París, ver y recordar
Correcaminos Gastronómico regresa de nuevo a las calles que recorrió por primera vez hace cuatro décadas
Se detiene en edificios majestuosos y cocinas exquisitas, de La Madeleine a Montmartre, de L'Île de la Cité a los Campos Elíseos
París es la ciudad. Y muchísimas cosas más, tantas que no cabrían en un espacio que ni tengo, ni me concedo. Amo a esta ciudad, y no solo en el mes de mayo como sugería su trovadora Edith Piaff, es diciembre y este es el relato de mi última visita:
París nos recibe lluvioso y con rescoldos de huelga aun vivos. El tráfico es infernal desde Orly y el camino hasta el hotel se prolonga en demasía. Este viaje es también el de una llamada: volver a ver a Marisa y a Gērard, una sabia combinación soriano/normanda que desde siempre han sido nuestro anclaje afectivo en esta ciudad. Hemos quedado a almorzar con ellos cerca de su casa en la rue du Babylone, en plena Rive Gauche.
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El deporte preferido de los parisinos es andar y a ello nos disponemos mi familia y yo en estos días. Siempre que vengo no quiero descubrir rincones nuevos, me impongo esa deliciosa rutina de volver a ver lo que siempre había visto. Maravilloso propósito: ver y recordar.
Arrancamos la primera jornada en la Plaza de la Madeleine, ante el majestuoso edificio neoclásico. Se agolpan los recuerdos de estancias anteriores, de una emotiva celebración en un restaurante que el chef Alain Ducasse tenía aquí cerca, y el escaparate de Fouchon, que tanto nos impresionó la primera vez que lo vimos hace casi cuarenta años.
Bordeamos la plaza y enfilamos hacia la Concordia y su imponente obelisco egipcio, vigía de las ocho estatuas que simbolizan otras tantas ciudades francesas. Hacia el norte, en la rue Royale se eleva el lujoso Hotel Crillon, en el que desaparecía misteriosamente la mujer del doctor Richard Walker (Harrison Ford) en Frenético, de Polanski. A nada se encuentran dos galerías de fama mundial: Jeu de Paume, dedicada a la fotografía artística, y La Orangerie, más cercana al río, guarda y custodia de Los nenúfares de Monet. Desde aquí el viajero percibe la inviolable simetría de esta ciudad.
Cruzamos el Puente de la Concordia admirando la imponencia también de la Asamblea Nacional. Persiste la lluvia fina en el comienzo del Bulevar Saint Germain, estamos en la Rive Gauche. Tras atravesar la Rue Bellechase desembocamos en la Rue Vaneau; para recorrer esta calle lo mejor es acudir a la literatura de Enrique Vila-Matas.
Cuenta el escritor barcelonés que aquí nació el comunismo, en el número 38, donde se conocieron Marx y Engels. Existe documento pictórico de ello. En esta misma calle están la embajada de Siria, la mansión en la que vivió el autor de El Principito, Antonine de Saint Exupery, y el Hotel Suede, que tantas veces mencionó Vila-Matas como punto de referencia.
Al salir del ascensor, las sonrisas de Marisa y Gérard orientan nuestra brújula de afectos; después de tantos años sin vernos, los abrazos encienden la dicha, palpitan los recuerdos en el deseado reencuentro, la conversación fluye espontánea para ponerlos al día, la emoción convierte el momento en algo mágico, sagrado diría yo.
Para la llovizna y la luz gris y envolvente enseña a través de los ventanales el perfil señorial de los jardines de Matignon (residencia del primer ministro). Es todo muy cálido, muy acogedor, acompañamos el momento con un Beaujolais, ese vino que Francia entera festeja al final de noviembre, apenas unas semanas atrás.
Servilletas para clientes habituales en Au pied de Fouet
Bajamos a un restaurante vecino que nuestros anfitriones han dispuesto para comer, Au pied de Fouet, curioso bistró parisino muy frecuentado y en donde los clientes habituales tiene un casillero con su servilleta reservada. Productos frescos y muy bien cocinados: un confit de pato, un tartar de buey y un tatín de manzana sobresalientes; para beber se impone el buen gusto de Gérard: Raymond Usseglio & Fils de Chateauneuf du Pape, con el carácter clásico de los vinos del sur del Ródano. Un vinazo.
En la sobremesa, la conversación se pierde por Galicia, Zaragoza (la tierra de adopción de Marisa), Madrid, recuerdos de las primeras veces en París y sobre todo por Normandía, el paraíso reivindicado por Gérard y que hemos conocido llevados de su mano.
