En Sigüenza, el tiempo se vuelve otro, se esparce por las piedras que cuentan su historia. La primera vez que vine aquí lo hice de la mano de mi amigo el escritor, sociólogo y gastrónomo Lorenzo Díaz; no pude haber tenido a un introductor más mítico. Todo lo he visto en su compañía, con su sabiduría: la catedral de Santa María, la Plaza Mayor, la Alameda, el Castillo Medieval que aloja al Parador y la Capilla de los Arce, donde yace el Doncel con su “sonrisa dialéctica”, como lo escribió Ortega.
Dice el novelista Use Lahoz que este es un mal sitio para hacer dieta. Tiene razón, y más si conoces el Restaurante El Doncel (una estrella Michelin y dos soles Repsol) de los hermanos Pérez, Eduardo y Quique, hosteleros de cuarta generación, una dinastía que comenzó en Arcos del Jalón y se perpetúa en esta casona del siglo XVIII con mirador a la Alameda.
Cocina creativa sobre producto de cercanía y temporada, reivindicación permanente de las raíces. Su lema consiste en respetar lo cercano, valorarlo y dar cariño a sus proveedores. Ellos son el primer eslabón de una gastronomía que busca la epifanía entre el equilibrio, la tradición y la modernidad. Rescatar sabores clásicos y ponerlos de moda. Eso les costó ser, inicialmente, los raritos del pueblo por sus atrevidas declinaciones en una cocina de siempre que sonaba a distinta.
Los Pérez son en Sigüenza un faro de tierra adentro, un muelle de confianza. En ellos, en su casa, cabe toda la hospitalidad. Por eso es difícil resistirse a la sencillez de su encanto, a su atinada intuición para el buen trato. No hay bienvenida más cálida que su abrazo, su cordialidad hierve como la espuma del fino seguntino. El resto, coreografía pausada de cocina y sala para que el comensal disfrute, para que las guías más prestigiosas sucumban a su entrega. Eso es todo: goce y bienestar.
Ser cocinero o jefe de sala -Quique y Eduardo- no es una profesión fácil, requiere mucha virtud, mirada amplia y larga experiencia. Tampoco lo es labrarse una buena reputación, menos aún si lo haces con rectitud, exigencia y sin ataduras. El secreto es solo uno: talento.
Fue Eduardo Pérez, santo y seña de los vinos manchegos (con permiso del dios Custodio), quien me hizo probar por primera vez un vino tinto sorprendente, Finca Río Negro. Desde entonces supe de esa telegrafía sin hilos afectiva entre Sigüenza y Cogolludo, de ese camino jalonado de rojos, amarillos y dorados, de esa tierra parda sobre la que cae el otoño reforzando la atracción y la amistad. Atiendo a su llamada.
En la Plaza Mayor de Cogolludo me reciben, amables y sonrientes, Victor Fuentes, su mujer, Gema, y su hija, la hermosa y juguetona Besana. A sus espaldas se levanta imperial el palacio renacentista de los Duques de Medinaceli y su luz caliza. Su esplendor era tal que Felipe el Hermoso dijo que había aquí más tesoros artísticos que en siete palacios de Flandes. Todo es deslumbrante.
Finca Río Negro está muy cerca, también de Madrid (a poco más de cien kilómetros), y allí el recibimiento se completa con José Manuel, el patriarca de la familia, y María, su mujer, anfitriona inigualable. Ambos son los creadores de este sueño que comenzó hace veinte años, después de diez de búsqueda.
Víctor comienza el relato de cómo fueron creciendo y expandiendo la viña por esta tierra bella que tenía hambre y sed de recuperación de la tradición vinícola de la zona. Estamos a mil metros de altitud, nuestra mirada observa los perfiles atávicos de los picos de Ocejón y Alto Rey, guardianes de vientos, observadores implacables de los viñedos que se extienden por esta finca enclavada en el Parque Natural Sierra Norte de Guadalajara.
Se exhiben los racimos de tempranillo, syrah, merlot, caubernet savignon... que dan potencia, aroma, longevidad y elegancia a sus vinos tintos. Con su blanca palidez aparece la gewürztraminer, hija de la Alsacia y adoptada perfectamente en esta latitud. Una mirada esbelta y cardinal que se embotella, “un golpe de suerte”, dice Víctor en un ataque de humildad.
En la mesa se dispone el mapamundi de los afectos: embutidos y un cabrito excepcional, emparejados con un desfile de nécoras y camarones traídos desde Bueu (Pontevedra). Una brújula de sabores. Y así transcurren conversación y almuerzo, entre hermanamientos de tierras e intenciones. Recuerdos paternos de Galicia, el auge del enoturismo (“bendito sea”, sentencia Víctor), un poco de historia de Cogolludo, accidentes del tiempo en el devenir de este hermoso proyecto que hoy ya es referencia en el mundo de los vinos, y el paladeo de blanco y tintos que se manifiestan en diferentes añadas a cada cual más conseguida.
Se impone el paseo tras la sobremesa, la tarde cae azul, como derramada de un pincel de Tiépolo. Los horizontes se diversifican adornados por un semblante de olivos, higueras, membrillos, magnolios... Caminamos hacia el mirador del Río Negro, el aire trae el último perfume atenuado de las aromáticas, una melodía emocional cobijada en esta tierra que danza al saberse en un microuniverso fértil.
Toca irse. El regreso va dibujando mudanzas y alternancias en el paisaje que componen un diccionario referencial de la comarca. Dice Lorenzo Díaz, con argumentos sociológicos, que los españoles no sabemos despedirnos. Le creo: me cuesta irme de esta tierra.