Durante siglos, el suicidio se ha silenciado. ¿Las razones? El estigma y los prejuicios de la sociedad, la culpabilidad que sentía la familia y, en los últimos años, la errónea creencia de que visibilizar este problema podía agravarlo al provocar un “efecto llamada”. Esto se ha demostrado como falso: hablar del suicidio salva vidas.
Esto cada vez es más importante, pues según los datos oficiales, cada año se quitan la vida más personas. En 2018, fueron 3.539 personas. En 2019, la cifra ascendió a 3.671. En 2020, el año de la pandemia, los datos siguieron empeorando: se suicidaron 3.941 personas. Y en 2021, cuando pensamos que todo iba a mejorar, fallecieron por suicidio 4.003 personas.
A la hora de hablar de suicidio tenemos que tener en cuenta la gran diferencia que hay según el género de la persona, y es que de las 4.003 personas que fallecieron por este motivo en 2021, 2.982 eran hombres y 1.021 eran mujeres, tal y como informa el Instituto Nacional de Estadística.
Sin embargo, si analizamos la prevalencia de trastornos mentales ligados al suicidio como la depresión, encontramos que afecta más a mujeres: por cada hombre con un episodio depresivo, hay tres mujeres que lo sufren.
La gran pregunta es por qué se suicidan más del doble de hombres que de mujeres, un fenómeno que a menudo se ha explicado con argumentos sexistas carentes de fundamento. Pero, ¿y si uno de los responsables de estas diferencias de género fuese el machismo?
Según un estudio publicado ya en el año 1998 en la revista Comprehensive Psychiatry, «los hombres valoran la independencia y la decisión, y consideran que reconocer la necesidad de ayuda es una debilidad, por lo que la evitan». En cambio, «las mujeres valoran la interdependencia, consultan a sus amigos y amigas y aceptan de buen grado la ayuda. Las mujeres se plantean las decisiones en el contexto de una relación, teniendo en cuenta muchas cosas, y se sienten más libres para cambiar de opinión».
Que los hombres eviten pedir ayuda no es una característica biológica, sino una tendencia aprendida. Desde niños, se les refuerza para ser “fuertes”, siendo la palabra “fuerte” un sinónimo de “represión emocional”. Y es que mientras las niñas hablan entre ellas de sus preocupaciones sin ningún tapujo, en los grupos mayoritariamente masculinos no se suele dar esta tendencia.
A medida que estos niños crecen, se convierten en adolescentes y adultos con dificultades para entender sus emociones, para expresarlas y, sobre todo, para pedir ayuda profesional y personal. En otras palabras, evitan ir al psicólogo, pero también evitan compartir sus preocupaciones con la gente que les rodea.
Esta hipótesis coincide con las cifras del Instituto Nacional de Estadística: en menores de 15 años, apenas hay diferencias de género –si el origen de éstas fuese biológico, ya deberían aparecer a edades tempranas–. En cambio, entre los 15 y los 29 años, la proporción de suicidios es de más del doble en hombre, pues se trata de una etapa en la que el aprendizaje de los roles de género tiene un gran impacto.
A mayores, entra en juego otro factor: la carga de los cuidados. Muchas mujeres no se quitan la vida porque tienen hijos o personas mayores a su cargo, actuando esa responsabilidad como un factor protector.
Tienen que cambiar muchas cosas en esta sociedad, pero la forma de tratar la salud mental es una de las más importantes.
Todos, independientemente de nuestro género, tenemos derecho a hablar de nuestras preocupaciones y emociones sin que nos juzguen, sin que se burlen de nosotros y sin que cuestionen lo “fuertes” o “débiles” que somos.
Por eso, si sufres cualquier problema de salud mental, pide ayuda. Habla con alguien cercano si te sientes cómodo y busca un profesional para entender y tratar tus dificultades. No tienes que vivir con ese sufrimiento: hay salida, pero como dijo el psicólogo Edwin Shneidman, «el suicidio es una solución sin retorno para un problema temporal».