Tinta Femia, el vino con nombre de mujer
Según cuentan, el cuidado de las viñas e incluso la elaboración del vino en esta zona de Pontevedra corrían antiguamente a cargo de las mujeres
Este paisaje un "paraíso", tal como lo evoca Javier Solana, presidente del Real Patronato del Museo del Prado: "He sido muy feliz allí”
Descorchamos un O Santo do Mar, un vino fresco, salino, transparente, de los que van de trago largo
Desde niño supe que hay lugares que te esperan, a los que siempre has de llegar. Santa María de Cela, en el municipio de Bueu (Pontevedra), es uno de ellos. Mi bisabuelo, otro Manuel Villanueva, trabajó como peón caminero y luego capataz de obras de la Diputación de Pontevedra en la construcción de la carretera comarcal que llega hasta allí. Por eso mis pasos siempre me han llevado sin detenerme.
Es este un lugar mágico, con un maravilloso balcón sobre la Ría de Pontevedra, donde cada atardecer el sol, al irse, interpreta su sinfonía, deja su huella incandescente, cual Fragua de Vulcano. En ese momento el tiempo quisiera retroceder sobre sí mismo pero sabe que ha de esperar al mañana para recomenzar la vida. Aquí las noches claras de verano ofrecen el mejor espectáculo del cielo: las estrellas son infinitas, semejan un hechizo.
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Esta tierra huele a sal y a hierba recién cortada, a parras que prometen fértiles vendimias en poco más de un mes. Huele a uvas de Tinta Femia, que se escribe así en femenino y no es algo casual, ya que, según cuentan, el cuidado de las viñas e incluso la elaboración del vino corría antiguamente a cargo de las mujeres, mientras los hombres surcaban caladeros de Gran Sol, Sudáfrica, Malvinas o el banco canario-sahariano. El peso matriarcal en esta zona es impresionante.
Vino que solo crece aquí, en su mayoría en viñas prefiloxéricas, que sabe a frutas rojas, a manzana pasada, a potentes balsámicos. Vino que es puro nervio, que se enseña salvaje, diferente. “El tesoro de Cela”, como lo llama el periodista Benigno de la Torre. Un vino que tiene su idioma propio, su vida y se puede hablar y hasta filosofar sobre él. Tiene sentimientos que solo quienes lo cultivan, lo miman, lo hacen nacer, saben entender; y quienes lo bebemos debemos interpretar. Y tiene hasta su metafísica, como contaba en las tabernas a pie de playa el escritor gallego José María Castroviejo.
Para enmarcar mejor este lugar decido pedirle a Javier Solana, presidente del Real Patronato del Museo del Prado, que convoque a sus recuerdos de los veinte años que veraneó en este enclave: “Recalé allí llevado por amigos, un grupo interesante de gente que hacía mi estancia muy agradable. He caminado mucho por sus senderos hacia Monte Ermelo y pasado muchos atardeceres en la Praia de Lapamán, una playa de belleza única. Hace tiempo que no voy pero he sido muy feliz allí”.
“Y luego está esa gastronomía inolvidable de los restaurantes de Bueu, de esa taberna típica, el Iglesario; y esa vista apabullante sobre la Ría, con la Illa de Ons al fondo”. “Algunos veranos he recorrido otros lugares maravillosos de Galicia en la inmejorable compañía de mi amigo Xerardo Estévez, ex alcalde de Santiago. Guardo espléndidos recuerdos de mi estancia en ese paraíso”. La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla, decía García Márquez.