Despedimos a nuestros anfitriones. La grisura del cielo es el espejo del suelo empedrado camino de Saint Germain des Pres. Después de cruzar la Rue Rennes entramos en el Café Deux Magots tras la sombra literaria de Simone de Beauvoir, Sartre, Hemingway o Truman Capote. El espacio sigue intacto como tantos años atrás como si quisiera decirnos que la vida late aquí dentro mientras deambula por fuera.
Pegado está el Café de Flore, donde Apollinaire recibía a sus amigos y tenía mesa fija Sartre, que escribió en plena ocupación nazi: “Los caminos del Flore fueron para mí los caminos de la libertad”. Enfrente la Brasserie Lipp, que, según cuentan, era uno de los lugares preferidos de Mitterrand. Dejamos Saint Germain después de un vistazo rápido a su hermosa iglesia abacial.
La noche empieza a presentar su tarjeta de visita mientras contemplamos el Pont Neuf, una contradicción ya que es el más antiguo de París. Los reflejos de ese suero imponente, el Sena, destellan sobre ambas riberas.
Llegamos al Louvre y a su patio con la pirámide acristalada, la iluminación la representa como un diamante.
Cruzamos hacia el precioso edificio de la Ópera y nos detenemos para ver el Café de la Paix, donde hace casi cuarenta años me encontré con el escultor lucense Pepe Díaz Fuentes, que me impartió la primera lección de correduría gastronómica: “Yo por un buen cocido soy capaz de recorrer 600 kilómetros”.
Por Saint Honoré llegamos a Place Vendôme, donde el lujo establece su simetría: Bvlgari, Dior, Chanel, Cartier...
Y para terminar el paseo, la Navidad se exhibe en las Galerías Lafayette, que, según se dice, recibe unos 20 millones de visitantes anuales.
Para cenar seguimos el consejo amigo de Pitu Roca, el señor de los vinos: Le Baratin. Una maravillosa sorpresa. La acogida de Philippe y Raquel Carena es de lo más jovial, y por nuestra mesa, sin mantel, empieza a desfilar una sinfonía para instrumentos bien afinados: una rillette deliciosa, un escabeche de verduras imponente, un tartar de caballa maravilloso, un pichón en punto envidiable y el ma non troppo: sesos de ternera lechal y su molleja riz de veau mundiales, se quedarán para siempre en nuestra memoria.
La compañía líquida que estableció Philippe fue de veneración. Ahora entiendo por qué tantos bodegueros y chefs multiestrellados han sucumbido en este incomparable ruedo gastronómico. El local por la hora se va vaciando y eso nos permite una breve complicidad de sobremesa con Raquel y Philippe y saber de sus frecuentes visitas a España, de su adoración por el Celler de Can Roca y de sus incursiones hasta Santander.
La conversación hace más entrañable el momento. François Simon, el crítico más exigente de Francia (en el que se inspiró el creador de Ratatouille) dijo de Raquel: “Una cocinera de las que ya no existen en París”. Le Baratin y su gloria. Inmensa.
Bajo el cielo de París
Nuestro segundo día amanece con la suavidad de un vuelo de alondra. Como Caeiro, el personaje de Manolo Rivas, me gustaría ser un pintor de nubes. El cielo de París se presenta insondable, Rue Bonaparte abajo.
Al llegar a la Île de la Cité dejamos a nuestra derecha a la catedral herida, Notre Dame, la perla mundial del gótico, el monumento más frecuentado de Europa. Un símbolo que sobrevivió a dos guerras mundiales y fue cercenada, hace casi un año, por un devastador incendio. Emblema de la cultura occidental, testigo de la beatificación de Juana de Arco, la coronación de Napoleón y el funeral de Estado del presidente Mitterrand. Aquí dejamos nuestro cariño y nuestro lamento y un ferviente deseo de recuperación.
La Conciergerie, de residencia de reyes a antesala de la ejecución
Al cruzar la Île de la Cité, sobre el Sena se alza la imponente Conciergerie, que primero fue residencia de reyes y más tarde el lugar donde durante la revolución preparaban a los presos antes de su ejecución. Hay una recreación de la celda de María Antonieta. Pasamos ante la Saint Chapelle, un prodigio de la arquitectura, construida en solo seis años y que el rey francés utilizó para albergar las reliquias traídas de Oriente.
Su interior es de una belleza cautivadora y su exterior lo marca una vertiginosa aguja de 75 metros de altura. Sus indescriptibles vidrieras son una película contada en reflejos.
