Cuando a Alba le detectaron cáncer infantil con 4 años, Ángeles, su madre, tenía 28. Estaba embarazada del que iba a ser su segundo hijo. Y si el mundo ya se le “vino encima” con el diagnóstico, que los médicos le planteasen que “no era seguro para el feto” estar cerca de la niña durante el tratamiento terminó de rematarla.
“Oler la quimio ya era un riesgo”, le advirtieron. “Y es duro decir esto, pero al que tenía en la barriga no lo conocía en ese momento, y yo tenía que estar con ella, porque no sabía si mi hija iba a salir de esta”. Su doctora, que “por encima de doctora era persona”, entendió que no podía dejar a Ángeles al margen del proceso. “Vamos a tirar 'palante' con la niña y con el embarazo”, le prometió. “Y así hicimos”.
Tanto Ángeles como el padre de la niña llevaban semanas con la mosca detrás de la oreja. Que Alba arrastrase un resfriado detrás de otro no podía ser normal. Ni los jarabes ni los supositorios que le recetaban después de cada visita a Urgencias (que fueron muchas) le hacían efecto. Y unas analíticas en las que encontraron unos niveles “muy raros” de glóbulos rojos y glóbulos blancos resolvieron el enigma.
Los médicos no tardaron demasiado en pronunciar la palabra maldita. Y tras realizarle una punción lumbar, pudieron ponerle apellidos. Se trataba de una leucemia linfoblástica aguda, la más común en edades como la de su hija. Solo en 2023, 291 de los casi 1.000 cánceres infantiles que se detectaron en España coinciden con esta tipología. Se estima que un 88% de esos niños sobreviven. Y entre ellos, está Alba.
Hoy, aquella niña que no entendía por qué su padre “le había hecho un 'pelao' tan feo” está a punto de cumplir 18 años. Apenas tiene recuerdos de lo que sucedió cuando tenía 4. Ha “borrado” de su memoria ese primer año en el que se sometía a sesiones de quimioterapia “de 4, 8, 12 y hasta 24 horas”. Tampoco se acuerda de esa compañera de habitación que ingresó a la vez que ella y que a los tres meses falleció a causa de su misma enfermedad. Si acaso le vienen imágenes de su padre subiéndola al carrito de un gotero para recorrer los pasillos del hospital “como si fuese una bicicleta”. Su madre, sin embargo, lo narra como si hubiese sido ayer.
“Esto a quien marca de verdad es a la familia. Te cambia la forma de ser, te cambia la forma de pensar, te cambia la vida”, defiende. Y de esto fueron conscientes según pusieron un pie en ese hospital en el que tuvieron que “convivir con el niño que evoluciona, pero también con el niño que no sigue”. Fue ahí cuando entendieron “que no quedaba otra que dejarse en manos de los médicos”, “hacer de tripas corazón”, “centrarse cien por cien en la batalla” y “no perder la esperanza”.
Hasta que no dio a luz al hermano pequeño de Alba, Ángeles no pudo acercarse a su hija si no era con guantes. “No podía tocar el pipí, no podía ducharla, no podía tocar el sudor”, enumera. En cuanto la niña empezó a perder el pelo, ella se lo rapó para evitar que se sintiese diferente. Y si alguien de la familia se atrevía a llorar delante de Alba, lo echaba de la habitación.
“Yo lo que procuré era que la trataran como a una niña de 4 años. Que todo el contacto con ella fuese a través de juegos. A mí no me servía de nada que viniesen llorando, todos tenían que estar fuertes por ella”, entendió. Ahora, gracias a ese impulso de su madre “de tirar de cojones, como se dice en Cádiz”, Alba reconoce que esos años los vivió “como la que ha pasado una bronquitis”.
Punción a punción, analítica a analítica, los médicos fueron comprobando que el tratamiento funcionaba. Que desde la primera sesión de quimioterapia “estaba creando células sanas”. Pero tenían que seguir cumpliendo el proceso a rajatabla. Durante todo 2º de Infantil, Alba nunca pisó el colegio. “Tenía las defensas muy bajas, y un resfriado simple se le podía complicar”, les insistían. De hecho, durante cinco meses no salió de casa más que para sus salidas y entradas hospitalarias. “Aprendió a leer y a escribir en el hospital. Su profe nos mandaba fichas para que no perdiese el ritmo de sus compañeros”, relata su madre, a la que le tocó hacer las veces de maestra.
Los 5 años también los pasó “resguardada”, pasando a tomar la quimioterapia ya en pastillas. Y en este punto, aunque seguían aferrados a las buenas noticias, apareció la sombra de la recaída. “De repente le empezaron a doler mucho las articulaciones. Los brazos, los hombros... Se pensaron que era una recaída porque esta enfermedad va a los huesos, pero le hicieron su punción lumbar y vieron que no tenía nada que ver. Esto volvió a ponernos en alerta”, revive Ángeles. Fue después de este susto cuando, tras los pertinentes chequeos y coincidiendo con el salto a la Educación Primaria, su doctora les confirmó que Alba podía reincorporarse al cole. Ahí conoció lo que es la soñada “normalidad”. La de verdad.
Al empezar en un centro diferente, se ahorró las preguntas incómodas. Es más, "es muy pequeño el círculo que sabe lo que me pasó, no porque lo esconda ni nada, sino porque no ha salido el tema". Si le preguntan por la cicatriz del cuello, su respuesta comodín suele ser que se la hizo arrancándose un gotero. Pero fue al cumplir 7 años, con la muerte de Pablo Ráez, cuando descubrió el alcance de lo que superó. "Ella sabía que este chaval tenía lo mismo que ella. Y claro, cuando murió, me dijo: 'Mamá, pero si esta persona tenía leucemia. ¿La gente se muere de leucemia?"
Tras trabajarlo en terapia, no parecen haber quedado traumas. Hasta hace dos años, cuando por fin le dieron el alta de su enfermedad, las visitas al hospital ya eran rutinarias. Lo que le ha quedado de aquello, sin embargo, es el carácter. "Se convirtió en una niña mimada. De pequeña, como estaba malita, se le consentía todo, y esto con los años ha sido difícil de gestionar", reconoce Ángeles. Alba, aunque a regañadientes, asume que su madre tiene toda la razón: "Nada más me dijeron que ya solo tenía que ir a revisiones, mi abuelo me compró un iPad. Yo pedía algo y me lo traían en el mismo día. Intentaron que no me faltara de nada, y con la adolescencia me costó entender que la vida no es así".
Las carencias de esa niña "que vivía gracias a un gotero" trataron de cubrirlas "con cosas materiales". Y ahora que las hormonas están disparadas, están tratando de reconducirlo. Y esa es la gran satisfacción de Ángeles. Que esta sea la única secuela que le queda a su hija después de haber estado tan cerca de la muerte es su mayor éxito como madre. Una madre que, a su manera, también sobrevivió a un cáncer infantil.
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