Anclado en el suave rumor de las olas de Lapamán y en un pasado común, le pido al periodista y presentador de TVE Xabier Fortes que me hable de este hermoso paraje:
“En esta playa, Manuel, durante los estíos de infancia y adolescencia, aprendimos a distinguir solsticios y equinoccios antes de que fuera enseñanza obligada de colegio. Solo había que otear el horizonte en cada solpor. Al inicio del verano, en la noche de San Juan, el sol se ponía a estribor de la Illa de Ons, y con el punto de fuga en el mar abierto. Entre julio y agosto iba caminando lentamente cada atardecer de derecha a izquierda, cabalgando a veces a lomos de la isla y otras hundiéndose en la inmensidad del océano. Cuando en septiembre el esplendor de los maizales y el color tintado de las uvas de Tinta Femia marcaban el fin de las vacaciones, el sol se recostaba ya sobre la península del Morrazo, cubriendo de sombras de otoño la bahía de Beluso. No fue hasta ya bien entrada la juventud cuando comprobamos que con aquellas uvas negras que robábamos con disimulo de las parras próximas a los carreiros se podían transformar en un vino tan apreciado como singular: el Tinta Femia, que creó a su alrededor una liturgia de obligado cumplimiento para sus cofrades. Ya fuese en el Iglesario, en el Muiño Vello o en la taberna de A Viuda, toda la procesión de devotos le hacían los honores en cada tarde”. “Mi vino llena todo un gran verano. Es el cielo de mi copa”. Así celebraba sus tardes de estío el poeta John Keats.
Volvemos a la parroquia de Cela, a detenernos en su iglesia, Santa María, dos de sus cuatro retablos son especialmente significativos: los dedicados a las vírgenes del Carmen y la Soledad. Y digo que son significativos por la decoración de sus columnas salomónicas, fantásticos racimos de uvas doradas.
No es que sea exclusiva de estos retablos: la vid y los sarmientos son un elemento simbólico del cristianismo, significan la resurrección y la vida. En muchas iglesias gallegas, españolas y europeas encontramos las vides con los racimos enroscados en sus columnas. Pero en muy pocas los racimos tienen la vitalidad y frondosidad de estos retablos barrocos: son más que decoración, símbolos de este lugar.
El vino se lleva bien con la historia, porque guarda nuestros sentimientos, la memoria de nuestras emociones: la de sentarse en la balaustrada del atrio de este templo, con los pies colgando, y sentirse gaviota sobrevolando este cielo, el techo de la configuración urbana más marinera de la zona. La de un paisaje: de castaños y robles, de la bocana de la ría. La de los sabores del vino de Cela, el pulpo de Bueu o las nécoras de Udra. Benditos sean.
Tengo para mí que la parroquia es un terroir, un lugar donde abundan las expectativas, este tiene un pilar: la Tinta Femia (de parentesco directo con el Caiño Bravo) que se cultiva en parras sostenidas por pilares de granito, ventiladas por vientos del norte que traen recados de yodo y sal y que sin duda encarna la verdadera identidad de los vinos de la Península del Morrazo.
Pillo embotellando a Antonio Portela, sumiller y creador del salón A emoción dos viños, que produce aquí un vino de sonoridad apasionada, Namorado, y me dice que “la tinta Femia es muy aromática, de boca vibrante, intensa, punzante”. “Es un vino racial, con mucha identidad, inimitable. Debe mucho al microclima de la zona pero también a su raíz troncal, ancestral de las primeras vitis”. “Cela es un gran crú, una comunidad vitivinícola, si estuviéramos en Francia sería un grand village”. Le sugiero que este vino lo soporta todo en sus maridajes, como el champán, el cava, o los jereces. Sonríe y me refiere: “Y tanto, hasta puede con el chocolate”, y me cuenta que en una ocasión en la taberna Iglesario lo comprobó mientras se tomaba una tarta hecha densidad en el chocolate.
Decía Álvaro Cunqueiro, saboreador de vinos y de vida, que “los vinos además de probarlos hay que escucharlos”. Él también levantó en muchas ocasiones, por estos lares, su taza agradecida y habló del efecto prodigioso de estos vinos. Cuenta la anécdota popular que un día él y Castroviejo discrepaban animadamente sobre diferentes visiones, apariciones, de la Santa Compaña y que este último, deseoso de zanjar la disputa, le espetó a Cunqueiro: “Mira, Álvaro, lo que pasa es que tu Santa Compaña es de tinto y la mía de blanco”.