Por la Rive Droite nos encaminamos hacia L’Etoile para comer en el Atelier de Joel Robuchon (dos estrellas Michelin). Localizado en el interior del Drugstore Publicis y con un diseño muy semejante al de sus hermanos: barra larga con taburetes, decoración en rojo y negro, cocina en directo y a la vista y la carta presenta platos similares a tapas. Siempre se dijo que el desaparecido chef francés se había inspirado en el Nou Manolín de Alicante, “la mejor barra del mundo” según él, para crear este concepto. El servicio es muy atento, los platos muy bien presentados y servidos en diferentes menús, cocina tradicional de elaboración moderna y su ineludible puré que ha dado la vuelta al mundo; para beber, un blanco muy frutal, Domaine Haut Marin.
A la salida otro de los símbolos de París, su Arco de Triunfo en L’Etoile, un nudo urbanístico en el que confluyen 12 largas avenidas. Bajamos los Campos Elíseos y de nuevo la imponente simetría de esta ciudad nos conduce al elegante Petit Palais y a la magnética policromía del Grand Palais. Cruzamos el Puente de Alejandro y sus reflejos dorados hasta llegar a Los Inválidos, el emblema de la gloria militar, casa en principio de los mutilados de guerra (de ahí su nombre); majestuosa su cúpula, imponente todo el trazado napoleónico que concluye en su sarcófago vigilado por 12 estatuas que simbolizan sus campañas militares.
Regresamos de nuevo a Saint Germain, donde nos espera una magnífica degustación de quesos en Le Bon Marché. Se preguntaba De Gaulle qué ¿cómo se puede gobernar un país que produce casi 250 quesos? Probamos para cenar una media docena, entre los que estaban los más celebrados: brie, camembert, emmental, mimolette, comté y por supuesto un azul. En desagravio al estadista francés los acompañamos con un Drappier Cuveé Charles de Gaulle.
Es domingo y el cielo anuncia alguna llovizna. Las calles parecen páginas vacías. Llegamos a Saint Sulpice, al Café Tabac donde George Perec escribió aquello de “lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, coches y nubes”. En esta plaza vivieron también Catherine Deneuve, Umberto Eco y Mario Vargas Llosa.
La meridiana solar que atrae a los fans del 'Código da Vinci'
Presidiendo el lugar está la iglesia que tardó más de un siglo en construirse. Tiene unas torres asimétricas y aloja diferentes estilos; en su interior se guardan dos obras de Delacroix y el órgano más grande de Francia. Una de las peculiaridades de este templo es su meridiana solar que marca la hora y señala los equinoccios y que atrajo a tantos turistas por su aparición en el Código da Vinci con gran cabreo del obispo de París empeñado en desmentir que no era ésta la Línea Rosa como señala Dan Brown. A título anecdótico, aquí se celebró hace unos meses el funeral de Jacques Chirac debido a la situación de Notre Dame.
Nos encaminamos hacia el Marais, cruzamos el Pont Saint Louis, a espaldas de Notre Dame, mirando pasar el Sena. Seguimos por la Rue Rivoli hasta que se convierte en Saint Antoine para entrar en el Marais, el barrio judío con sus calles estrechas, hasta llegar a la Plaza de los Vosgos, la más antigua de la ciudad, de una unidad arquitectónica envidiable. Sus soportales nos abrigan del aguacero decembrino. La elegancia del recinto permite comprender que fuera residencia de Richelieu, Gautier o Víctor Hugo, cuya casa sigue siendo museo.
Alcanzamos la Bastilla, el lugar simbólico de la Revolución Francesa; la fecha de su toma es el día grande del país, el 14 de julio. En medio, la monumental Columna de Julio que lleva inscritos los nombres de las víctimas de la Revolución. En un lateral está el nuevo teatro de la Ópera inaugurado a finales de los ochenta para celebrar el bicentenario de la Bastilla.
Comemos al lado, en la Brasserie Bofinger, un restaurante alsaciano del siglo XIX con decoración de belle epoque. El comedor lo abriga una luminosa cúpula de cristal, el menú impone la obligación de tomarse una choucroute, aunque me permito la licencia de elegir una elaborada con pescadochoucroute, singular propuesta de su chef, Georges Belondrade. No desmerecen las ostras. Para beber un pinot gris de Schlumberger.
Retrocedemos en dirección al Centro Pompidou, esa incesante colmena cultural con maravillosas vistas de la ciudad. El Café de Beaubourg impone una breve parada para contemplar la plaza bulliciosa mientras llega zumbante la caída de la tarde. Yendo hacia la Torre de Saint Jacques, un músico callejero y su guitarra ponen banda sonora a nuestro caminar; canta Ne me quitte pas, de Jacques Brel. La tarde a los pies de un lamento.
Saint Jacques es el punto de partida de los peregrinos hacia Compostela y sus mil perdones. En su apoteosis vertical está la estatua de Santiago el Mayor mirando hacia poniente, señalando el camino hacia donde cada día muere el sol y renace la vida.
