Resulta paradójico que en algunas circunstancias nos guste pasar miedo. Una película de terror que nos pone los pelos de punta se torna divertida cuando la escena termina bien o cuando nos damos cuenta de que estamos viendo una mera fantasía. Entonces el miedo se alivia y da paso a la alegría, es decir, a disfrutar de algo que en principio nos ha atemorizado.
La paradoja está en que, por definición, el miedo es un proceso emocional que nos avisa de una amenaza, de algo que pone en riesgo nuestra integridad física o psíquica. Por lo tanto, la experiencia debería ser de todo menos regocijante.
Para entender este fenómeno, debemos empezar concibiendo las emociones como un sistema de alarma que nos avisa que algo importante está ocurriendo. Algo relevante por ser bueno para nosotros o por amenazarnos de alguna forma.
Hay, por lo tanto, dos tipos de emociones. En primer lugar, tenemos las de tono hedónico positivo, que son las que nos resultan agradables, las que queremos que se repitan y nos llevan a aproximarnos a eso que nos las producen. Nos gusta estar con las personas que nos quieren y hacemos todo tipo de acercamientos para permanecer junto a ellas el mayor tiempo posible.
En segundo lugar, están las emociones de tono hedónico negativo, que son las desagradables. No queremos que se repitan y nos llevan a alejarnos lo más posible de ellas. No nos gusta estar al lado de una persona violenta que nos mira mal y nos revuelve el cuerpo.
Como buen sistema de alarma, las emociones deben estar activas el menor tiempo posible: si duran más de lo estrictamente necesario se convierten en un problema en sí mismas. Tienen que avisarnos de la situación y apagarse lo más rápidamente posible.
Para lograr esto, las emociones positivas y negativas se regulan entre sí. Es decir, después de la alegría de encontrarme con un amigo que hacía mucho tiempo que no veíamos, al separarnos nos queda la tristeza de no saber cuánto tardaremos en encontrarnos de nuevo. La emoción positiva es sustituida por la negativa, que desactiva la anterior y nos permite regresar a una situación emocionalmente neutra con rapidez.
Del mismo modo, el miedo que nos puede producir la presencia de un perro grande, con ojos inyectados de sangre y que parece mirarnos con pérfidas intenciones se disipa cuando aparece el dueño y le pone la correa. Y si no ha sido suficiente esto, desaparecerá cuando se aleje de nosotros lo suficiente para perderlo de vista. El miedo se torna alivio, produce una emoción positiva que desactiva el propio temor cuando este ya no es necesario.
Esta paradoja que convierte las emociones de tono hedónico positivo en negativo y al contrario se denomina técnicamente proceso oponente. Es el principal responsable de la regulación de las emociones que conocemos como primarias, es decir, aquellas producidas por algo externo a nosotros, como ver a un amigo o la aparición de un perro mal encarado.
Sin embargo, este fenómeno no aparece con las emociones secundarias, es decir, aquellas que son producidas por una representación mental, como recordar dicho encuentro o rememorar el episodio del can amenazante. La persistencia de la situación en nuestra mente hace que las emociones secundarias duren mucho más tiempo que las primarias y que su proceso de regulación sea muy diferente.
El proceso oponente es el responsable de que cuando, por ejemplo, nos montamos en una montaña rusa, el miedo que nos produce nos resulte divertido, especialmente si la experiencia es suficientemente corta para que no nos sensibilicemos a dicho miedo.
Para que sea divertida, una montaña rusa debe asustar mucho durante un periodo muy breve. Pero las siguientes veces que nos montemos, el susto casi ya ni aparecerá, la anticipación que hemos aprendido de que saldremos ilesos de la situación hace que prácticamente no sintamos el miedo. Y al mismo tiempo, también irá desapareciendo la diversión del proceso oponente cuando termine.
La relación es directa: a más miedo, más diversión. Por eso, las nuevas montañas rusas tienen que ir siendo cada vez más grandes y más bestiales, para disfrutar del efecto del proceso oponente. Y por eso disfrutamos de una historia de terror, de una película de miedo, de un deporte de riesgo o de los tétricos disfraces y celebraciones de Halloween. La intensidad de lo divertido (proceso oponente) que resulte proviene de la intensidad que proporcione el proceso primario (el miedo).
Hay una transferencia de la intensidad o excitación emocional de la emoción primaria, el miedo, a la secundaria, el alivio, la alegría o la diversión. La llamada transferencia de la excitación formula que si una persona se ha activado en un contexto emocional primario y al poco rato se encuentra en el contexto oponente, este provocará una segunda emoción, que tendrá la intensidad de la primera más la de esa segunda activación. Algo así como si los restos de la activación que ha producido la primera emoción se suman a la que produce la segunda.
Sin duda, una de las cosas que nos puede producir más miedo, o miedo con máxima intensidad, es la muerte y todo lo relacionado con ella. Por eso no es de extrañar que a su alrededor hayan surgido muchas actividades divertidas, desde Halloween a las películas y series de terror. Y dada la transferencia de las intensidades emocionales, resulta que librarse de la muerte es una de las actividades no solo más divertidas que pueda haber, sino que además es adaptativa, ya que nos prepara para enfrentarnos y luchar con nuestros miedos.