivir con ella. Porque se consigue. Se puede ser feliz. 'María, hay una esperanza. María, hay un futuro. María, sigue viviendo, lucha, que esto cambiará", le diría.
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