El Barrio Latino, alma y memoria del mayo del 68
Paramos en la Plaza de Saint Michel, ante su fuente, y entramos en el Barrio Latino, alma y memoria del mayo del 68, de aquella detonación revolucionaria, movimiento rebelde que auguraba que “debajo de los adoquines estaba la playa” y promovía la llegada de “la imaginación al poder”.
Todavía hoy, tengo para mí que este barrio parisino sigue acreditando esa parte académica, literaria, culta de la ciudad. Pasamos al lado de la Soborna, ese templo del pensamiento que levantó Richelieu en el siglo XVII. Aquí sobrevive el espíritu de Hemingway, de Henry Miller o de Woody Allen y su Medianoche en París. A su lado se eleva el Panteón, uno de los edificios más majestuosos de este barrio, rota el Péndulo de Foucault en esta residencia funeraria de los grandes de Francia: Víctor Hugo, Dumas, Voltaire, Rousseau...
Nuestro día termina en la Closerie des Lilas, donde Baudelaire escribió algunos de sus versos malditos, Lenin jugaba al ajedrez y Scott Fitzgerald le entregó el manuscrito de El Gran Gatsby a Hemingway.
Sobrevolar París desde Montmartre
Nuestra última jornada en París lleva también la marca de las movilizaciones y manifestaciones que estos días vienen golpeando a la ciudad. Tomamos un taxi y subimos a Montmartre, al Sacre Coeur. Es necesario admitirlo, uno no sube solo para ver la basílica y callejear por Montmartre, sino por las impresionantes vistas de la ciudad.
La basílica de estilo bizantino comenzó a construirse en el último tercio del S.XIX y se terminó a comienzos del S.XX. Su campanario alberga una de las campanas más famosas del mundo, La Savoyarde. Sus vidrieras fueron respuestas después de su estallido durante los bombardeos de 1.944.
Iberia, nuestra compañía aérea, en un alarde de eficiencia nos llama para advertirnos que debemos adelantar nuestro regreso por la conflictividad que vive el país. En menos de nada nos cambian el vuelo y regresaremos en el último de esta noche. Una precaución necesaria.
Montmartre es como un pequeño pueblo dentro de París, sus pequeñas calles adoquinadas, sus viñedos patrimonio de la humanidad, sus artistas, la evocación de los pasos de Amélie Poulain en la película de Jeunet y la vibración perenne de Picasso, Toulouse-Lautrec, Van Gogh, Matisse, Duchamp, Renoir, Degas... llenan de encanto esta travesía.
Antes de irnos hacia Trocadero, una parada fugaz en la Rue du Fabourg-Saint Dennis, donde vivieron Marisa y Gérard, donde nos acogieron cuando nuestra primera vez en París. Esta calle es un ejemplo de multiculturalidad, ya lo era hace casi cuarenta años en aquella primera vez. Sus bares, sus queserías, y sus espacios de comidas con sabores del mundo hacen de esta calle un sitio especial. Una aparición de tiempos pasados, muy queridos.
La Torre Eiffel cambió la forma de mirar. Su poderosa silueta se enseña con todo el esplendor. Una brillante proeza arquitectónica construida en solo dos años para Exposición de 1889. París aparece alfombrada a sus pies. Quién pudiera escribirle un rondó a la manera de Villon.
Comemos en Benoit (una estrella Michelin), un elegante bistró con más de un siglo de vida que cuando estaba a punto de cerrar sus puertas se hizo cargo de él Alain Ducasse y revitalizó su cocina, manteniendo, eso sí, sus reglas clásicas. Tienen un menú de mediodía de precio muy aceptable y corte muy tradicional. Su carta de vinos es amplísima y muy completa, pedimos La Fleur de Bouard 2010, un pommerol con toda la elegancia de la merlot bordelesa.
Toca irse. Volvemos a la Rue de Babylone para despedirnos de Marisa y Gérard, la tarde se aclara pero se percibe un runrún de movilizaciones previas a la gran manifestación que tendrá lugar al día siguiente. En el salón de la casa de nuestros amigos las palabras las traen las raíces y el cariño. Nos despedimos emocionados y para aliviar la ligera congoja nos prometemos una nueva visita a no mucho tardar para ir a Normandía, para volver a revivir con Gérard todo lo hermoso de aquellas tierras del norte.
Intentamos que un taxi nos lleve a Orly; es inútil, la impertinencia, la prepotencia y mala educación de los taxistas parisinos nos lo impide. Se niegan y ya está. Un VTC, muy amable nos lleva hasta el aeropuerto. En la espera para el embarque destella el ojo ciclópeo de la Torre Eiffel. Nos dice adiós.
“Quien alguna vez estuvo en París, siempre deseará volver”. (E. Hemingway).