Marisol se enteró de que lo que tenía era autismo haciendo la Selectividad. Para entonces ya tenía asumido que era “rara”, diferente. Llevaba 18 años aguantando que la calificasen de “inútil, mongola o subnormal” por ir más lenta que el resto. Tampoco llegaba a empatizar con los dilemas de su entorno. “No terminaba de congeniar con la gente, no encajaba. Ni yo entendía a los demás ni los demás me entendían a mí”, concluyó. Hasta que ese día, al verse compartiendo espacio con estudiantes que tenían más dificultades que ella para realizar el examen de acceso a la universidad, obtuvo respuestas.
“Yo veía a gente con reloj o con acompañantes para poder entender las preguntas. En mi caso, las únicas adaptaciones que me concedieron fue darme más tiempo y permitirme estar en una clase tranquila, sin interrupciones. Al salir, sentí que no pintaba nada allí y le dije a mi madre que me parecía un trato de favor hacia mí”, recuerda. “De trato de favor nada. Tú no eres como las demás personas”, le rebatió. “¿Cómo que no?”, repreguntó. “Hija, tú tienes TEA”.
Al escuchar estas siglas, todo encajó. Llevaba meses con la mosca detrás de la oreja por culpa de una serie. Jamás se había sentido tan identificada con alguien como con el protagonista de ‘The Good Doctor’. “Él todas las mañanas se hacía una lista con las cosas que tenía que hacer antes de ir al trabajo, como desayunar, ducharse o vestirse, y se marcaba el tiempo que debía durar cada tarea para que no se le olvidara nada. Si perdía el autobús, se desprogramaba, no sabía qué hacer al enfrentarse a este tipo de contratiempos. Y a mí me pasaba exactamente lo mismo que a él”. Shaun Murphy era como ella. Y sí, ambos estaban dentro del espectro autista.
“Pasar de pensar que eres tonta a saber que tienes un trastorno reconocido y que no eres la única persona a la que le pasa te quita mucho peso de encima”, reconoce. En su caso, su nivel de autismo era de tipo 1, lo que popularmente se conoce como Síndrome de Asperger. Esto afecta en especial a la comunicación, y quienes lo padecen denotan una inflexibilidad a la hora de gestionar los cambios inesperados. “No capto bien las ironías, las dobles intenciones, las indirectas. Tengo un problema a la hora de entender el lenguaje no verbal. Voy muy a lo literal”, trata de explicar.
Esto, al no impedirle ir superando sus estudios con éxito (“hasta Bachillerato jamás había suspendido ninguna asignatura”), fue algo con lo que convivió sin necesidad de ponerle nombre. “Siempre me sentí en tierra de nadie, porque no era tan funcional como una persona neurotípica pero tampoco tenía acepciones tan marcadas como otras personas que tienen la misma categoría diagnóstica que yo”, reconoce ahora.
“Al final, a lo largo de toda mi vida he tenido que adaptarme a los demás, no los demás a mí. Cualquier cosa que no se considerase adecuada me enseñaban a mitigarla. Vivía enfocada a comportarme como el resto, con el esfuerzo que eso suponía”. Y con el desconocimiento de que detrás de eso no había una incapacidad, sino una patología. Fue por esto por lo que nació su vocación por la psicología.
“Yo empecé queriendo ser psicóloga a los 9 años porque quería ser capaz de consolar a la gente cuando perdía a un familiar. Necesitaba entender la mentalidad de los demás. Sentía que no respondía satisfactoriamente a sus necesidades emocionales, y pensé que estudiando esto podría ganar esas herramientas que no era capaz de tener por mi cuenta”, confiesa. Conseguir alcanzar la nota de corte para cumplir su sueño de dedicarse a ello fue una proeza. Un sueño que durante años consideró inalcanzable. Pero seguía sin estar conforme.
Poco antes, mientras se iba acercando a la mayoría de edad, Marisol divisaba un futuro “bastante negro”. “Me sentía inferior. Llegó un punto que pensé que lo que estaba haciendo no servía de nada, que no iba a llegar a ningún sitio”, admite. Hasta se sumió en una depresión. Y aunque logró terminar la carrera a tiempo, seguía conviviendo con estos pensamientos negativos cuando le tocó entrar en el mercado laboral. “No valgo para nada, no me van a coger en ningún sitio, empezar a trabajar va a ser un mundo, no voy a ser capaz”, se repetía en bucle.
Fue entonces cuando recurrió a Astrade. La Asociación de Personas con Autismo de la Región de Murcia le había dado servicio psicológico y apoyo durante toda su infancia y adolescencia (a pesar de que Marisol nunca supo exactamente por qué). “Les pedí ayuda para que me ayudasen a encontrar un trabajo y a los dos días me llamaron para una entrevista”, cuenta orgullosa. Desde entonces, tras dos meses de prácticas, nervios e inseguridades por si no lo estaba haciendo bien, la incorporaron a la plantilla como una psicóloga más. “No solo no soy inútil, sino que soy apta. Para este trabajo y para enfrentarme a la vida”, ha entendido por fin.
Hace cuatro meses que Marisol pasa 40 horas semanales elaborando material didáctico para formar a tutores, dando clases de ética en institutos, distribuyendo tests de habilidades cognitivas, analizando informes y visibilizando que el futuro con TEA no es tan negro como se le pintaba. Todo a la par que cursa un máster en Psicología General Sanitaria. Sin embargo, su mayor valor como profesional es esa empatía que durante años se vio incapaz de desarrollar.
“Al tener el mismo trastorno que los chicos que pasan por aquí entiendo las inquietudes que tienen. Hay cosas que a la gente le parecen una tontería pero que para personas como nosotros son muy valiosas”. Y su visión es fundamental en asociaciones como Astrade. “Es capaz de ver cosas que nosotros no vemos. A nivel personal es un valor añadido total. Y en lo profesional nos aporta una visión del TEA que muchos pacientes no son capaces de expresar. Nosotros conocemos la parte teórica, pero ella es capaz de verbalizar el porqué de ciertos comportamientos a través de su propia experiencia”, nos confirma Isabel Ortiz, coordinadora del servicio de empleo del centro.
El próximo reto en su lista es ser más benevolente consigo misma. Asumir que Marisol es Marisol. Que es imposible ser perfecta, con TEA o sin él. “El perfeccionismo, que es algo que nos caracteriza a las personas divergentes, es un factor que nos perjudica. Yo no lo puedo evitar. No me gusta equivocarme. Pero cada día estoy aprendiendo a aceptar que eso no es realista. Ahora lo que quiero es ser valiente. El miedo me ha bloqueado muchas veces, y no quiero que siga haciéndolo”, reivindica. Verbalizarlo con orgullo, ser consciente de los esfuerzos que ha asumido para llegar a donde está, corroborar que es útil, ya es un paso de gigante para ella. “El camino no ha sido nada fácil, pero a pesar del Síndrome de Asperger, de haber pasado una depresión, lo he conseguido”.
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