Luis Dávila, alias O Bichero, es dibujante, caricaturista y un tipo ingenioso y divertido donde los haya. Vive en Cela, en O Cabo de Arriba, la vista de su casa es su alimento espiritual, cada noche ve pasar como un zumbido celestial el destello inteligente y luminoso del Faro de Ons. Luz de mar para almas varadas en tierra.
Responde a mi llamada en plena faena y me señala: “En esta tierra hay agua por todos los lados. Su situación le otorga muchas horas de sol y eso es bueno para el vino, también esa exposición a los vientos del norte y nordés que traen aires salinos y aromas de mar”. “Este vino tiene mucha personalidad, nada lo enmascara, se muestra tal cual es, con un enorme carácter; y tiene muy buena longevidad en botella, con dos o tres años están perfectos. El tiempo los asienta”.
Fernando García es viejo y buen amigo, y el presidente de la Asociación de Viticultores San Martiño de Bueu, y me cuenta que “aquí todo son microviñas, ninguna llega a la hectárea”. Fernando es un tipo enormemente afable, un amortiguador de conflictos. Excepcionalmente dotado para tejer consensos y muy entregado a la tarea de que no muera la tradición. Para ensalzar a esta tierra y enseñarla a quienes quieran saber de ella recuperó la Fiesta del Tinta Femia y provocó el impulso y la cooperación de un nutrido grupo de colleiteiros (pequeños cosecheros) y peleó también por estar dentro de la IGP Ribeiras do Morrazo (Indicación Geográfica Protegida), creada en 2018.
“Aquí la producción es muy pequeña por colleiteiro (va de unas 1.000 a 6.000 botellas), el consumo es muy local, prioritariamente en las mismas bodegas en las que se montan furanchos y se despacha el vino durante tres meses”. “Hay ya unos cuántas celebridades del vino que lo conocen y han comenzado a hablar de él: Joan G. Pallarés, Pitu Roca, Mariano Fisac... Esto se lo debemos a Antonio Portela”. “Para que esto tenga futuro será necesario comprometer a la gente joven. Debemos impedir que desaparezca una cultura del vino tan arraigada a esta tierra”. “Y en el cansado de la tierra, allí el viento se queda”, escribió Dulce María Loynaz.
Otro de los seducidos por la zona es el bodeguero Rodri Méndez (Forjas do Salnés), el Druida de Meaño: “Sé de la existencia de la Tinta Femia desde hace muchos años por mi abuelo, pero quien me acercó de verdad allí fue Antonio Portela”. “Lo que más me impresiona es la orientación norte de la zona, esos emparrados bajos, su microclima y la influencia de la ría que lo hace muy atlántico”. “Su potencial es innegable. Habrá que mejorar el trabajo de campo y trabajar en la crianza porque la evolución del vino es excelente, su carácter vibrante y su acidez le proporcionan también un estupendo envejecimiento en botella”. “En esta y entra otras zonas del Morrazo como Donón hay un futuro muy prometedor, un tesoro escondido”.
Rodri ha elaborado en 2016 y 2017 un vino que se llama O Santo do Mar, el elegido para descorchar en esta ocasión. Mientras lo abrimos le digo que el nombre me parece muy acertado porque, como dice Manolo Rivas, a Galicia por mar han llegado siempre los santos y los milagros, y por tierra los alguaciles y la Inquisición. El vino es fresco, salino, transparente, de los que me gusta decir que van de trago largo. Deja poso de los sabores antiguos, recuperados...
Antes de despedirme le digo a Rodri que este vino es también una seña de identidad, un evocador de recuerdos: de tardes de sol, de presencia del mar, del canto de los mirlos, de las cantigas tradicionales, de las jornadas de vendimia, de paseos por la Praia de Lapamán o por la dársena del puerto de Bueu. Todo eso cabe en esta copa, sin más frontera que la nostalgia de reencontrarme con el abrazo de los que quiero. Palabra de vino.