Tiene la Mesa de Ocaña ese aspecto de altiplano imperial, de mirador con perfil fronterizo y sitio fuera de lugar. Se yergue entre los cauces de los ríos Tajo, Algodor y Cedrón que dejan a su paso recados de agua y frescura. Viejos olivos y cepas centenarias dibujan la mancha verde de este cultivo mediterráneo, pero lo mejor de su paisaje son ellos: una pareja mágica, si no existieran habría que fermentarlos, Margarita y Gonzalo.
Su mirada es pura cordialidad y su hospitalidad una seña de identidad. Llevan en su sangre y su ADN el vino, ensayado a base de trabajo en La Rioja, la Ribera del Duero y desde hace veinte años en su propio proyecto, Más Que Vinos (que comparten con su socia alemana, Alexandra Schemedes) en Dosbarrios y Cabaña de Yepes (Toledo).
Allí llego flanqueado por mi buen amigo Manolo Juliá y su familia. Con ellos, por ellos, todo es más fácil y su sabiduría ayuda a comprender la tierra que pisamos, que va desde casas encaladas a un campo amueblado de tomillo, romero, retama y viñedos que dan solo variedades autóctonas: airén, cencibel, garnacha, malvar... Cuidadas con el esmero de la virtud y la protección de quienes saben que estos pagos tienen vinculaciones históricas con el vino.
La conversación arranca en una entrañable bodega familiar (en Dosbarrios) atesorada por la tradición, tinajas de barro y barricas que acunan vinos venideros. La memoria sale al paso: todo se hacía para un consumo semi doméstico, familia y trabajadores. Un esfuerzo común, una misma idea.
Los coches se encaminan hacia el mirador, nuestros ojos descubren un valle inmenso, fértil, y los viñedos aparecen como un hermoso sembrado de almas. El telón de fondo son unas montañas orgullosas de su trazado fronterizo, separador de confines.
La bodega nueva en Cabañas de Yepes es sencilla y amorosa, reivindica humildad, proclama seriedad y esfuerzo. Hay un rumor de mostos, de vinos neonatos que hierven en su búsqueda de vida. Margarita despliega su conocimiento, desdobla su sabiduría; el líquido baila saltarín en nuestras copas y enseña sus maneras del futuro. Las barricas nos miran silenciosas como si quisieran amonestar nuestro ruido. Huele a vendimia, a trabajo de campo recién concluido.
Aparece Gonzalo y con él los aperitivos: chacinas, embutidos, conservas, productos de su huerta y un desfile de vinos blancos y tintos jóvenes apropiados para el momento. Un halcón peregrino asalta el cielo con su vuelo majestuoso, Gonzalo nos ilustra sobre la fauna ornitológica y nos refiere que este es también el hogar de la perdiz y la liebre. El cielo es inmenso, precioso y se anuncian noches estrelladas como las que cantaba Lorca: “Vitrinas cargadas de espuelas”.
El almuerzo es el momento cumbre, se disponen las viandas típicas de la zona: una caldereta inolvidable, precedida de una tortilla que honraba a su cocinera. La conversación fue frecuentando historias de la comarca, amigos comunes y alabanzas a los vinos que la regaban: un blanco, malvar monovarietal (La Malvar de MQV), santo y seña de la bodega: untuoso, fresco, delicado, que despierta enormes ganas de beberlo. Y la joya de la corona: La Plazuela, un tinto dominado por la cencibel y complementado con garnacha, reflejo de los suelos que lo dan, de las viñas viejas que lo sostienen.
Enología moderna basada en épocas ancestrales, en la recuperación de lo precedido. El orgullo de la pertenencia a un terroir. La conversación se extiende, recorre recuerdos y conocimientos, la vendimia recién terminada, el sueño prolongado del vino en la botella. Reza en su lema: Más Que Vinos, creadores de recuerdos. Y de sueños añadiría yo. Decía Ortega que la gloria no era más que una agradable sobremesa. Como esta.
Toca regresar a Madrid, el horizonte se enmarca en el cuadro minúsculo del retrovisor: las siluetas de nuestros anfitriones, entrañables, inmóviles, en su mano la leve agitación del gesto universal de la despedida y tras de ellos el perfil solitario y silencioso de un cielo que concede la osadía de imaginar.